Itinerantes. Revista de Historia y Religión 21 (ene-jun 2025) 50-70
https://doi.org/10.53439/revitin.2025.1.03
El Sagrado Corazón, entre la espera apocalíptica y la construcción del reinado social de Cristo (Argentina, 1870-1890)1
The Sacred Heart, between the Apocalyptic Expectation and the Construction of the Social Reign of Christ (Argentina, 1870-1890)
Roberto Di Stefano
Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”/Conicet
https://orcid.org/0000-0001-8729-6921
Resumen
Aunque en la actual Argentina la devoción al Sagrado Corazón logró cierto arraigo en el siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX, su mayor difusión se verificó a partir de la década de 1870. Ciertos hechos de alto impacto a nivel mundial -como la caída de Roma en poder del Reino de Italia (1870)- y otros de orden local -como la epidemia de fiebre amarilla (1871) o el incendio del Colegio del Salvador (1875)- alentaron su desarrollo, asociado a la idea de que el mundo asistía a sus últimos tiempos y era inminente una intervención sobrenatural que restauraría la sociedad cristiana. Este artículo rastrea testimonios que dan cuenta de esas expectativas, así como la posterior transformación de la idea de reinado social de Cristo a la luz de una lectura más optimista de las posibilidades de los católicos de revertir el proceso de secularización.
Palabras clave: Sagrado Corazón, apocalipsis, catolicismo social, Argentina.
Abstract
Although in present-day Argentina devotion to the Sacred Heart gained some roots in the 18th century and in the first half of the 19th century, its greatest diffusion was verified from the 1870s onwards. Certain events of high impact worldwide - such as the fall of Rome into the power of the Kingdom of Italy (1870) - and others of a local order - such as the yellow fever epidemic (1871) or the fire of the Colegio del Salvador (1875) - encouraged its development, associated with the idea of that the world was witnessing its last days and a supernatural intervention was imminent that would reestablish Christian society. The article traces testimonies that account for these expectations, as well as the subsequent transformation of the idea of the social reign of Christ in light of a more optimistic reading of the possibilities of Catholics to reverse the process of secularization.
Keywords: Sacred Heart, apocalypse, social catholilcism, Argentina.
Fecha de envío: 5 de febrero de 2025
Fecha de aceptación: 17 de junio de 2025
Entre 1870 y 1890 el catolicismo se enfrentó a variados enemigos que cuestionaban el lugar que la religión y la Iglesia habían ocupado tradicionalmente en la vida colectiva (Clark y Kaiser, 2003). En esos años turbulentos, además, no faltaron guerras internacionales, como la franco-prusiana, ni agitaciones revolucionarias, como la Comuna de París. La gran depresión de 1873-1896 agudizó los conflictos sociales, alentó la competencia imperialista y, con ella, la carrera armamentista. Frente a ese panorama, en el seno de la Iglesia Católica proliferaron las lecturas apocalípticas, asociadas a menudo a la esperanza en un “triunfo de la Iglesia” que precedería al evento parusíaco. La expresión “reinado social de Jesucristo”, destinada a alcanzar amplísimo arraigo en el mundo católico intransigente de los siglos XIX y XX, surgió y se afirmó en este período como expresión de la voluntad de revertir el proceso de secularización y extender la soberanía de Cristo -y de la Iglesia- sobre individuos, familias y naciones. En estrecha relación con esas expectativas apocalípticas y con el rápido arraigo de la idea del “reinado social”, el culto del Sagrado Corazón -junto a otras devociones- cobró también amplia difusión y experimentó una fuerte politización en clave antimoderna (Menozzi, 1997a).
En este artículo intentaré mostrar las vías por las que el culto del Sagrado Corazón se articuló en Argentina con la idea de la restauración de la sociedad cristiana y con las lecturas escatológicas de los hechos que agitaron al mundo y al país entre 1870 y 1890. Al primer parágrafo, dedicado en general a los vínculos entre el Sagrado Corazón, las lecturas apocalípticas y el anhelo de la restauración del “reinado social de Cristo”, siguen dos secciones sobre el proceso argentino, una centrada en la primera mitad de la década de 1870 y la otra en 1889, año clave para el desarrollo del culto corazonista y preludio de la Revolución de 1890.
Sagrado Corazón, apocalipsis y reinado social de Cristo
El culto moderno del Sagrado Corazón dio sus primeros pasos en el siglo XVII, con las revelaciones que dijo haber recibido del propio Jesucristo la religiosa de la Visitación Marguerite-Marie Alacoque en 1675 y 1689. Desde entonces la devoción ganó rápida difusión, a pesar de las resistencias que encontró en la propia Iglesia Católica -especialmente en medios ilustrados y jansenistas- y gracias al auspicio que le prodigó la Compañía de Jesús.2 Alcanzó su mayor desarrollo, sin embargo, en tiempos del pontificado de Pío IX y en ámbitos católicos adversos a los principios políticos y sociales de las revoluciones norteamericana y francesa.
Según sus divulgadores -que en el siglo XIX siguieron siendo principalmente los jesuitas y el influyente Apostolado de la Oración, creado por iniciativa de la Compañía en 1844-, las primeras revelaciones que había recibido Alacoque en 1675 habían tenido como destinataria a la Iglesia y como blanco al jansenismo, mientras que las de 1689 contenían un mensaje de carácter político. En una de las apariciones tardías, Jesús le habría confiado a la religiosa un mensaje dirigido a Luis XIV en el que exhortaba al monarca a consagrarle su persona y su reino. Vista desde el siglo XIX, la negligencia del soberano habría provocado, exactamente un siglo después, la calamidad de la Revolución francesa, que había decapitado a Luis XVI y desmantelado la sociedad cristiana. Así, la incuria del rey francés -símbolo de la desafección del mundo moderno hacia la religión- había atraído la ira divina no sólo sobre su familia y su reino, sino sobre todo el mundo cristiano.
No obstante, la infinita misericordia de Dios seguía ofreciendo a individuos, familias y naciones la posibilidad de hacer penitencia y desagraviar a Jesús mediante actos de consagración al divino amor del Sagrado Corazón. Su reinado pondría punto final a la rebelión de quienes, a lo largo de toda la historia, habían hecho suya la fatídica sentencia de la parábola evangélica: “nolumus hunc regnare super nos” (“No queremos que éste reine sobre nosotros”, Lc 19,14). En el último cuarto del siglo XIX, expresiones como “reinado del Sagrado Corazón” o “reinado social de Jesucristo” fueron asociadas a la anhelada restauración de la sociedad cristiana. Fue al parecer el jesuita Henri Ramière quien acuñó la expresión “reinado social”, destinada a lograr fuerte arraigo en la cultura católica intransigente. Cristo tenía derecho a reinar no sólo sobre los individuos, sino también sobre las familias -célula básica de la sociedad- y sobre el entero consorcio humano. Restaurar los principios, valores y leyes de la sociedad cristiana equivalía a reconstruir el “reinado social de Cristo” que la modernidad había demolido.3 No se trataba, sin embargo, de una restauración de la sociedad medieval idealizada, sino de un “reino” de alcance universal y por ello sin precedentes en el pasado (Menozzi, 1997a:161).
