Itinerantes. Revista de Historia y Religión 21 (ene-jun 2025) 1-24

https://doi.org/10.53439/revitin.2025.1.01



Las palabras del éxtasis: entre el testimonio, la reescritura literaria y el diálogo gnoseológico1


Words of Ecstasy: Between Testimony, Literary Rewriting and Gnoseological Dialogue



Emilio Báez Rivera

Universidad de Puerto Rico. Recinto de Río Piedras

https://orcid.org/0000-0003-2557-9218

emilio.baez3@upr.edu



A Luce López-Baralt, mentora y amiga de verdad.


Resumen


El término «literatura mística» suele designar, en general, el corpus que responde rigurosamente a la experiencia extraordinaria con la Divinidad. Partiendo de esta noción, es posible establecer una triple tipología del discurso literario-místico: el trasvase vivencial o el ejercicio de escribir a modo de testimonio sobre la experiencia misma; la reescritura literaria, que, fundamentada en la naturaleza de la experiencia al margen de sus circunstancias inmediatas, se sirve de modelos textuales de la tradición cultural o de la propia recreación artística; finalmente, el diálogo gnoseológico que pretende establecer el denominador común de la experiencia extraordinaria en cantidad de místicos allende las coordenadas culturales particulares. Esta tipología será aplicada a una muestra de autores de la tradición hispánica, desde el Renacimiento hasta hoy.


Palabras clave: experiencia mística, testimonio, reescritura literaria, diálogo gnoseológico, mimesis


Abstract


The term "mystical literature" uses to name the corpus that rigorously addresses the extraordinary experience with Divinity. Based on this notion, it is possible to establish a three-fold typology of the literary-mystical discourse: experiential transference or the exercise of writing as a testimony about the experience itself; literary rewriting, which, grounded in the nature of the experience outside its immediate circumstances, takes advantage of textual models from cultural tradition or from artistic recreation itself; and finally, gnoseological dialogue, which seeks to establish the common denominator of mystical experience in many mystics beyond their particular cultural contexts. This typology will be applied to a sample of authors from the Hispanic tradition, from the Renaissance to the present.


Keywords: mystical experience, testimony, literary rewriting, gnoseological dialogue, mimesis




Fecha de envío: 24 de Enero de 2025

Fecha de aceptación: 13 de Mayo de 2025




Un calado hondo en el estudio del profundo discurso que vertebra la literatura místico-hispánico-transatlántica concierta, de ordinario, un pacto bifronte con el lector: por un lado, la inefable satisfacción del goce estético cuando son textos estrictamente literarios; por otro, la revelación de las angustias de muerte o de las paradójicas exultaciones derivadas del inmerecimiento absoluto cuando se trata de cartas, autobiografías y diarios espirituales remitidos, por mandato, a los confesores o directores espirituales. Entre estas dos orillas, hombres y mujeres de vida mística auténtica han polinizado la voluntad y los deseos de otros autores —religiosos y seglares—, quienes, en defecto de la experiencia mística bona fide, suelen imitar el tono y valerse del instrumental de las figuras literarias del discurso místico-literario en la descripción o en el recuento de eventos puntuales, cuyo motor es, stricto sensu, la devoción, no las visiones extraordinarias de origen divino ni mucho menos la vivencia capital de la unio mystica. Esta situación ambigua ha promovido que cantidad de estudiosos haya abordado la literatura mística hispánica —aun la universal— desde la perspectiva histórica, antropológica, filosófica y psicológica, mas al margen de la dimensión sustancial: la fenomenología mística per se, con lo cual se incurre en la desacertada homologación de todo texto que ensaye un plausible encuentro con la divinidad desde las coordenadas del lenguaje místico-literario. Conviene, entonces, una tipología que facilite la lectura discriminatoria del conjunto para distinguir —en lo posible— el texto genuino del mimético en el corpus literario-místico.

La literatura mística de los siglos áureos en la tradición de habla hispana suele articular una invitación —pocas veces voluntaria y por obediencia en lo común— de los autores, a compartir, con gran esfuerzo verbal, un suceso excepcional de experiencia íntima de lo sagrado que alcanza su mayor manifestación en la unio mystica. Conforme al modo en que se perfila la intención de los autores, la naturaleza textual parece admitir una triple categorización: la testimonial, cuyo contenido ensaya, sin desvío, el trasvase de la vivencia al papel; la reescritura literaria, motivada por un claro propósito estético, siguiendo o no un modelo artístico explícito, y la dialogal gnoseológica, que establece un intercambio referencial de nociones técnicas y de valorizaciones emotivas entre el sujeto lírico o el narrador literario y sus homólogos al margen de las tradiciones culturales.

El texto místico-testimonial es el que expresa de manera directa el fenómeno extraordinario mediante el empleo de marcas discursivas fácticas: el yo enunciante, la ubicación espacio-temporal del evento, una descripción rápida o detenida del hecho según las capacidades comunicativas del sujeto vivencial y —a modo de cierre— los efectos sobrenaturales que le motivan su reacción inmediata. Inolvidables son las portentosas hierofanías veterotestamentarias que cumplen a cabalidad con estos rasgos discursivos. Recordemos la imponente revelación de Yahweh, quien definiría —en visión— la vocación de un joven Isaías de apenas veinticinco años de edad: «El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado y sus haldas llenaban el templo» (Is 6, 1; Bagot, 1984: 1107). Sin rodeos, Isaías declara el contenido total en admirable síntesis, comenzando por el tiempo (año de muerte del rey Ozías, es decir, en 740 a. de C.) y continuando con el protagonista (Yahweh) del fenómeno (una visión), a lo que añade rápidamente dos detalles importantísimos: la ubicación mayestática de Yahweh (un trono excelso y elevado) y el lugar real donde acaeció el fenómeno (el templo). El sobrecogimiento de aniquilación que genera la hierofanía en sí detona en el sujeto vidente —como diamantinamente explica Rudolph Otto (2005, 18: 31-33) cuando acuña la bellísima frase «sentimiento de criatura» porque «se hunde y anega en su propia nada y desaparece frente a aquel que está sobre todas las criaturas» ante el mysterium tremendum et fascinans— una admisión de inmerecimiento en igual proporción que su conciencia de pecado: «¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yahweh Sebaot han visto mis ojos!» (Is 6, 5; Bagot, 1984: 1107). Similares sentimientos de criatura vivieron el impulsivo Simón Pedro ante Jesús, luego de la pesca milagrosa: «¡Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8; Bagot, 1984: 1566); y el megalómano asesino Saulo, tumbado del caballo y reducido al polvo del temblor y del espanto: «¿Quién eres, Señor?» (Hch 9, 5; Bagot, 1984: 1667).

