Itinerantes. Revista de Historia y Religión 21 (ene-jun 2025) 71-94

https://doi.org/10.53439/revitin.2025.1.04




La palabra de los obispos: política e historia a través de las Cartas Pastorales del Episcopado argentino (1884-1932)


The Word of the Bishops: Politics and History through the Pastoral Letters of the Argentine Episcopate (1884-1932)



Joaquin Sanguinetti

Instituto de Investigaciones Políticas-Universidad Nacional de San Martín

Universidad Provincial de Ezeiza

https://orcid.org/0000-0002-0696-7146

joaquinsanguinetti@gmail.com


Resumen


Este trabajo pretende analizar las comunicaciones oficiales del Episcopado nacional en tres nudos históricos importantes para el catolicismo argentino, como fueron la década del '80, el Centenario y la década del '30, para ensayar en estos una reflexión sobre los conceptos políticos que se plantean y cómo influyeron en el orden institucional del catolicismo. Así, buscamos reponer la perspectiva de los prelados, en un período que significó grandes cambios para el Episcopado y la Iglesia nacional.


Palabras clave: Iglesia Católica, cultura política, episcopado nacional


Abstract


This work try to analyze the official communications of the national Episcopate in three important historical nodes for Argentine Catholicism, such as the 1880s, the Centennial and the 1930s, to rehearse in these a reflection on the political concepts that arise and how they influenced the institutional order of Catholicism. Thus, we seek to restore the perspective of the prelates, in a period that meant great changes for the Episcopate and the national Church.


Keywords: Catholic Church, political culture, national episcopate


Fecha de envío: 11 de febrero de 2024

Fecha de aceptación: 7 de abril de 2025




Introducción


Este estudio se propone revisar las cartas pastorales del Episcopado argentino para identificar allí conceptos políticos y miradas sobre el pasado. Dicha tarea tiene por objetivo elaborar una narrativa histórica que integre las reflexiones de los obispos con los profundos cambios institucionales que experimentaron la Iglesia y el Estado argentinos entre fines del siglo XIX y la década de 1930. Se busca reponer la voz de los prelados, en un período definido por tres grandes procesos: la culminación de la “romanización” de la Iglesia nacional y la concreción del Estado moderno argentino en el cambio de siglo; la emergencia de la política de masas alrededor de la Gran guerra; y la crisis de la democracia liberal en los años treinta.

Ciertamente, la historiografía reciente ha prestado atención a la palabra de los obispos, pero cuando se trató del estudio del catolicismo como movimiento político, se resaltó más la acción del laicado y el clero que la doctrina impartida por la jerarquía (Castro y Mauro, 2019). Esa perspectiva coincide con el análisis de la sociología, cuando explica que los prelados sostenían una estrategia de poder donde, más que demandar obediencia, debieron arbitrar prácticas y moderar diferencias ideológicas dentro del catolicismo (Bourdieu y Saint-Martin, 1982). En otras palabras, la historia y la sociología nos dicen que la Iglesia durante el siglo XX, lejos de ser una institución monolítica, comprendió un abanico de ideas amplio, con una capacidad de agencia plural (Lida, 2021).

Pero entre estos agentes, los obispos siempre sostuvieron un rol prominente, al ser representantes del Vaticano en la gestión del gobierno universal y la traducción de sus iniciativas al medio local. Definidos por estos papeles y por la cultura política en la que debieron actuar (Cabrera, 2010), es que nos interesa leer cuales fueron los debates y las reflexiones que planteó el Episcopado desde su cátedra.

Nuestro supuesto es que las pastorales conformaron un posicionamiento oficial de la Iglesia y, por lo tanto, fueron una forma de intervención pública dirigida no sólo a los fieles. Esta operación discursiva, sobre todo cuando trató de temas políticos, implicó la redefinición de conceptos bien asentados en el ámbito público junto a la instrumentalización del pasado histórico. Estas dos estrategias son las que identificaremos a lo largo del trabajo, tratando de establecer un relato diacrónico que permita ver los cambios y las continuidades en el discurso colectivo episcopal. En paralelo, se realizará una lectura sincrónica de esos discursos, comparándolos con las pastorales diocesanas, exhortos que los obispos elaboraban de manera individual. Este examen dejará ver la compleja trama que manifiesta el obispado, condicionada por experiencias personales, contextos políticos provinciales y agendas institucionales de largo plazo.