El siglo XIX fue, además, un período atravesado por fuertes expectativas apocalípticas.4 En ambas márgenes del Atlántico, las revoluciones dieciochescas y sus derivaciones políticas fueron leídas como signos de los tiempos que anunciaban el fin. Obras como la del ex jesuita chileno Manuel Lacunza alentaron interpretaciones históricas que consideraban inminente el advenimiento del milenio, el lapso de mil años durante los cuales Jesucristo y los santos gobernarían el mundo antes de la parusía y el juicio final. En las décadas de 1860 y 1870, signadas por acontecimientos traumáticos para la Iglesia, sobre todo por el fin del poder temporal de los papas, esas lecturas apocalípticas proliferaron. La caída de Roma en poder del Reino de Italia fue interpretada por muchos católicos, empezando por el mismo Pío IX, como una manifestación de la ira divina, que los creyentes debían aplacar por medio de la penitencia, y como una señal de que el mundo corría vertiginosamente hacia el fin (Camaiani, 2018:60).5
Según el sacerdote oratoriano Louis Lescœur, dos perspectivas apocalípticas, de antiquísimos orígenes, convivían en el seno del catolicismo a mediados del siglo XIX. Una, fuertemente pesimista, proponía la fuga mundi, el refugio en la penitencia y la oración a la espera del inminente desencadenamiento del fin. La otra postulaba -o al menos no descartaba- la idea de un período de prosperidad para la Iglesia antes del evento apocalíptico. Lescœur denominaba a la primera “l’école de la fin du monde” y definía a la segunda como “celle qui croit au progres du royaume de Dieu et au triomphe, relatif bien entendu, mais plus grand que le monde ne l’a jamais connu, de l’Église de Jésus-Christ sur la terre” (Lescœur, 1868:274-275). La corriente “pesimista” tomaba como referencia la obra del español Juan Donoso Cortés, mientras en la “optimista” es dable detectar la influencia del Joseph de Maistre de Las veladas de San Petersburgo. Aunque esas dos perspectivas convivieron en el catolicismo antes y después del siglo XIX, en las décadas de 1860 y 1870 hubo un progresivo -y crucial- predominio de la visión “optimista” por sobre la “pesimista” (Menozzi, 1995:98-105; Menozzi, 1997a:161-162). El jesuita Ramière afirmaba que De Maistre “creyó siempre en un triunfo magnífico para la Iglesia de Jesucristo, como resultado de la crisis terrible por que pasa la sociedad moderna. Es que en el seno de ese caos producido por los errores y las pasiones del hombre veía la acción del espíritu creador” (Ramière, 1951 [1870]).6
La consolidación de la corriente “optimista” abrió nuevos horizontes al compromiso social y político de los católicos. Fue decisiva, por ejemplo, para el surgimiento del laicado, entendido no ya como el mero conjunto informe de los seglares -como en los regímenes de unanimidad religiosa-, sino como un actor religioso, social y político comprometido con la restauración de la sociedad cristiana. El laicado, en efecto, surgió al calor de la lucha contra la secularización social y cultural y a la sombra de los debates, crecientemente encendidos, en torno a la laicidad del Estado moderno. Un laicado impulsor de una pluralidad de iniciativas -organizaciones sociales y devotas, periódicos, partidos- nació de la creciente diferenciación de esferas y de la pluralización ideológica, cultural y religiosa. La conformación del laicado se relacionó de manera directa con la posibilidad de pensar el Reino de Dios no ya como fruto de una pura intervención sobrenatural, sino como el resultado de una acción divina que no excluía, e incluso requería, el compromiso y la acción de los cristianos en el orden temporal. Es en esa corriente más optimista del devenir histórico que se inscribe la expresión “reinado social de Jesucristo”, acuñada por Ramière y destinada a transformarse en piedra angular de los discursos del catolicismo social y -en particular- de la Acción Católica del siglo XX.
Esa idea de un triunfo de la Iglesia previo a los acontecimientos parusíacos se advierte en las nuevas connotaciones que adquirieron antiguas devociones, entre ellas la de la Inmaculada Concepción de María. En la bula Ineffabilis Deus, que proclamó el dogma en 1854, Pío IX declaró su confianza en que María
…hará con su valiosísimo patrocinio que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor (Pío IX, 1954 [1854]: 192).
La antigua profecía del único redil reunido en torno al único pastor, de un reinado de la Iglesia en toda la tierra antes de la llegada del fin, expresaba las expectativas de muchos católicos en una acción humana –“social”- que pudiese acelerar la intervención providencial. Al “nolumus hunc regnare super nos” de los impíos, los católicos oponían el “Oportet illum regnare” (“Es necesario que Él reine”, 1 Cor 15, 25). Las tribulaciones que padecía la Iglesia, sobre todo a partir de 1870, podían ser interpretadas como signos que anunciaban el próximo triunfo de la religión. La apostasía del mundo y el triunfo final de Cristo y de su Iglesia habían sido profetizados: los reyes de la tierra se sublevarían, los príncipes se aliarían en contra de Yahveh y su Ungido (Sal 2, 2-3), pero Cristo se sentaría a la derecha de Dios hasta que sus enemigos quedasen reducidos a estrado de sus pies (Sal 110, 1).
Así, el triunfo del Sagrado Corazón equivalía a la restauración del “reinado social de Jesucristo”. A diferencia de los reyes mundanos, Cristo ejercía su gobierno no mediante la fuerza, sino mediante el amor: era “…un rey que reinaba por su debilidad misma, que se hace adorar en medio de sus oprobios, y cuyo reino, que no es de este mundo, triunfaba desde entonces del orgullo del mundo, no por la fuerza de los combates, sino por la paciencia y la humildad de sus sufrimientos” (Raulica, 1859:393). Cristo reinaba por el amor de su Sagrado Corazón. Para Henri Ramière, padre de la expresión “reinado social”, la devoción del Sagrado Corazón era el primer deber de los fieles comprometidos con la misión de volver a poner el mundo bajo la soberanía de Cristo, así como un vehículo privilegiado a través del cual la gran masa de los creyentes, en su mayor parte analfabeta, podría asimilar la perspectiva intransigente contraria a los principios de 1789. En su interpretación de las revelaciones de Paray-le-Monial, la difusión de la devoción del Sagrado Corazón conllevaba la realización del reinado social de Cristo (Menozzi, 1997a:162-164). Ramière afirmaba que “la soberanía social [era] inseparable de la misión de[l] Salvador” (Ramière, 1951 [1870]:49). De tal manera, el culto corazonista quedaba indisolublemente ligado a la figura de Cristo Rey, cuya festividad litúrgica sería establecida por Pío XI en 1925 con la encíclica Quas primas.