Abundantes muestras del texto testimonial pueblan la literatura mística cristiana. Comúnmente, recibe toda la atención de los lectores religiosos, bien expertos o neófitos en la teología mística, y hasta del público seglar porque responde al mandato del confesor con el objetivo de discernir el origen de la experiencia para la sabia dirección espiritual de su confesada/o, así como la educación de la comunidad religiosa en general. Entonces, no sorprende advertir que, en semejante contexto de poder institucional, este corpus literario pertenezca, inconcusamente por frecuencia, a plumas femeninas. En su estudio de conjunto sobre la autobiografía en castellano de autores peninsulares (siglos xvii-xvii), Sonja Herpoel ha precisado unas oposiciones de género muy relevantes: los hombres provienen de «los estratos sociales más diversos» («mercaderes, soldados, nobles, religiosos, paisanos, etc.») y escriben sus vidas con completa libertad; contrario a las mujeres, quienes «eran casi exclusivamente religiosas» bajo la supervisión y el mandato estrictos de un jerarca eclesiástico (Herpoel, 1999: 15). Aún más, en el propio contexto religioso, esta producción literaria masculina «parece haber sido relativamente insignificante» si se la compara con la femenina; de ahí que Herpoel concluya: «La autobiografía por mandato, con todo derecho desde luego, puede reivindicar el status quo de la escritura típicamente femenina» (Herpoel, 1999: 16).

Heredera de una tradición europea que arranca con Hildegarda de Bingen y continúa con las santas Ángela de Foligno y Catalina de Siena (Herpoel, 1999: 8), la autobiografía espiritual castellano-femenina se inicia con el Libro de la vida (1562), de santa Teresa de Jesús, quien relata en sus páginas «acontecimientos de la vida exterior hasta la manifestación exaltada de los sentimientos místicos más íntimos de la vida interior» (Herpoel, 1999: 39). Dulce a la memoria resulta la experiencia teresiana de transfixión, de tipo testimonial:


Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: vía a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla. Aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije primero. Esta visión quiso el Señor le viese ansí: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan (deben ser los que llaman cherubines, que los nombres no me los dicen; mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros, y de otros a otros, que no lo sabría decir). Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego; este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegava a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejava toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento. (Jesús, 1986: 157-158)


Mereció nada menos que el cincel del maestro Gian Lorenzo Bernini (L’estasi di Santa Teresa o Transverberazione di Santa Teresa, 1647-1651) y el virtuoso pincel de la sevillana Josefa de Óbidos (La transverberación de santa Teresa, 1672).

En el virreinato de la Nueva España, la venerable madre María Magdalena de Lorravaquio Muñoz (1574-1636) es la visionaria más antigua de toda la colonia de ultramar y narra en su diario espiritual (1650)2 doscientos catorce fenómenos extraordinarios de corte testimonial en una especie de catálogo que ocupa la cuarta y última parte de su texto, pero que abarca más de dos terceras partes de su discurso. Entre las ciento veintiocho visiones registradas, las más inquietantes exhiben símbolos de las tradiciones precolombino-mexica y cristiana con valor común. Particularmente sincrética en su lenguaje es la xxv visión:


Otra vez dia de ntra. S.a estando yo toda aquella vispera y dia en oracion de coloquio encomendandome a su Mag.d y a su bendita M.e me favoreciese y me amparase en todas mis necesidades vi y senti corporalmente a ntra. S.a q.e como una Aguila ligerisima venia como en un trono sentada y se meponía al lado del corazon q.e este con muy gran violencia me arrancaban del cuerpo con tan grandes jubilos y alegrias de lapresencia de estaS.a y estube en unaprofunda contemplacion q.e el alma se me abrasaba en amores destaS.a y quando se mefue de mi presencia senti en tanto extremo este favor y ausiencia q.e estuve de una muy [sic] grave enfermedad muy al cabo fueron con muy grandes veras los regalos q.e su magestad mehizo […] (Lorravaquio Muñoz, 1650, 125/f. 23).


En ella, el lector asiste a una especie de rapto visionario, protagonizado por la Virgen María entronada y aparecida en vuelo veloz como de un Águila; atestigua su ubicación al costado izquierdo de la visionaria, émula del querubín teresiano, para, al cabo, contemplar el rito de la extracción del corazón «con muy gran violencia». Los efectos paradójicos de «tan grandes jubilos y alegrias» provienen de la sola presencia de la Virgen-sacerdotisa prehispánica, quien abrasa a la visionaria en llamas de amor progresivo con la desaparición de todo hasta que se le quebranta la salud gravemente, a lo cual sigue su recuperación acompañada de regalos divinos no mencionados.

Continuadora de esta mística cardiosófica femenina, santa Rosa de Santa María (1586-1617) describe quince tipos de vivencias sobrenaturales en unos cuadernos hoy perdidos, aunque muy posiblemente acompañados de lo escaso que se conserva: dos medios pliegos de papel, denominados por fray Luis G. Alonso Getino (1937, 1943) como «Mercedes» o «Heridas del alma» (primer pliego) y «Escala espiritual» (segundo pliego) en 1923, cuando los descubrió. Contienen quince emblemas/empresas de corazones de tela, recortados, pegados y tematizados de un tirón, en la víspera de san Bartolomé, el 23 de agosto de 1614, a propósito de ilustrar el discurso narrativo con un lenguaje iconoverbal (Báez Rivera, 2012: 106-110).