Dado que el trabajo plantea un recorrido de más de cincuenta años de historia, el análisis de fuentes se concentrará en tres núcleos temporales que han resultado claves para la interpretación de la historia política y de la iglesia en la Argentina. En función de ello, en el primer apartado realizaremos una síntesis de los hitos institucionales que afectaron a la Iglesia y al surgimiento de un nuevo tipo de obispos. Aquí también dedicaremos un espacio a los problemas metodológicos que presentan las pastorales, en tanto objeto de estudio con “reglas” propias. En este punto resulta importante revelar las bibliotecas no-historiográficas que nos ayudaron a leer las fuentes, en un intento de replicar los avances que se han realizado en otros discursos religiosos como son los sermones (Martínez de Sánchez, 2008).

La segunda sección abarcará las comunicaciones de los obispos entre las décadas del ochenta y noventa del siglo XIX, un período marcado por el desarrollo de procesos de secularización y modernización institucional en la Iglesia y el Estado argentinos. Podríamos decir que aquí se inaugura el conflicto entre dos proyectos: uno que pretende sostener la moral cristiana como fundamento del poder político y otro que apuntaba a autonomizar la política de la religión católica. Uno de los debates más significativos del ochenta fue alrededor de la laicidad, el cual suscitó entre los obispos un conjunto de exhortaciones condenatorias.

El aparatado siguiente analizará las pastorales enunciadas en torno al “Centenario”, un contexto que parece más preciso y acotado que el anterior, pero que refleja un nudo histórico donde se atan miradas sobre el pasado y la pretensión de dar contenido a la Nación. En este momento convivieron un discurso liberal triunfalista y uno católico revisionista, junto a la diseminación de narrativas de carácter modernista. Desde el campo cultural, la Iglesia y su comunidad intentarán reconciliar la identidad católica con la idea de Nación, frente a un destinatario -la sociedad argentina- que percibían “descristianizado”. Los obispos serán uno de los pocos agentes que festejarán los logros materiales de la Argentina, con fuertes precauciones sobre el futuro.

El último segmento abarca la primera mitad de los años treinta, período central para los estudios sobre la Iglesia, pues han sido leídos convencionalmente como el inicio de un “renacimiento católico” y la consolidación de la “Nación católica” en la Argentina (Zanatta, 1996; Romero, 1999; Esquivel, 2000). Si bien nuevas interpretaciones han difuminado estas imágenes tan contundentes (Zanca, 2016), el aporte que pretende hacer este trabajo es poner en diálogo los proyectos institucionales del Episcopado (como la Asociación Católica Argentina) con los conceptos políticos que los sostenían. Sin restar importancia al clima de “cruzada” que se vivió en los años veinte y treinta (Lida, 2012) en la Argentina, leeremos en las pastorales un diagnóstico moderado sobre la crisis de la democracia liberal y el capitalismo, comparado con la agresividad que expresaron otros voceros del catolicismo en el ámbito local y el extranjero. Coincidimos en que la década del treinta fue un “punto de llegada” -sin ver tan claramente la consagración de una “Nación católica”- y distinguimos también la inauguración de una nueva etapa, bajo el signo del Arzobispo Santiago Copello (Bianchi, 2005). Asimismo, el año 1936 tuvo importantes repercusiones en la cultura católica argentina, pues se inicia la Guerra civil española y se sucede la visita de Jacques Maritain, dos eventos que resquebrajaron la unidad de los círculos intelectuales católicos (Zanca, 2013).

Por lo tanto, el análisis se detiene a mediados de los años treinta para captar la evolución del discurso del Episcopado en un período que, aunque vasto, cuenta con escasos portavoces debido al carácter vitalicio de sus cargos.1 En la conclusión, la imagen de largo plazo reflejará la iteración de ciertas categorías, como “civilización”, “soberanía” y “revolución”, pero también los cambios que estas palabras sufrieron en sus significados. En cincuenta años de pastorales veremos imperturbables críticas al liberalismo, mezcladas con convicciones elásticas -pero resistentes- en defensa de la república y los derechos políticos de los ciudadanos.