Argentina: la primera crisis (1870-1875)
Como en el resto del mundo católico, la devoción del Sagrado Corazón era antigua en las ciudades argentinas. Numerosos testimonios nos hablan de su arraigo en el siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX (Lida, 2004). Sin embargo, y también como en todos lados, su mayor difusión se verificó a partir de la década de 1870, en concomitancia con importantes acontecimientos locales y mundiales que sacudieron la conciencia católica.
A nivel global destacan los fuertes debates que acompañaron el desarrollo del Concilio Vaticano y que se exacerbaron a partir la definición de la infalibilidad papal ex cathedra, a los que siguió la inmediata caída de Roma en poder del Reino de Italia. A todo ello se sumaron el kulturkampf en Alemania, la “cuestión religiosa” en Brasil y el asesinato de Gabriel García Moreno -el “presidente del Sagrado Corazón”- en agosto de 1875. Tampoco faltaron traumáticos hechos domésticos. En el verano de 1871 la fiebre amarilla asoló a Buenos Aires con un grado de devastación que nunca antes había alcanzado una epidemia. Además, a partir de 1873 el país sufrió los coletazos de la crisis económica europea, que se tradujeron en el cierre de numerosos lugares de trabajo y en el consecuente aumento de la desocupación, en el incremento del costo de vida a causa de la caída de las importaciones y en una reversión del flujo inmigratorio. Todavía en 1876-1877 eran palpables las secuelas de la crisis, como dejan ver las obras que se ocuparon de ella (Chiaramonte, 1971; Panettieri, 1984; Marichal, 2023). Los debates político-religiosos locales se agudizaron también. La Asamblea Constituyente de Buenos Aires (1870-1873) debatió por primera vez una propuesta concreta de separación de la Iglesia y el Estado (Di Stefano, 2017: 324-326). Pero fue sobre todo el violentísimo saqueo e incendio del Colegio del Salvador durante el motín anticlerical del 28 de febrero de 1875 lo que conmocionó la conciencia creyente. Todo ello contribuyó a fortalecer la corriente católica más adversa al liberalismo: es sugestivo el hecho de que en esos años José Manuel Estrada haya abandonado las posturas católico-liberales, incluida su defensa de la separación jurídica de la Iglesia y el Estado, para abrazar las más intransigentes.
Dados esos acontecimientos globales y locales, es comprensible que en la primera mitad de la década de 1870 los católicos argentinos tuvieran motivos para pensar que estaban asistiendo a la “gran apostasía” y a la persecución de la Iglesia profetizadas en las cartas evangélicas (2 Tes 2, 3; 1 Tim 4, 1; 2 Tim 4, 3-4) y en el libro del Apocalipsis. Eran evidentes los progresos del “espíritu de impiedad” y la silenciosa manifestación del “misterio de iniquidad” anunciado por las Escrituras. No se trataba sólo de los ataques de los enemigos de Dios, sino también -y antes que nada- de la tibieza, la frivolidad y los sacrilegios que, a sabiendas o no, cometían los mismos creyentes, como subrayaba en dos sermones de 1880 fray Mamerto Esquiú (Esquiú, 1883a y 1883b). En no pocos testimonios es explícita -o se advierte entre líneas- la esperanza de una intervención sobrenatural, tal vez inminente, que pondría fin a la historia, o de una restauración de la sociedad cristiana previamente a la última batalla y al juicio final. Con sus particularidades locales, la expansión en Argentina del culto del Sagrado Corazón fue una respuesta a ese momento traumático para la conciencia creyente. Como en el resto del mundo católico, en su difusión jugaron un papel decisivo la Compañía de Jesús y el Apostolado de la Oración (Zampar, 2022). Veamos los hechos y los testimonios con mayor detenimiento.
La epidemia de fiebre amarilla que golpeó a Buenos Aires unos meses después de los hechos de Porta Pia evocó las profecías del fin hasta en un hombre tan poco vinculado a la Iglesia como Paul Groussac, quien para hablar del clima que vivía la urbe en ese tórrido verano de 1871 apeló a uno de los discursos apocalípticos de Jesús: “Eran en verdad los días de abominación y desolación predichos por el profeta, ‘en los cuales, si no se abreviaran, ninguna carne fuera salvada: nom [sic] fieret salva omnis caro…” (Groussac, 1939: 54).7 La idea de que la peste era para Buenos Aires un castigo divino, como lo era para la Iglesia universal la caída de Roma, se advierte también en una oración escrita que fue distribuida a la salida de los templos durante los días de la epidemia. En ella se impetraba la intercesión mariana para que Dios: “…ordene al Ángel ministro de su justa indignación, que hemos nosotros provocado con nuestras muchas culpas, que vuelva a la vaina la espada fulminante que tiene desenvainada para nuestro exterminio…” (García Cuerva, 2003: 130-131).