Las mercedes que comportan transverberaciones lo expresan tanto en presencia como en ausencia del arma hiriente según el mensaje verbal. Van como sigue: Primera merced: «con lansa de asero me irió i se escondio» (Báez Rivera, 2012: 120).










Quinta merced: «corazon traspasado con rayo de amor de Dios» (Báez Rivera, 2012: 134).

Sexta merced: «corazon erido con flecha de amor divino» (Báez Rivera, 2012: 135).

Octava merced: «o dichoso corazon que receviste en arras el clabo de la passion» (Báez Rivera, 2012: 134).




Undécima merced: «Dulce martirio que con arpon de fuego me a erido» (Báez Rivera, 2012: 146).


Y duodécima merced: «corazon erido con dardo de amor divino da boses por quien la irio» (Báez Rivera, 2012: 147).



Con inconcusa certeza Herpoel (1999: 68) documenta el ocaso de la autobiografía espiritual monjil en castellano: «A partir de la segunda mitad del siglo xvii decrece paulatinamente el movimiento autobiográfico, hasta extinguirse casi por completo en la época siguiente». Un caso aislado en el siglo xviii es el de la celebrada Madre Castillo, clarisa tunjana novogranadina, cuyo misticismo me resulta aun debatible, en especial a raíz de sus Afectos espirituales (Báez Rivera, 2010), de mínima calidad testimonial como se verá más adelante. Así las cosas, no hay otro texto de tipo testimonial más conciso y fascinante que las primeras líneas del «Memorial», de Blaise Pascal (1623-1662):


Lan de grace 1564

lundi 23 novembre, Jour de Saint Clement pope Et martyr Et autres au Martirologie.

Veille de St Chrysogme, martyr Et autres.

Depuis environ dix heures Et demi du soir Jusque environ minuit Et demi

FEU.

Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Dieu de Jacob;

non des Philosophes Et Savants.

Certitude, Joie, Certitude Sentiment, Veuve Joie Paix. (Tourneur, 1942: 19)


Fijada la ubicación temporal, aunque suprimida la espacial, con tantos referentes: el día por nombre y número (lunes, 23), el mes (noviembre) y el año (1564), y otras efemérides del Martyrologium romanun (san Clemente i [m. 101] y otros no mencionados como santa Felícitas [ca. 101-165] y san Trudón [628/630-693/695], presbítero y confesor), procede, finalmente, a precisar la hora del día, titubeante entre las 10:30 de la noche y las 12:30 de la madrugada, para encapsular todo el fenómeno unitivo con una sola palabra en mayúsculas de gran formato y centralizada en solitario: «FEU». Ahí pudo haber concluido el texto; pero pormenoriza la identidad flamígera correspondiente a la tríada patriarcal del pueblo hebreo: «Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Dieu de Jacob», que descarta, a su vez, el condicionamiento epistemológico del fenómeno esencialmente espiritual, atestiguado por los patriarcas en sus múltiples encuentros con Yahweh.

Quizá se pueda hablar de un resurgimiento de la literatura místico-hispánica de trasvase vivencial-testimonial a principios del siglo pasado, con autores como Jorge Luis Borges y —a juicio de Luce López-Baralt— Ernesto Cardenal, por insólita que parezca la inclusión del maestro argentino.

En efecto, casi tres décadas antes que Cardenal, Borges ya había publicado una nota inquietante en su libro El idioma de los argentinos (1928), titulada «Sentirse en muerte», que volvió a insertar sin retoques en la cuarta y última sección del ensayo homónimo que abre su libro Historia de la eternidad (1936; Borges, 1974: 365-367) y luego la repitió idéntica en Otras inquisiciones (1952; Báez Rivera, 2017: 98). Allende la cautela, hay críticos que admiten la autenticidad de esta «experiencia iniciática» —según Juan Arana (2000: 54)—, «momentary transcendence» —la llama Annette U. Flynn (2009: 66)— o «moment of eternity» —de acuerdo con William Rowlandson (2013: 108)—; otros como María Kodama (1996: 1999), Luce López-Baralt (1996, 1999, 1999ª), José Antonio Antón Pacheco (1999) y quien escribe (Báez Rivera, 1996, 2017) la denominan «experiencia mística», igual que Borges cuando habló, en entrevista a cargo de Willis Barnstone y Jorge Oclander (1982: 10-11), de las dos que le acaecieron; asimismo, estos últimos reconocen al autor en calidad de místico sui generis, dado su agnosticismo insobornable. «Sentirse en muerte» es el relato del primer rapto místico de Jorge Luis Borges:


La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación. (Borges, 1974: 765)


Una genuina alienatio mentis le desmaterializa el entorno físico-temporal al narrador y lo adentra, de golpe, a la dimensión de la eternidad, «acaecida en su consciencia dilatada en total capacidad y desafío de sus límites […] para, finalmente, ingresar en la categoría del yo cognitivo en retorsión metacognitiva» (Báez Rivera, 2017: 101). En sus palabras: «Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo» (Borges, 1974: 765). La segunda experiencia mística de Borges halló cauce en el verso. Treinta y seis años después, este místico (re)negado publica en su libro El otro, el mismo (1960) el poema «Mateo, XXV, 30», compuesto en 1953 «durante el proceso de una profunda depresión emocional», producto de una ruptura de Estela Canto, «con quien Borges mantuvo una agridulce relación sentimental» (López-Baralt, 1999: 55, n. 49). En el primer puente de la avenida Constitución sobre la estación ferroviaria, a Borges se le obnubilan las categorías espacio-temporales por efecto de una voz infinita articulada a un tiempo en espacios irreconciliables: lo más distante («el invisible horizonte») y lo más íntimo («el centro de mi ser»; Borges, 1974: 874); así la voz lírica anuncia la inexplicable anulación súbita «del espacio material absorbido por el imperio de la eternidad» (Báez Rivera, 2017: 106). La extensa enumeración de objetos yuxtapuestos subraya el avance infructuoso de una comunicación que balbuce apenas unas representaciones casi ininteligibles y culmina con la condena del ejercicio poético mismo del oyente extasiado.