El Episcopado y las pastorales en el estudio de la historia argentina (1880-1930)


Sobre la historia del Iglesia sabemos que hasta el cambio de siglo los obispos sostuvieron un importante grado de autonomía para expresarse y administrar sus diócesis (Bianchi, 1997: 21). Ya iniciado el nuevo siglo, comienzan a dar frutos en Latinoamérica las obras de transnacionalización y modernización iniciadas a mediados del siglo XIX. Este proceso lo hemos denominado en la introducción como “romanización” (Di Stefano y Zanatta, 2009), conscientes del estatus polémico que mantiene dentro de la historiografía. Resumidamente, la crítica apunta a que el término sugiere un excesivo protagonismo del papado en la modernización institucional, ocultando la voluntad de los prelados americanos por “europeizar” e “internacionalizar” su Iglesia (Lida, 2021; Castro y Mauro, 2019).2

En cualquier caso, los autores coinciden en que este movimiento de corte secularizador y homogeneizador se informa en esta parte del mundo por dos hitos: la creación del Colegio Pio Latinoamericano (1858) y el Concilio Plenario Latinoamericano (1899). El producto esperado del primero había sido la formación de un clero “piadoso, disciplinado e ilustrado” (Gallardo, 2022) capaz de liderar un proceso de unificación doctrinal e institucional que implicaba remover, también, todo resabio de regalismo en el gobierno de las Iglesias locales (Ayrolo, 2011). En este sentido, el seminario romano logró un éxito indiscutible, abasteciendo con sus egresados al Episcopado, al staff docente de los seminarios, a la Curia y los Cabildos eclesiásticos. Luego, el Concilio eclesiástico de 1899 también ejerció un profundo efecto en la organización del catolicismo americano, ya que impulsó un plan de modernización de la administración, la multiplicación de sínodos diocesanos, la mejora en la formación del clero y la promoción de la educación y la prensa católica, entre otras iniciativas (Luque Alcaide, 2003).

Así, hacia el período de entreguerras, el Episcopado se convierte en un cuerpo mucho más homogéneo en términos biográficos y heteronómico en cuestiones doctrinales (Bianchi, 1997), comparado con aquel del siglo XIX, patricio y con predisposición para actuar en política.3 El nuevo obispo “modelo” reemplaza sus vínculos con las élites nacionales por unas redes construidas hacia dentro del clero, asegurando un gobierno eclesiástico adaptado no sólo a los tiempos, sino a las necesidades propias de la Iglesia.

Como una de sus formas de comunicación pública, los obispos privilegiaron a las pastorales, un tipo de exhortación apostólica donde el discurso religioso se desplaza hacia la esfera de lo político (Narvaja de Arnoux, 2015). Diferente a los sermones, donde los participantes de las misas eran sus destinatarios inmediatos (Sanguinetti, 2024), las pastorales se dirigen a un público amplio. Las diocesanas tienen por referente a las autoridades eclesiásticas y a los fieles de dicho territorio;4 las colectivas o “en conferencia”, si bien no siempre definen un auditorio, pretenden anclar su mensaje en un espacio nacional.

De las pastorales argentinas analizadas para este trabajo -donde cincuenta son diocesanas y catorce colectivas- podemos extraer algunas conclusiones muy generales sobre su estructura. Algunas características propias de las pastorales colectivas son la ausencia de huellas individuales, tratando temas que no se dejan llevar por el contexto histórico y portando tonos de enunciación moderados (con algunas no pocas excepciones). Un objetivo común era dejar registro de los ideales de sociedad, de política y de economía, así como los modelos de clero y de creyente. Para ello recurrían de manera intensiva a la “actualización” del Evangelio y la “localización” del mensaje papal. Con el primero nos referimos a la estrategia de hacer contemporáneas categorías y problemas que surgieron en un marco histórico muy diferente. Con el segundo aludimos a la necesidad de traducir (no sólo del latín) los proyectos y advertencias propuestos por el Vaticano de manera universal, a una situación que es estrictamente nacional. En ambos casos, el clero en general5 se permitía un cierto grado de libertad interpretativa, al servicio de reforzar posiciones de poder o amonestar a rivales que no figuraban explícitamente en los textos originales.

Con una producción escasa y calculada, es evidente que el formato colectivo se utilizó para acrecentar la eficacia en la comunicación de proyectos institucionales, criticar medidas de gobierno u homogenizar ritos religiosos. En el caso de las pastorales diocesanas -apenas más frecuentes que las anteriores-, los tonos personales se agudizan y la sintaxis se diversifica, iniciando un proceso de convergencia a comienzos del siglo XX. Por ejemplo, las enunciadas por Aneiros (1826-1894) y Castellano (1834-1900) eran polémicas, confrontativas y enigmáticas, mientras obispos más “modernos” comenzaron a mostrarse humildes, docentes y eufemísticos.

En las pastorales diocesanas los prelados tenían mayor soltura para actuar como agentes “intelectuales”, declarando en sus comunicaciones la formación doctrinal y científica que habían adquirido. Un caso extremo lo patentiza Pablo Padilla, que en 1912 elabora una pastoral “académica” citando no menos de dieciocho autores, entre ellos, a Víctor Hugo y Taine, junto a Donoso Cortés y Félix Sardá.6 En conclusión, y sin entrar en el detalle sobre los múltiples géneros de mensajes episcopales de la época,7 las autodenominadas como “pastorales” tienen un rasgo de homogeneidad y mesura cuando son enunciadas en conferencia; diversa y experiencial cuando son enunciadas para sus diócesis.