Las “persecuciones” que sufría la Iglesia Católica eran tan crueles como las que habían obligado a los cristianos a refugiarse en las catacumbas. En 1874 El Católico Argentino presentaba el panorama mundial en los siguientes términos:
La Iglesia es perseguida y lo es por todas partes. En Prusia, un ministro prepotente y orgulloso, émulo de las glorias de los Emperadores Romanos, renueva en pleno siglo XIX la brutal política de aquellos en los comienzos del cristianismo: la Suiza continua con furor la obra de espoliacion que ha principiado; la Revolucion italiana prosigue sus maquinaciones; el Austria abreva [sic] de amargura los ultimos dias del Venerable Pio IX con sus leyes confesionales; la Rusia quiere borrar de la infeliz Polonia hasta la huella del catolicismo; España… ¡tendamos un velo sobre la pobre España! el Brasil encarcela Obispos; Méjico no tolera que los sacerdotes vistan su traje… la persecucion es universal. Todos estos gobiernos, dirigidos por las sociedades secretas, no ocultan ya sus designios. La Masoneria acaba de tener en Roma sus grandes reuniones.8
Con todo, agregaba el autor de la nota, no faltaban motivos para la esperanza. La venda con que el liberalismo había enceguecido a los pueblos comenzaba a caer, las tinieblas empezaban a disiparse. Desengañadas e inspiradas por “un soplo de vida” de origen divino, “las gentes despiertan al fin de su letargo como tocadas por un mágico resorte, y se agitan y se mueven y piden á voz en grito la restauracion del reino social de Nuestro Señor Jesucristo”.9 En respuesta a la “mirada propicia” con que Dios bendecía a la humanidad, la piedad personal debía abarcar todas las manifestaciones de la vida, incluida la política: “Seamos cristianos, pero seámoslo en todas las condiciones de nuestra vida, y sobre todo y de una manera muy principal en la vida pública, á fin de que el Estado [a] su vez lo sea tambien”.10 Dos meses antes, el arzobispo de Buenos Aires León Federico Aneiros, en una carta pastoral sobre el culto del Sagrado Corazón, había afirmado que los católicos tenían buenos motivos para conservar intacta la esperanza, aun en los difíciles momentos que vivía la Iglesia, ya que “…por la devocion al Sagrado Corazon de Jesús, se va preparando el triunfo de la Iglesia por todo el mundo”.11
La percepción de que la historia se encontraba en sus postrimerías apocalípticas no excluía la idea de una posible restauración de la sociedad cristiana sobre las ruinas del mundo desquiciado por la impiedad. La devoción por el Sagrado Corazón vehiculizaba la acción penitencial, en desagravio por las propias faltas y por los pecados del mundo moderno, y a la vez el anhelo de que Cristo volviese a ejercer su soberanía sobre las naciones cristianas. En enero de 1875 El Católico Argentino reproducía la carta de adhesión del arzobispo de Buenos Aires a la iniciativa, promovida por el Apostolado de la oración a través del arzobispo de Toulouse, de consagrar la Iglesia universal al Sagrado Corazón. Allí el prelado se sumaba al deseo de
…que por la oracion unánime de toda la Iglesia se derramen en la sociedad cristiana, sumergida en un diluvio de males, las abundantes gracias prometidas por el Divino Salvador á los devotos de su Sagrado Corazon. Y si tan abiertamente se excita en estos pésimos dias la ira de Dios contra los insensatos é ingratos hijos de los hombres, que sea el Corazon de Jesús refugio para los que no han de perecer en el diluvio. Abrase en el costado de aquella arca la puerta de salud, y anímese á los hombres próximos á perecer, para que se refugien allí, y seguros descansen, hasta que, salvos de la tempestad, puedan llegar al monte de Dios y al puerto de la bienaventuranza eterna.12
El Sagrado Corazón era, entonces, la nueva arca de salvación prefigurada en el arca de Noé. La metáfora del diluvio remite nuevamente al discurso apocalíptico de Jesús en el capítulo 24 del Evangelio de Mateo:
Como en los tiempos de Noé, así será la venida del hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio comían, bebían y se casaban ellos y ellas, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los barrió a todos, así sucederá cuando venga el hijo del hombre (Mt 24, 37-39).
Quienes saquearon e incendiaron el Colegio del Salvador durante el motín anticlerical que estalló en Buenos Aires un mes más tarde tenían clarísimo que el Sagrado Corazón era una pieza clave del universo mental y espiritual de sus enemigos “ultramontanos”: el arzobispo, los jesuitas y en general el catolicismo intransigente.13 Lo expresaron mediante la particular saña con que atacaron sus imágenes. Según un testigo de los hechos,
…el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en un extremo de dicho comedor [del colegio], lo colgaron de los hierros de una ventana y con impiedad inaudita y crueldad satánica lo apedrearon hasta hacerlo añicos (Francolí: 1925:187).
Después de lo cual, tras entrar en la capilla,
Un gran cuadro de Jesús, de estatura natural, orando en el huerto, tiene dos grandes tajos muy prolongados en el rostro, y una enorme puñalada al lado del corazón. De igual modo se ensañaron en el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, a cuyo altar prendieron fuego… (Francolí: 1925:206).
Nunca antes se había producido en la Argentina un estallido anticlerical de semejante violencia, y no por casualidad el Sagrado Corazón fue elegido como blanco predilecto de la furia colectiva.
El vínculo entre las calamidades que padecía la Iglesia y la esperanza de una cercana restauración de la sociedad cristiana -que podría quizás ser fruto de una intervención sobrenatural- se advierte nuevamente en un artículo de El Católico Argentino aparecido en mayo y significativamente dedicado al Sagrado Corazón y al papa. Allí el periódico observaba la inédita duración del pontificado de Pío IX, que estaba a punto de comenzar su trigésimo año, y la interpretaba como
una solemne prenda que la misericordia divina nos dá del próximo triunfo del Papado, aun por vias milagrosas, pues en el órden natural apenas se esplica esta feliz longevidad de nuestro Santo Padre en medio de tantos y tan prolongados contratiempos y aflicciones.14
Los hechos mostraban que la historia estaba entrando en su fase final. Tras el incendio del Colegio del Salvador los católicos ya no podían pensar que Buenos Aires estaba libre del fuego de la Comuna, como había observado con excesivo optimismo el arzobispo en 1874 en su carta pastoral sobre el Sagrado Corazón. Con los ataques del 28 de febrero “el fuego de la Comune tambien ha iluminado á Buenos Aires” y hasta se ha “pisoteado Aquel Dios, ante quien todo católico rinde su corazon, doblega su rodilla y dirige sus ruegos”.15 No por nada “Santa Gertrudis, que vivió muchos siglos ha, profetizó que Dios habia reservado la devocion al Sagrado Corazon de Jesus para encender la caridad en los últimos tiempos. El mundo ya está viejo, y mas que viejo, decrépito”.16
Por otra parte, argumentaba el periódico, no era casual que el extenso reinado de Pío IX hubiese abarcado la conmemoración de dos momentos importantes de la historia del culto del Sagrado Corazón: su aprobación por parte de Clemente XIII en 1765 y las revelaciones a Margarita María Alacoque en 1675. Por las múltiples iniciativas que había tomado a favor de la difusión del culto corazonista, Pío IX era “el Pontífice segun el Corazon de Jesus, y de él se verifica aquello que el señor dijo en el libro primero de los Reyes capítulo 2° ‘Yo me crearé un sacerdote fiel; el cual será segun mi corazon y segun mi alma’”.17
Todo ello adquiría su cabal significado a la luz de los recientes acontecimientos y de las antiguas profecías. El pasaje citado -que en realidad no pertenece al primer libro de los Reyes, sino al primero de Samuel (1 Sam 2, 35)- refiere la vocación del profeta como sacerdote de Yahvé en lugar de los hijos de Helí, que habían corrompido el ejercicio del ministerio. Muertos los hijos de Helí por mano de los filisteos, Samuel lleva a los israelitas a la victoria contra sus enemigos. La clave de la victoria es por supuesto la fidelidad a Yahveh: “Entonces Samuel habló así a toda la casa de Israel: ‘Si os volvéis a Yahveh con todo vuestro corazón, quitad de en medio de vosotros los dioses extranjeros y las Astartés, fijad vuestro corazón en Yahveh y servidle a él solo y entonces él os librará de la mano de los filisteos’. Los israelitas quitaron los Baales y las Astartés y sirvieron sólo a Yahveh” (1 Sam 7, 3-4). Samuel es el sacerdote-profeta que guía a los israelitas a la victoria y que, a pesar de la renuencia de Yahveh, instaura a pedido del pueblo la monarquía. Samuel personificaba al buen sacerdote que purificaba el santuario de los ministros corruptos, y a la vez al profeta por medio del cual Dios gobernaba a su pueblo. Toda una imagen del papel rector que la Iglesia aspiraba a ejercer en el “reinado social de Cristo”.