Alma en rastrojos de una desilusión amorosa fue también Ernesto Cardenal cuando le ocurre —a mi mejor entender— su experiencia de conversión, narrada al modo de un rapto místico —acaso «el testimonio más extenso» por escrito (López-Baralt, 2012: 87)3— en su Vida perdida (1999), primera parte de sus memorias. Bajo el sugerente subtítulo «Mi hora cero», Cardenal relata el rechazo de Ileana, comprometida con otro y apadrinada por el presidente Somoza García en la boda pautada para el mediodía del sábado, 2 de junio de 1956:


El sábado 2 de junio al mediodía, a la hora de la boda, estaba yo en mi librería, sin otra persona más que la muchacha que atendía, y de pronto se oyeron en la calle, que era la Avenida Roosevelt, las estridentes sirenas de la caravana de Somoza, que paralizaban el tráfico como bomberos o ambulancia mientras corrían a máxima velocidad. Era Somoza que venía de la boda en la catedral y se dirigía a la Casa Presidencial.

Aquellas estruendosas sirenas sonaron en mis oídos como clarines de triunfo. Un triunfo sobre mí. Por extraño que parezca, rápido como un flash mi mente percibió una superposición de Dios y el dictador como si fueran uno solo; uno solo que había triunfado sobre mí. […] El hecho es que me sentí abatido hasta el fondo del abatimiento. Lo que yo sentía es lo que expresa aquel salmo llamado De profundis (De profundis clamabo…): «Desde lo profundo clamo a ti, Señor». Entonces me rendí a Dios. Pensé que ya había luchado mucho infructuosamente. Que no me quedaba más que probar a Dios. ¡Arriesgarlo todo! y ver qué tal me iba. Dije desde lo más hondo de mi alma: Me entrego. (Todo lo que cuento fue rapidísimo, aunque son lentas las palabras para contarlo). Al hacer esa entrega sentí en mí un vacío que no tengo otra manera de calificarlo sino como «cósmico». La pobreza total dentro de mí. Estaba ya sin nada. Hasta el punto que me parece que yo sentí mucha lástima de mí. Y sentí que estaba dentro de mi alma como un vientecillo, algo sutil de lo que yo había probado antes un poquitito: la paz de san Ignacio. La que empezaba a sentir cuando me acercaba a la entrega; pero ahora se venía haciendo grande; y yo ya sabía de dónde procedía eso que me estaba entrando; y me acordé de lo que aconsejaba san Juan de la Cruz y lo quise rechazar, para no equivocarme con nada falso. Y aunque lo rechazaba, aquello crecía más. (Todo esto muy rápido, como dije). Y esto pasó de ser una paz muy sabrosa a un deleite muy grande, un placer inmenso, que se iba haciendo cada vez más inmenso hasta ser intolerable. Y sentí que me decía, me comunicaba sin formularlo en palabras: «Esto es lo que yo quería desde hace tanto tiempo. Ahora sí ya nos unimos». Y mi alma se sentía sucia, se sentía avergonzada. Mientras que cada vez me apretaba más, era abrazado más y más fuerte por el placer sin límite. Y entonces le dije que no me diera más placer porque me iba a morir. Ya me dolía mucho. Si me hacía gozar más me mataba. Y me parece que aumentó todavía un poquito más y ya cesó. Quedándome aturdido. Anonadado. Y sentí que ya mi vida iba a cambiar completamene. Y recuerdo muy bien que pensé que yo iba a sufrir mucho: me vi a mí mismo en la imaginación como que tuviera una corona de espinas. Y es porque iba a hacer cualquier clase de locura. Y es porque estar teniendo toda la vida una cosa como esa era como para aguantar cualquier sufrimiento. En esas dos cosas me equivoqué. En cuanto a los sufrimientos, y en cuanto a que eso lo iba a estar teniendo toda la vida: no se me ha vuelto nunca a repetir. (Cardenal, 1999: 89-90)


La experiencia extraordinaria significa la homologación de Dios y del dictador superpuestos en virtud del poder recíproco de los regentes victoriosos sobre la consciencia de Cardenal, abrumada con «las estridentes sirenas de la caravana de Somoza, que paralizaban el tráfico como bomberos o ambulancia mientras corrían a máxima velocidad» por la avenida Roosevelt. Confiesa, sin ambages, su derrota absoluta y una segurísima subordinación total: «me sentí abatido hasta el fondo del abatimiento. […] Entonces me rendí a Dios» (Cardenal, 1999: 88-89). En el momento justo de las capitulaciones espirituales, una suerte de vacío «cósmico» —entrecomillado de él— de pobreza interior, que le provoca lástima de sí y aun la lástima de él que otro le tenía, precede a «un vientecillo» de paz ignaciana que paulatinamente se le torna en «un deleite muy grande, un placer inmenso, que se iba haciendo cada vez más inmenso hasta ser intolerable» (Cardenal, 1999: 89). Asegura, además, el regalo de un habla intelectual: «Y sentí que me decía, me comunicaba sin formularlo en palabras: “Esto es lo que yo quería desde hace tiempo. Ahora sí ya nos unimos”» (Cardenal, 1999: 89). Acto seguido, cita el pasaje más hermoso de su Vida en el amor (1979), que comporta una reescritura literaria exenta de alusiones al hecho histórico por motivos de decoro y deferencia al Autor de la vivencia; sin embargo, reproduce la versión poética, a caballo entre el testimonio y la recreación literaria, que publicó en Telescopio en la noche oscura con la justificación de que, en años recientes, se sentía «con más libertad para relatarlo» (Cardenal, 1999: 90-91). Veamos el poema:


Cuando en aquel mediodía del 2 de junio, un sábado,

Somoza García pasó como rayo por la Avenida Roosevelt

sonando todas las bocinas para espantar el tráfico,

en ese mismo instante, igual que su triunfal caravana

así triunfal tú también entraste de pronto dentro de mí

y mi almita indefensa queriendo tapar sus vergüenzas.


Fue casi violación,

pero consentida,

no podía ser de otro modo,

y aquella invasión del placer

hasta casi morir,

y decir: ya no más

que me matás.

Tanto placer que produce tanto dolor.

Como una especie de penetración. (Cardenal, 1993: 67-68)


En este orden de ideas, Cardenal facilita abordar el segundo tipo de texto místico: la reescritura literaria. Siendo rama fecunda del frondoso follaje de la intertextualidad literaria, José Enrique Martínez Fernández la deslinda en intertextualidad, correspondiente al mecanismo artístico que «afecta a varios autores», e intratextualidad, la que se ciñe a los textos del propio autor (2001: 81). La intertextualidad más conocida es la que trabaja con citas y alusiones —explícitas o implícitas— nunca inocentes a causa de la descontextualización o recontextualización que obra el trasvase textual (Martínez Fernández, 2001: 91 y 94). Cuando se trata de un intertexto explícito, la cita se vale de marcadores convencionales al estilo del epígrafe, la nota al pie, las cursivas, las comillas, las mayúsculas o versalitas, el nombre del otro autor en el texto nuevo, entre otros recursos. A su vez, el intertexto implícito va desprovisto de estos marcadores «y su reconocimiento depende exclusivamente de la competencia del lector» (Martínez Fernández, 2001: 96, 100 y 102), ya que la reelaboración del intertexto es su más acabada manifestación y la más empleada tanto por los místicos bona fide como por los miméticos de este discurso literario. Conociendo ya el relato testimonial tardío de Cardenal, queda claro que su primer intento de comunicación apostó por la reescritura literaria:


De pronto el alma siente Su presencia en una forma en que no puede equivocarse y con temblor y espanto exclama: «¡Tú debes ser el que hizo el cielo y la tierra!». Y quiere esconderse, y desaparecer de esa presencia y no puede, porque está como entre la espada y la pared, está entre Él y Él, y no tiene dónde escapar, porque esa presencia invade cielos y tierra y la invade a ella totalmente, y ella está en Sus brazos. Y el alma que ha perseguido la dicha toda su vida sin saciarse nunca y buscando todos los instantes la belleza y el placer y la felicidad y el gozo, queriendo siempre gozar más y más y más, ahora en agonía, ahogada en un océano de deleite insoportable, sin orillas y sin fondo, exclama: «¡Basta! ¡Basta ya! No me hagas gozar más, si me amas, que me muero». Penetrada de una dulzura tan intensa que se vuelve dolor, un dolor indecible, como algo agri-dulce pero que fuera infinitamente amargo e infinitamente dulce. Todo es tal vez un segundo, y tal vez no se volverá a repetir en toda su vida, pero cuando ese segundo ha pasado el alma encuentra que toda la belleza y las alegrías y gozos de la tierra han quedado desvanecidos, son «como estiércol» como han dicho los santos (skybala, “mierda”, como dice san Pablo) y ya no podrá gozar jamás en nada que no sea Eso y ve que su vida será desde entonces una vida de tortura y de martirio porque ha enloquecido, está loca de amor y de nostalgia por lo que ha probado, y va a sufrir todos los sufrimientos y todas las torturas con tal de probar una segunda vez, un segundo más, una gota más, esa presencia. (Cardenal, 1979: 73)


Desnudada de todo referente de la experiencia datada, el lector no tiene más opción que suponer un fenómeno extraordinario velado por el efecto de una intención estética y transformadora del hecho real, ahora en franca sugerencia.

Al hilo de esta argumentación, la poesía de san Juan de la Cruz plantea un reto al lector en cuanto al aspecto testimonial, pues toda ella comprende un ejercicio invariable de reescritura literaria y de diálogo gnoseológico. Igual que en el pasaje cardenalino de Vida en el amor, no lleva discusión la ficcionalización del fenómeno místico en la historia poética de la «Noche oscura» (Cruz, 1982: 32-33) ni la apropiación del «Segundo canto» del Cantar de los Cantares (Ct 2, 10-17; 3: 1-5) en la reelaboración del «Cántico espiritual» (Cruz, 1982: 25-31). Ni hay qué decir de las canciones en función de glosas como la de «En mí yo no vivo ya» (Cruz, 1982: 10-11) que comenta el Vivo sin vivir en mí espolvoreado en las epístolas paulinas (Gál 2: 20; Tit 1: 2; Flp 1: 21); los romances «En el principio moraba» (Cruz, 1982: 13-22), inspirado en el inicio del cuarto evangelio «In principio erat Verbum» (Jn 1, 1), y «Encima de las corrientes» (Cruz, 1982: 22-24), cuyo eje se identifica en el «Super flumina Babylonis» del profeta Ezequiel (Ez 1: 3) y, principalmente, en el Salmo 137 (136), por solo enumerar algunos ejemplos. Restan, a mi juicio, las canciones «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre» y la «Llama de amor viva» como instancias poéticas de total diálogo gnoseológico, ya que centran su contenido en símbolos (la fuente y la llama) muy socorridos por las tradiciones místicas de la Antigüedad, que Luce López-Baralt ha rastreado en el místico de Fontiveros y en la santa abulense espléndidamente bien por la vía literaria de la mística semita (López-Baralt, 1989, 1998, 2001), y que Antón Pacheco ha atribuido a la inmanencia espiritual del ser humano, dada «la misma unidad universal de la experiencia mística», a propósito del castillo interior teresiano-suhrawardiano (Antón Pacheco, 2001: 9).