Argentina: la segunda crisis (1889-1890)
En la década de 1880 el vínculo entre el Sagrado Corazón, la tensión apocalíptica y la idea de reinado social de Jesucristo se reforzó a causa de las polémicas que concitaron las llamadas “leyes laicas”. Las actas de la Primera Asamblea de los Católicos Argentinos, que se reunió en 1884 para organizar la resistencia al “laicismo”, son elocuentes al respecto: tras consagrar sus sesiones al Sagrado Corazón, los participantes afirmaron reiteradamente su propósito de restaurar el reinado social de Jesucristo y aludieron con claridad al fin de los tiempos.
Para José Manuel Estrada, presidente a la vez de la Unión Católica y de la Asamblea, la historia humana no era sino una sucesión de “encarnaciones del despotismo con[tra] los representantes del Dios de la justicia”. Ese “despotismo” antiguo y siempre renovado negaba la soberanía de Cristo, que era a la vez soberanía de la Iglesia, “investida de un poder sobre las almas y sobre los Estados, mas sublime que todas las soberanias sublevadas al presente, como en los dias mesiánicos, contra el Señor y contra su Cristo”.18 Por eso, de todos los títulos que las Escrituras conferían a Cristo, ninguno más que el de rey aborrecían el mundo y “la Sinagoga reprobada”.19 Tras las huellas de los emperadores romanos, los liberales perseguían al cristianismo intentando encerrarlo “en el misterioso silencio de los hogares ó de la conciencia”, mientras reclamaban para sí la adoración de los pueblos y el monopolio de la soberanía. De ese modo, el liberalismo hacía suya la declaración de los jefes de los sacerdotes ante Pilato: “no tenemos más rey que el César” (Jn 19, 15). En el discurso de Estrada tampoco faltan los tópicos apocalípticos, como la referencia a la sublevación de las naciones contra Dios -la gran apostasía- y a la segunda venida de Cristo (la alusión a los “tiempos mesiánicos”). Los católicos debían luchar por la instauración del reinado de Jesucristo esperando, como esperaba el papa prisionero en el Vaticano, “la hora de la providencia”.20 Más explícito fue Carlos Novillo Cáceres, quien identificó a la masonería con “la feroz hidra, esa gran béstia del Apocalipsis, mónstruo de cien cabezas, de que inspiradamente nos habla el estático de Padmos” y con “la individualidad colectiva, señalada de antemano con los distintivos terribles del verdadero ante-Cristo”.21
Las frecuentes comparaciones que siguiendo a autores de referencia en la época establecían los católicos argentinos entre el sistema político “liberal” y el imperio romano ilustran elocuentemente el modo en que leían su momento histórico.22 Centralismo, despotismo, paganismo, persecución de la Iglesia, sometimiento de la mujer y decadencia moral eran sus rasgos comunes. Para el cabildo eclesiástico de Paraná los católicos de 1884 debían “hacer triunfar los principios sanos y benéficos, que salvaron el mundo de la barbarie y el paganismo”.23 Para Francisco Pizarro, la civilización sólo podía ser cristiana o “gentil ó pagana”, por lo que los católicos se enfrentaban a “la política pagana del liberalismo invasor”.24 Para Juan M. Garro la alternativa era catolicismo o paganismo liberal: “Hoy es la escuela laica y la destitucion y enjuiciamiento de los prelados, mañana será el matrimonio civil, en seguida el divorcio, despues la secularizacion de los cementerios, y en último término la separacion completa de la Iglesia y del Estado bajo la fórmula revolucionaria de Cavour: es decir, la paganizacion de la sociedad”.25
El nuevo paganismo conducía necesariamente a la decadencia de la civilización y a su debilitamiento frente a los nuevos bárbaros: el socialismo y el anarquismo. El imperio romano, afirmaba en una carta pastoral del 20 de mayo de 1891 el arzobispo Aneiros citando a Edward Gibbon y a Gioacchino Ventura di Raulica, se había desmoronado por la decadencia de las costumbres y por la erosión de la religión por parte de la filosofía, que había contado con el consentimiento de los emperadores (Carbia, 1905: 174). La cita de Raulica es interesante, además, porque el teatino insistía en la incompatibilidad entre el sistema de gobierno cristiano y el “centralismo pagano” que, inspirado en el panteísmo, ahogaba las libertades de las familias, los municipios y las provincias (Raulica, 1859: 468-476). Los católicos de la época no podían dejar de pensar en el régimen centralizador del “unicato”. La moraleja de la comparación del liberalismo y el paganismo antiguo era que el rescate de la civilización -en el siglo XIX como en el V- sólo podía ser obra de la providencia y de la Iglesia.