Verdadera maestra de la intertextualidad, la Madre Castillo no parece haber creado escuela en el Barroco de Indias. Descuella con ventaja cómoda entre las autobiógrafas espirituales virreinales por su estilo inigualable de eslabonamiento de alusiones bíblicas en citas parafreaseadas o engastadas de manera exacta, sobre todo en Afectos espirituales (1843), su libro más aplaudido, a pesar de sus someras imperfecciones y ligeras erratas (Joy McKnight, 1997: 167). A diferencia de las numerosas visionarias que privilegiaron el contenido de sus experiencias extraordinarias con la Divinidad en sus textos por mandato, los Afectos de la Madre Castillo establecen un paralelismo con los últimos capítulos de Su vida; sin embargo, no asombran al estudioso que va tras la pista de la narración de una vivencia genuinamente mística. Tenida como «verdadera autora mística» (Oviedo, 1995: 298) o una «Santa Teresa de América» (Morales, 1980, 105), la autora ensaya un intento comunicativo de sus encuentros inefables con las Sagradas Escrituras, valiéndose de un diestro palimpsesto de intertextualidades. Bastará detenerse en el primer párrafo de su «Afecto 2.o», que arranca, precisamente, con una supuesta visión imaginaria, para dar con el pulso total del texto:


Se me representó a los ojos de mi alma todo este mundo como un diluvio de penas y de culpas; deseaba entrar y que entráramos todos en esta arca de Nuestro Señor Sacramentado, fabricada siempre por el amor del que es nuestro verdadero descanso. «Yo soy puerta, el que entrare por mí, hallará un campo florido y abundante en que se apaciente». ¡Oh, alma mía!, si el Señor te rige, ¿qué te faltará? Colocada en este lugar de pastos dulces, suaves, sobresustanciales, pan de vida y entendimiento, cogerás aguas con gozo de las fuentes del Salvador. Super aquam refectionis educavit me, et aqua sapientiae salutaris potavit illum. Este es [sic], alma mía, el cielo nuevo y la tierra nueva que te ofrece tu divino amante. ¿Qué puedes buscar en el cielo, ni en la tierra, que no lo halles aquí? Esta casa edificó la sabiduría para sí. Gloria et divit[i]ae in domo ejus. ¿Qué puedes desear o querer? Entra [en] sus atrios en confesión: míra [sic] esta casa fundada sobre la firme piedra del desierto, de donde vino este Cordero al monte de la hija de Sión. ¡Oh, alma mía, si fueras tan dichosa que merecieras seguir a este Cordero adondequiera que vaya! En caminos de justicia anda, en sus pastos serás apacentada, si lo siguieres en sus caminos. No vino a ser servido sino a servir; fue obediente hasta la muerte en cruz; no respondió en sus injurias, como Cordero sufrió sus oprobios. «Yo así como sordo no oía, y como mudo no abría mis labios». No entró por sus oídos, a su dulce y abrasado corazón, alteración en sus injurias, así como si no las oyera. Como hombre que no oía, no tuvo en su boca respuesta; todo se ofreció a sí mismo como Cordero llevado al sacrificio, su purísima piel en la columna; todo en la cruz abrasado en amor y dolor; como fuego y llamas alumbró su claridad. Cordero enviado a dominar pacífico; Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, en quien tiene el Padre toda su complacencia. Vara es de su virtud, entregada a Sión; vara florida, en quien descansa el espíritu de su amor, espíritu de ciencia y fortaleza, etc. Vara que a los que reinan en la tierra, a los pueblos de vanidad y mentira, contrarios a Ti en sus consejos, eres vara de hierro que tanquam vas figuli confringes eos. ¡Oh, cómo te cantan, Señor, todas tus obras[,] misericordia y juicio! Báculo en que sustentada el alma, solo puede subir; báculo amado; vara que la corriges y la enseñas; tu vara y tu báculo. ¡Oh mesa y Cordero, oh piedra y panal!: ipsa me consolata sunt. (Concepción Castillo, 1968: 9-12)


Destacados —por ella misma— en cursivas o entrecomillados, van los intertextos explícitos de la Vulgata y de versiones al castellano. Otras alusiones han sufrido recontextualizaciones como la del arca de Noé, homologada al cuerpo del Cristo eucarístico, y el agua, metaforizada con las penas y culpas de la humanidad. Igual ocurre con la pregunta «¿qué te faltará?», dirigida al alma con relación al Señor y a la pradera donde aquella se recrea, que remiten sin más al Salmo 23. No repetiré aquí el comentario a fondo en torno al vasto entramado de intertextos del párrafo en cuestión; sí reproduciré una valoración que todavía defiendo: «Los Afectos no son una autobiografía stricto sensu; por el contrario, representan un catálogo de emociones a raíz de experiencias que, muy pocas veces, son narradas con el lenguaje técnico de la literatura visionaria» (Báez Rivera, 2010: 27).

Aun así, todo lo expuesto no impide que exista hibridez en la tipología que he propuesto del texto místico literario. Un escrito testimonial suele exhibir intertextualidades veladas o evidentes según el guiño comunicativo de su autor. «El Aleph» borgiano, por ejemplo, es claramente un texto de ficción en el cual digresiones de naturaleza ensayística son aprovechadas por el narrador-protagonista para demarcar el prestigio de sus fuentes literarias que promueven un hábil diálogo gnoseológico con su símbolo axial cabalístico. Conviene repasar ese pasaje de insuperable concisión cultural del topos:


Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph). (Borges, 1974: 624-625)


El Simurg del sufismo, la esfera del cristianismo y el ángel del judaísmo representan la totalidad concentrada en la unidad mínima, al margen del cuadrante de los tres sistemas de fe mencionados, que compartieron un espacio de tolerancia en Al-Ándalus con los intercambios culturales conocidos y los que permite la intuición.