El clímax de la asociación de la devoción corazonista con la prédica antimoderna y las expectativas apocalípticas se verificó a mediados de 1889, cuando coincidieron el mes del Sagrado Corazón, el bicentenario del “mensaje político” a Luis XIV y el primer centenario de la Revolución francesa. El contexto general era preocupante para los católicos, que percibían una agudización de las invectivas anticlericales en todo el mundo. El Anticristo arremetía contra la Iglesia con renovada ferocidad. El 9 de junio se inauguraba, con toda pompa y con multitudinaria participación masónica y librepensadora, el monumento a Giordano Bruno en Roma, mientras las condiciones en que transcurría la vida prisionera de León XIII eran cada vez más penosas.26 Como respuesta, el Apostolado de la Oración de Salta organizó funciones públicas por “el triunfo de la Iglesia y la libertad de su Cabeza y al mismo tiempo [para] desagraviar a su Majestad por todos los crímenes que ha presenciado la ciudad de Roma, con motivo de la creación del monumento al apóstata Jordano Bruno”.27
Mientras tanto, la situación política y económica argentina se deterioraba día a día: la crisis financiera se agravaba al ritmo de la depreciación de la moneda, al tiempo que se multiplicaban las acusaciones de corrupción y de autoritarismo contra el gobierno de Miguel Juárez Celman. Los católicos tenían motivos adicionales de descontento: la sanción de la ley de matrimonio civil se había sumado a las de educación común y registro civil de cuatro años antes, con lo que el camino de la laicización parecía haber alcanzado un punto sin retorno. No podía descartarse que llegase a la separación jurídica de la Iglesia y el Estado. Los artículos contra el matrimonio civil eran el pan de cada día de la prensa confesional.28
Desde el punto de vista católico, todos esos problemas estaban relacionados. Si el país corría el riesgo de convertirse en escenario de graves convulsiones sociales, la carestía y la indiferencia de los ricos no eran su causa real, sino apenas manifestaciones de una crisis moral que la política antirreligiosa del gobierno contribuía a profundizar.29 La crisis financiera y política en ciernes no hacía sino confirmar que el “nolumus hunc regnare super nos” de los laicistas, la “gran apostasía” moderna, estaba conduciendo al país al desastre. Los testimonios de ese diagnóstico y del único remedio posible son innumerables en 1889-1890, por los que me limitaré a evocar algunos.
Tenemos, por un lado, la creciente centralidad del Sagrado Corazón, al que el arzobispado no trepidaba en reservar un lugar primordial en la doctrina y en la vida elcesiástica. Según La voz de la Iglesia, “así como no se puede llegar al Padre sino por medio de su Hijo […] así tambien [desde 1689] no se podría llegar al Hijo sino dirigiéndose al amor infinito de su divino Corazón”.30 El Sagrado Corazón era la mediación primordial entre el creyente y Dios. Su culto era ante todo una práctica de desagravio a Cristo, ofendido por los ultrajes que sufriera durante la Pasión y por las innumerables faltas con que la humanidad lo injuriaba cotidianamente. Una archicofradía denominada “Guardia de Honor”, orientada a la santificación personal y a la reparación de esos agravios, garantizaba turnos de oración y penitencia, desde el alba hasta la noche, todos los días del año. El arzobispo Aneiros se sumó a ella en 1889, tras las huellas de Pío IX y León XIII.31 El Sagrado Corazón era, por otra parte, el modelo al que el corazón del creyente se debía amoldar. A causa del pecado original, poco de bueno había en el corazón humano.32 El egoísmo, que constituía su núcleo, era la fuente del orgullo, de la “ambicion insensata”, de la ira, de las pasiones materiales y del afán desordenado de deleites mundanos, así como la causa “de tantos crímenes y males”.33 Dada la centralidad que le otorgó la Iglesia, no era de extrañar que los anticlericales más radicales -como los de 1875- condenasen la doctrina y las prácticas corazonistas como fanáticas, blasfemas e idólatras, renovando así una tradición que hundía sus raíces en el siglo XVIII.34
Por otra parte, era claro que el país sólo podía revertir su creciente decadencia reconociendo la soberanía de Cristo y de la Iglesia. En su primera carta pastoral colectiva, publicada a fines de febrero de 1889, los obispos afirmaron el derecho de la Iglesia a reinar sobre todas las naciones, tanto en las instituciones públicas como en las costumbres privadas, en virtud de la soberanía de Cristo.35 Ese derecho, decían los prelados, se veía obstaculizado y aun negado por el liberalismo imperante en la sociedad moderna, de la que parecía haberse apoderado “el espíritu inmundo” escatológico. Si el reino social de Jesucristo perdía día a día su eficacia regeneradora en el país, era porque “…la Iglesia en quien se encarna y por cuyo órgano se propaga y conserva, no goza de aquel prestigio que le corresponde para influir en las instituciones públicas y privadas, a causa de la conjuración general de los grandes de la tierra contra ella y su Cristo, con el fin de limitar su soberana autoridad, manteniéndola esclava del poder temporal…”. La única alternativa a la perdición completa era la restauración en la sociedad argentina de la plena soberanía de Cristo y de la Iglesia.
Uno de los medios era la consagración de las familias al Sagrado Corazón, práctica que había comenzado a difundirse en 1875 y que cobró renovado impulso.36 La consagración era un arma eficaz para combatir la apostasía que “aun entre nosotros se palpa”.37 La conversión de la sociedad se hallaba cerca, pero no sería inmediata, por lo que convenía acelerarla por medio de la consagración de las familias.38 El 17 de junio La Voz de la Iglesia informaba que recorrían “las calles de Buenos Aires, muchos discípulos y devotos de Margarita [Marguerite Marie Alacoque] aconsejando y pidiendo se suscriban las familias y [se] consagren al Sagrado Corazon de Jesus, para mandar estas listas á Paray-le-Monial en memoria de aquel dia y en testimonio de buena voluntad cristiana y devocion á Jesus”.39 El 26 de junio Aneiros publicaba una nueva carta pastoral sobre la consagración de las familias al Sagrado Corazón. Allí mandaba que, independientemente de lo que se hiciese en las parroquias, se celebrase una solemne ceremonia en la catedral el 29 de junio, fiesta de San Pedro y San Pablo, para preservar al país “de tantos males temporales y espirituales que justamente pueden temerse”.40
Para el arzobispado, el “mensaje político” del Sagrado Corazón a Luis XIV no había perdido vigencia. Al contrario, había sido universalizado como exhortación dirigida a todas las naciones. Así debía interpretarse el testimonio de Marguerite Marie Alacoque según el cual el Sagrado Corazón “desea […] entrar con toda magnificencia en la casa de los príncipes y de los reyes, para ser honrado tanto como fue ultrajado y humillado en su pasión”; ser adorado primero por el monarca francés y luego por “los grandes de la tierra”; “reinar en su palacio, ser estampado en sus estandartes y grabado en sus armas, para hacerlas victoriosas de todos sus enemigos”.41 La promesa tenía como destinatario al monarca, pero a la vez al reino de Francia: en una carta fechada en agosto de 1689, Marguerite Marie hablaba del deseo divino de “una consagracion nacional al Corazon de Jesús, un templo nacional erigido por la Francia al Corazon de Jesús. A esa condicion hará que el rey, es decir, la Francia, sea victoriosa de todos sus enemigos, y le dará un reino eterno de honor y gloria”.42 De la nación gala, seguidamente, las promesas se habían extendido a todo el orbe católico: Jesús había manifestado su deseo de una “consagracion de los Estados y Naciones con la Francia”.43 La consagración al Sagrado Corazón de las naciones podría librarlas de calamidades naturales, sociales y políticas.
Así lo habían entendido los católicos franceses, que construían en ese momento el grandioso templo de Montmartre dedicado al Sagrado Corazón en desagravio por las ofensas que la nación había ocasionado a Cristo, sobre todo a partir de 1789 y más recientemente durante el episodio de la Comuna. Los liberales argentinos, en cambio, no habían aprendido la lección. Era digno de burla el que esos pretendidos amantes de la libertad celebraran, en esos mismos días, el primer centenario de la Revolución, cuyos crímenes habían superado sin punto de comparación a los de la Inquisición española que tanto execraban. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad habían sido predicados por Cristo y se habían desarrollado en lenta evolución de acuerdo con un silencioso plan providencial. Por ende, para alcanzarlos la humanidad no habría necesitado en absoluto de 1789, manifestación suprema de la gran apostasía apocalíptica. La Revolución había quitado “la corona de la cabeza de Luis XVI, hombre moderado y clemente, y de María Antonieta, mujer lijera pero noble y generosa, para ponerla en la de Robespierre, Marat y otros tigres humanos, y de sus compañeras, hienas libidinosas y sanguinarias”.44 La obra revolucionaria era “la mortal convulsion y la angustia y el febril desasosiego en que agonizan más que viven las sociedades modernas”.45 Lamentablemente, quienes tenían en sus manos los destinos de Francia persistían en sus vicios y sus errores, por lo que esperaban a la nación nuevas calamidades, castigos y humillaciones: “caerá mas bajo por obra de sus tendencias demagógicas y socialistas, no democráticas y republicanas”. La ciudad de París que se aprestaba a festejar el centenario de la Revolución francesa con una pomposa exposición universal era comparable “a la inicua y licenciosa Babilonia que nos describe el Apocalipsis”.46
La Argentina estaba a tiempo de escapar al mismo destino consagrándose al Sagrado Corazón. “La Nación Argentina es cristiana; pues cristianos son sus hijos. Innumerables son las pruebas de esto que es una verdad incuestionable”, advertía La Voz de la Iglesia el 17 de junio.47 La única respuesta posible al infinito amor de Cristo era la consagración del país, que “se debe, no se puede negar, es tan obligatoria, como natural, como dulce”. El incumplimiento de esa obligación resultaba inconcebible: “Quién se negará? Se negará el Gobierno, se negará el Congreso, se negará el Poder Judicial, se negará el Ejército, se negará la Prensa? Se negará el Pueblo?”. Sin dudas no se negarían los verdaderos cristianos: “seguramente solo se negará el Ateo, el infiel, el Anti-cristiano, el herege, el incrédulo, el libertino”. Cabía esperar que mediante la intercesión de Marguerite Marie y las oraciones de los buenos cristianos se alcanzase “el triunfo y reinado completo individual, social, nacional y universal del Sagrado Corazon de Jesús”.48 El culto que se tributaba al Sagrado Corazon era sin dudas la aurora de “una nueva era de fé y devocion”.49
Epílogo
La promesa del Sagrado Corazón de que reinaría “á pesar de los esfuerzos de Satanás” parecía menos lejana en 1889-1890 que en 1875 y 1884. La Francia que con los festejos del centenario celebraba las dudosas glorias de la Revolución francesa, punto culminante de una acción anticristiana iniciada con la Reforma protestante, no gozaba de las simpatías del resto de Europa, que aunque tomaba parte en “sus placeres y festejos brillantes” no la acompañaba “en la glorificacion de sus errados principios”. Detrás de ellos, por el contrario, Europa divisaba “la comuna y sus siniestras agitaciones”.50
En la Argentina, en tanto, el agravamiento de la crisis política y financiera que conduciría a la insurrección de julio de 1890 y a la caída de Juárez Celman constituía, para los católicos, una prueba irrefutable del fracaso de los gobiernos que habían sancionado las “leyes laicas”. Los católicos que celebraban el bicentenario de las visiones de Marguerite Marie Alacoque mientras sus adversarios conmemoraban el centenario de la Revolución francesa ponían sus esperanzas en el Sagrado Corazón y confiaban en las profecías que prometían un triunfo de la Iglesia antes de la batalla final: las fuerzas del mal que acosaban a la Iglesia no prevalecerían contra ella (Mt 16, 18); la misma hostilidad de los enemigos constituía una clara muestra de la vitalidad del catolicismo (“á quien todos atacan y que á todos resiste y á todos desespera, joven y robusto debe de ser”). De hecho, en vano “filósofos y reyes, potentados y turbas” habían intentado destruirlo en el curso de la historia: “nadie podía contra él [el catolicismo], y él no hacía sino sonreir compasivamente, arrumbar esos trastos a lo largo del camino… y seguir. En el siglo pasado dábanle ya por muerto… y también fué equivocacion. […] Al fin y al cabo habrán de convencerse de que es inmortal”.51 La Iglesia, sin dudas, desaparecería, pero no a causa de los ataques de sus enemigos, sino por designio divino y al final de los tiempos, tras haber cumplido su misión de “hacer reinar el nombre de Cristo y la gloria de Dios sobre la tierra”.52 Había llegado, quizás, la hora en que la humanidad, antes de la consumación de la historia, dejaría atrás el “tiempo de incredulidad y tibieza” para vivir la “nueva era de fé y devocion” de la que el Sagrado Corazón era primicia.53
La debacle del “unicato”, del régimen que había promovido la paganización de la sociedad y la apostasía, que había renegado de la soberanía de Cristo con las “leyes laicas” y que había conducido al país a su ruina moral, abría nuevos horizontes para la Iglesia. En 1890 algunos de sus líderes laicos se sumaron a la revolución, convencidos, como dijo Estrada, de que la adversidad y la crisis no eran ajenas al plan providencial de quien “…juzga los juicios humanos, desvanece como el humo las ambiciones de los soberbios, y reina por derecho, sobre los pueblos varoniles que aman y sirven la justicia”.54 Al año siguiente, la publicación de la encíclica Rerum Novarum, iniciadora de la Doctrina Social de la Iglesia, ensancharía enormemente el campo de acción de quienes aspiraban a restaurar, con el auxilio del Sagrado Corazón, “el reinado social de Jesucristo”.
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1 Agradezco la atenta lectura y los comentarios a este trabajo de Daniele Menozzi y Diego Mauro.
2 Una lectura de la difusión de la devoción del Sagrado Corazón puede encontrarse en De Giorgi, 1997, que lo interpreta “come una devozione moderna, anzi come una delle modalità principali della modernizzazione simbolico-devota della Chiesa” (De Georgi, 1997:199, bastardillas en el original).