Cierro esta exploración de textos con el poemario más premeditadamente dialogal-gnoseológico en la literatura mística hispánica de hoy. Me refiero al libro Luz sobre luz (2014), de Luce López-Baralt. En sus «Palabras liminares», la autora obsequia una clave invaluable de lectura: «La experiencia abisal sencillamente detonó los versos, y con ellos cinceló un mundo verbal ajeno ya al éxtasis, pero, eso sí, hijo del éxtasis» (López-Baralt, 2014: 14), con lo cual se ha reservado el testimonio escrito de la vivencia, solo compartida en el registro oral según me consta que la conversó conmigo en dos ocasiones muy distintas. Fue una sola experiencia que ella llama: «espacio trascendido que hollé un día» o «un sorbo de cielo» (López-Baralt, 2014: 14). Con poemas tan breves como haikus, el libro se asemeja a un bosque de bonsáis, cuya justificación de parvulez recuerda el «papelillo» de la Décima Musa respecto a su capolavoro, «Primero sueño»:


Estos poemillas […] suelen ser muy breves —es casi como si se avergonzaran de intentar celebrar una vivencia que quedó al margen de ellos—. Pese a su brevedad, cargan sobre sí tanto las tradiciones poéticas centenarias como las contemporáneas que he saqueado sin pena para darle forma a mi propio canto. (López-Baralt, 2014: 13-14)


Oriunda de las Antillas mulatas, la poeta puertorriqueña confiesa sin pudor lo propio de nuestra América: el mestizaje natural en todo lo que somos, sentimos y hacemos. Sirva un rápido recorrido por este bosquecillo de textos, esculpidos a fuerza de corte de raíces y poda cuidadosa de ramas.

El segundo poema declara la primera intertextualidad antes de su inicio, cuando la voz lírica especifica con quién se solidariza en el canto: «Con Ernesto Cardenal». El primer verso lleva el contacto implícito con la prosa más radiante de Vida en el amor:


Aquel día bebí un sorbo de cielo

ya sé a lo que sabe el cielo—


¿Cómo será cuando apure la copa llena? (López-Baralt, 2014: 18)


Además de la alusión al final a la prosa cardenalina: «probar una segunda vez, un segundo más, una gota más, esa presencia», salta a la vista el intertexto bíblico en «apure la copa llena», que recuerda, recontextualizada, la desgarradora súplica de Jesús: «Padre mío, si esta copa no puede pasar de Mí sin que Yo la beba, hágase Tu voluntad» (Mt 26, 42). El séptimo poema carece de mención de los autores escamoteados y remite claramente al verso «a aquesta inmensa cítara aplicado» de la «Oda iii», de fray Luis de León (1957: 747), así como a «la música callada», séptima imagen visionaria del «Cántico espiritual», de san Juan de la Cruz (1982: 27):


La inmensa cítara de la noche

pulsa su música callada

con tenue hilo de estrella:


Tu amor me dejó

loca de melodía. (López-Baralt, 2014: 23)


Una cita con ligeras alteraciones del «Mémorial» de Blaise Pascal: «Dieu d’Abraham, Dieu d’Isaac, Dieu de Jacob, / non Dieu des philosophes et des savants, / Certitude, Certitude, Sentiment, Joix, Paix» (Tourneur, 1942, 19) sirve de epígrafe al décimo poema, que abre con una enumeración de símbolos usurpados tanto a místicos bona fide como a voces líricas de potente intuición mística, al estilo de Pablo Neruda y su «águila sideral» que inicia la más extasiante enumeración simbólica de la poesía hispanoamericana en la sección ix de «Alturas de Macchu Picchu» (1971: 96). Asimismo, la reelaboración de «el alto sitio de la aurora humana», que figura en la sección vii del mismo poema nerudiano (93), en boca de esta protaginista lírica se vuelca a «el claro lirio de la aurora». El conocido símbolo islámico de «la rosa infinita», atribuido a Allah, igual remite al poema “The Unending Rose” de Borges; «la danza de los astros» evoca las trádas de coros en las esferas o ángeles descritos en De Coelesti Hyerarchia de Dionisio Areopagita y, finalmente, «el séptimo castillo de la luz» arriba al término de las Moradas teresianas:



La fragancia del sol,

el águila sideral,

la rosa infinita,

el claro lirio de la aurora,

la danza de los astros,

el séptimo castillo de la luz:


la belleza Te evoca

pero no Te contiene.


Doy fe

porque Te he visto. (López-Baralt, 2014: 26)


Este diálogo gnoseológico con Pascal se repetirá en el vigesimoprimer poema por la mera ubicación céntrica y el uso de las versalitas en la frase «la luz», que coinciden con el «feu» privilegiadamente dispuesto en el «Mémorial»:

Iba nocturna por las islas umbrías

y, repente,



la luz



y el infinito reino del día. (López-Baralt, 2014: 37)


«Con fray Luis de León» y en reiterada sintonía con la primera lira de la «Oda iii», esta protagonista lírica entona el vigesimoctavo poema de factura sinestésica por el juego simultáneo de los sentidos visual, táctil y auditivo:


Luz no usada

aire sereno

y música extremada. (López-Baralt, 2014: 44)


Acto seguido, canta el vigesimonoveno poema, otra vez, «Con san Juan de la Cruz», aunque pergeña una recontextualización del final de la penúltima lira del «Cántico» mediante el desprendimiento visual del verbo sustituido por el antónimo dilatado, en disposición ideogramática:



Y la caballería

a vista de las aguas

a

í

d

n

e

c

s

a (López-Baralt, 2014: 45)