3 Sobre las connotaciones políticas del culto del Sagrado Corazón, véase Menozzi, 1997b.
4 De la abultada bibliografía disponible puede verse Stella, 1968; Caffiero, 1991; Menozzi, 1995; Di Stefano, 2003; Cid, 2014; Camaiani, 2018; Ramón Solans, 2017. El milenarismo arraigó también en el mundo protestante, para el caso italiano puede verse Maselli, 1974.
5 Entre 1870 y 1873 don Bosco envió mensajes proféticos a Pío IX y al emperador austríaco (Stella, 1968).
6 El libro es una traducción de Las doctrinas romanas y el liberalismo (Paris, Lecoffre, 1870).
7 El pasaje evocado es Mateo 13, 20.
8 Movimiento católico (22 de agosto de 1874). El Católico Argentino, Año I, Nº 4.
9 Movimiento católico (22 de agosto de 1874), El Católico Argentino, Año I, Nº 4, negritas mías.
10 Movimiento católico (22 de agosto de 1874), El Católico Argentino, Año I, Nº 4.
11 Paráfrasis de una Pastoral (13 de junio de 1874), El Correo Español. La carta pastoral había sido publicada el día anterior.
12 Boletin eclesiástico. Consagracion de la Iglesia universal al S. Corazon de Jesús (9 de enero de 1875), El Católico Argentino, Año II, Número 24, negritas mías.
13 La bibliografía sobre el motín es vasta, por lo que me limito a señalar un par de trabajos clásicos o recientes, como Sabato, 2004; Di Stefano, 2020; Di Stefano, 2023.
14 El mes del Sagrado Corazon de Jesus y Pio IX (29 de mayo de 1875), El Católico Argentino, Año II, Número 44, negritas mías.
15 El mes del Sagrado Corazon de Jesus y Pio IX (29 de mayo de 1875), El Católico Argentino, Año II, Número 44.
16 El mes del Sagrado Corazon de Jesus y Pio IX (29 de mayo de 1875), El Católico Argentino, Año II, Número 44, negritas mías.
17 El mes del Sagrado Corazon de Jesus y Pio IX (29 de mayo de 1875), El Católico Argentino, Año II, Número 44.
18 Diario de sesiones de la Primera Asamblea de los Católicos Argentinos, Buenos Aires, Igon Hermanos, 1885, p. 453.
19 Diario de sesiones…, p. 445.
20 Diario de sesiones…, p. 503.
21 Diario de sesiones…, p. 337. La identificación de la masonería con la bestia apocalíptica era habitual en la época, cfr. Esquiú, 1883c.
22 La definición de la modernidad como “pagana” era habitual entre los católicos intransigentes del siglo XIX, como por ejemplo Juan Donoso Cortés o Henri Ramière. Sobre el primero, de la amplísima bibliografía disponible, puede verse Villalmonte, 2009. Para Ramière, la lucha de la Iglesia contra el liberalismo era la misma que había sostenido contra el paganismo de los emperadores romanos y contra el arrianismo de os césares de Bizancio, cfr. Ramière, 1951 [1870]: 30.
23 Diario de sesiones…, p. XX.
24 Diario de sesiones…, pp. 44 y 49.
25 Diario de sesiones…, pp. 158-159.
26 La situacion del Pontífice y Revista de Roma (1 de agosto de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 2032.
27 Citado por Zampar, 2022:152.
28 Reformas (5 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1987; Otra víctima (11 de julio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 2014.
29 Las huelgas y sus causas (9 de agosto de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 2039.
30 El centenario del Sagrado Corazon de Jesús (14 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1995.
31 Carta de agregación del Ilustrísimo Señor Arzobispo de la Santísima Trinidad de Buenos Aires para la Archicofradía “Guardia de Honor” al Sacratísimo Corazón de Jesús, Buenos Aires, Tipografía del Colegio Pío IX de Artes y Oficios, 1889.
32 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
33 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
34 La pastoral (6 de junio de 1889), El Motín. Periódico Cristiano Anti-Clerical: “Atrás frailes atrevidos! […] no prédiqueis el paganismo, no habléis de órganos de Jesús, no digáis que vosotros sois nada en el hogar doméstico, no prediqueis la idolatria al propagar el culto á la Virgen, no digáis los disparates del corazón inflamado en amor, no afirmeis que el corazón tiene ojos, no mostreis egoista á Dios, no hagáis que la misma persona reclame para sí rezos y oraciones, que Dios no las pide, no inventéis que ese mismo Dios hable por boca de una monja estúpida y fanática, no asegureis que Dios hable privadamente, no digáis en fin que el gran Creador dá dotes á los que ruegan en nombre de un órgano del cuerpo humano”. En la misma línea, La pastoral (13 de junio de 1889), El Motín. Periódico Cristiano Anti-Clerical; Más alfalfa… espiritual para los borregos de Cristo (27 de junio de 1889), El Motín. Periódico Cristiano Anti-Clerical.
35 Documentos del episcopado argentino, Tomo I: 1889-1909, Buenos Aires, Conferencia Episcopal Argentina, 1993, pp. 22-43.
36 Pastoral de L. F. Aneiros sobre la consagración de los fieles y las familias al Sagrado Corazón (12 de junio de 1875), El Católico Argentino, Año II, Nº 46.
37 Pastoral de L. F. Aneiros (1 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1984.
38 Mosaico. Pastoral del Sr. Obispo de Montevideo (12 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1993. El texto completo de la pastoral en Exhortación pastoral del Iltmo. y rvmo. señor obispo diocesano recomendando la consagración de las familias cristianas al Sagrado Corazón con ocasión del centenario de junio de 1689, Montevideo, Tipografía Uruguaya, 1889.
39 Sagrado Corazon de Jesús (1689-1889) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
40 Á todos los fieles (26 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 2003.
41 El centenario del Sagrado Corazon de Jesús (14 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1995.
42 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
43 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
44 El centenario de la Revolucion Francesa (De un siglo á otro) (15 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1996.
45 La Revolucion (4 de septiembre de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VIII, N° 2059.
46 El centenario de la Revolucion Francesa (De un siglo á otro) (15 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1996.
47 Sagrado Corazon de Jesús (1689-1889) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
48 Sagrado Corazon de Jesús (1689-1889) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
49 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
50 El centenario de la Revolucion Francesa (De un siglo á otro) (15 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1996.
51 Con que ¿nos vamos? (julio de 1889), El Protector de la Prensa Católica, N° 1, p. 2.
52 Con que ¿nos vamos? (julio de 1889), El Protector de la Prensa Católica, N° 1, p. 4.
53 El Corazon de Jesús (Modelo de corazones) (17 de junio de 1889), La Voz de la Iglesia, Año VII, N° 1997.
54 Discurso de José Manuel de Estrada en el Frontón, en Botana y Gallo, 1997:117-118.
Roberto Di Stefano
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