Todavía hay más: la habilidad de apropiación de voces ajenas para la composición del propio canto tampoco perdona los tonos excelsos de la lírica clásica de la literatura hispánica. El cuadragesimoctavo poema hubiera admitido el epígrafe «Con José Martí», a causa de la reescritura del famoso primer verso del poema xxxix de Versos sencillos: «Cultivo una rosa blanca» (Schulman, Picón Garfield, 1999: 24); la voz lírica lopebaraltina lo profiere sin rubor y como le apetece, a lo divino:

Cultivo un huerto de estrellas:

¡Si vieras cómo brilla bajo la luna! (López-Baralt, 2014: 64)


O «Con Gustavo Adolfo Bécquer» parece que el canto lopebaraltino también armoniza si se aprecia bien el nonagesimoctavo poema:

Silencio:



Tembló el Misterio. (López-Baralt, 2014: 117)


Tres versos de la rima x becqueriana salen al paso del lector competente: «la tierra se estremece alborozada» y «mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? / ¿Dime?... ¡Silencio!... ¡Es el amor que pasa!» (Bécquer, 1986: 411). Fuera de la concedida literalidad del «silencio» y del sugerente «temblor» en el «estremecimiento» de la tierra, el término «Misterio» resume la actitud mística que, por etimología, significa el cierre de ojos y labios ante lo misterioso.

Conviene concluir que el texto místico-testimonial disfruta de la mayor aceptación en cuanto a fiabilidad por el afán de conservar históricamente el rasgo más relevante de su discurso: la datación, en términos de tiempo y de espacio reales, del fenómeno extraordinario a fin de subrayar su autenticidad fáctica. De otra parte, el texto místico genuino que ha sido compuesto desde la intención estrictamente estética es el que responde al ejercicio de la reescritura literaria, puesto que puede partir de nociones derivadas de una experiencia específica o de una fenomenología totalizante que comprenda la sumatoria de un cúmulo de vivencias extraordinarias. Este es el caso de san Juan de la Cruz, de quien no se conserva una sola carta o un solo manuscrito autobiográfico en el cual haya narrado siquiera un éxtasis ni una sola visión —siendo estas, en particular, aborrecidas por él; aunque su prosa lo acredita con creces en la mística—, y cuya poesía obedece a modelos literarios como el Cantar de los Cantares —v. g., el «Cántico espiritual»—, o el de la Madre Castillo, verdadera maestra de intertextualidades bíblicas con propósito meridianamente artístico. Finalmente, el texto místico de diálogo gnoseológico puede aprovechar inter/intratextualidades, pero su centro gravitacional lo comporta un concepto crucial o una serie técnico-alegórica de la teología mística universal con que establece un fecundo diálogo. De nuevo, san Juan de la Cruz ejemplifica esta tercera categoría con su poesía de glosa dialogal-gnoseológica en torno a la nomenclatura privativa de la mystica theologica, al estilo de la «noche oscura», la «fuente», las «lámparas de fuego» o la «llama», etc., y Luce López-Baralt cierra filas en esta escuela con su único poemario Luz sobre luz.

Importa insistir en que, en defecto de un texto testimonial, la literatura mística de reescritura literaria y la dialogal-gnoseológica no comprometen necesariamente la interpretación del lector con el hecho místico en sí, puesto que hay textos que parten de la fe y la devoción más efervescentes o del goce estético per se en términos que rozan la sublimidad de la expresión mística. Todavía más: la fe y la devoción no son indispensables en lo que toca al fenómeno místico, vivencia repartida de manera equitativa entre los seres humanos más disímiles según el beneplácito de la Divinidad. Igual que el trigo y la cizaña en crecimiento, la literatura de corte devocional o la de goce estético suele confundirse con la de auténticos tonos místicos, sobre todo en el ámbito religioso. De hecho, el discurso místico-literario es de fácil imitación a autores que nunca experimentaron el fenómeno extraordinario, al estilo de la visión luminosa del empíreo en el canto xxiii del Paraíso, de Dante Alighieri; el goce estético que le produce el virtuosismo de Francisco Salinas a fray Luis de León y lo canta en la oda iii «A Francisco Salinas»; los diálogos imaginarios con la Divinidad en la prosa poética «Dios», de Kalil Gibrán; el vuelo lírico de Jorge Guillén en «Las doce en el reloj», su poema de mayor arrobo, y la muerte de los sentidos que describe la voz lírica de José Hierro en «Una tarde cualquiera» (Báez Rivera, 1999). ¿Qué decir de la voz lírica sorjuanina en total afasia ante la potente luminosidad esférica de la Sabiduría revelada en «El sueño»? La lista de ejemplos de este tipo parece interminable…








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1 Las presentes páginas amplían significativamente una comunicación homónima e inédita, leída en el vii Congresso Internacional de Literatura e Teologia “Teopoética, Mística e Poesia” de la Asociación Latinoamericana de Literatura y Teología (ALALITE), convocado en la Pontificia Universidade Católica de Brasil, Río de Janeiro, Brasil, el 25-27 de septiembre de 2018.

2 María Magdalena de Lorravaquio Muñoz, Libro en que se contiene la vida de Madre Magdalena, monja professa del Convento del Sr. S. Jeronimo de la Ciudad de México, hija de Domingo de Lorravaquio, y de Ysabel Muñoz, su legítima mujer, Ms. 1244, Nettie Lee Benson Latin American Collection, Biblioteca de la Universidad de Texas, Austin, s/f, fol. 1. Esta versión de 1650 es atribuida por Electa Arenal y Stacey Schlau (1989: 346) a su sobrino, Lic. Francisco de Lorravaquio. Para un comentario minucioso de las experiencias extraordinarias de esta monja jerónima novohispana, véase mi estudio (Báez Rivera, 2005: 90-201).

3 Sobre esta interpretación del fenómeno espiritual y la identificación de Cardenal como místico, véase también a Sylma García González (2012), que no comparto.

Emilio Báez Rivera

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