El trabajo sobre el discurso de la Iglesia se inaugura metodológicamente con la sociología francesa, donde se destacan la reflexión de Bourdieu y Foucault. En el ámbito nacional, el marco temporal más estudiado fue la historia “reciente”, siendo sus referentes investigadores que vienen de la sociología de la religión (Motta, 2015) y del análisis del discurso (Bonnin, 2010). Esta bibliografía nos enseña que el clero es un cuerpo profesional especializado, dominando un lenguaje con estrategias propias (Bourdieu, 1971: 30). Que este lenguaje es por momentos accesible y, en otros, deliberadamente ambiguo, reforzando la singularidad del sacerdote dentro de la comunidad (Bourdieu y de Saint-Martin, 1982: 143). La palabra es un instrumento de la acción, porque sirve para realizar actos religiosos (“bendice”, “ora”) o sirve para legitimar acciones no-lingüísticas (Martínez, 2009: 13). Entre estos últimos actos de habla se destaca el que da autoridad a la jerarquía, delineando una genealogía que vincula a los obispos con San Pedro.

En el caso de las operaciones de “actualización”, el profesional religioso encontraba en el Evangelio, la patrística o las encíclicas una fuente “inagotable” de contenidos, ignorando los contextos de producción y sentidos originales (Foucault, 1970: 27). Por último, es importante remarcar que las comunicaciones colectivas (entre ellas, las pastorales) representan el máximo grado de consenso ideológico al que pueden aspirar los obispos, siendo un mensaje que no necesariamente llevarán al ámbito diocesano (Bonnin, 2006).


La voz de la Iglesia en el “momento laico”


Hablar de ideas políticas en el catolicismo parece una tarea compleja, pues hasta la primera mitad del siglo XX Roma no proveyó un mensaje claro sobre las formas de gobierno legítimas: todas eran buenas mientras no se agrediera la religión.8 En tal sentido, persistía un esquema teórico que refutaba la soberanía popular, no sólo porque se negara su legitimidad como origen del poder, sino porque desconfiaba de los contenidos con los que se informaba ese poder, por caso, el laicismo. Sin embargo, durante el período que la historiografía ha denominado “momento laico” (Di Stefano, 2011), en la Argentina se presentó en la práctica una ampliación de aquella teoría de la soberanía, a fuerza de una importante movilización política y representativa por parte del catolicismo.

A lo largo de la década del ochenta, el catolicismo se consolidó en oposición a las medidas laicistas impulsadas por los gobiernos de Roca y Juárez Celman, esgrimiendo argumentos que apelaban a la tradición y la Constitución nacional.9 Curiosamente, la unión política de los laicos no tuvo su inmediato correlato en el colectivo episcopal, reflejo de ello fue que la primera pastoral conjunta se dará en 1889. De hecho, si revisamos las pastorales diocesanas hasta esa fecha, el diagnóstico sobre la realidad nacional podía adquirir diferentes tonalidades.

Por ejemplo, en el obispado de Córdoba, los cuatro vicarios que se sucedieron en poco tiempo alternaron críticas con mensajes de distensión. En 1880, Castellano enunciaba la célebre pastoral contra los diarios liberales (Auza, 1992: 41). Al año siguiente, lo reemplazaba Mamerto Esquiu sin hacer mención al pasado reciente, así como manifestando que el problema de la modernidad no era la falta de fe, sino “el odio y el materialismo”.10 Gerónimo Clara reavivará el tono crítico en 1884 durante el auge del conflicto con el gobierno nacional,11 mientras Juan Tissera, que asume en septiembre de ese mismo año, deja el siguiente mensaje conciliador destinado a los obispos:


No ignoráis, Exmos. Señores y amados hijos, que de la buena armonía entre las autoridades eclesiásticas y civil, del mutuo acuerdo entre la Iglesia y el Estado, emanan bienes fecundísimos, no sólo para el acierto en el gobierno, sino también para la prosperidad, paz, progreso moral y material y para ventura y engrandecimiento de los pueblos.12


En este período aun podemos leer inflexiones en las pastorales que no parecen demostrar un posicionamiento lineal dentro del Episcopado, pero si nos muestran las precauciones que debía observar un obispo titular en comparación con las de un vicario provisorio. El caso cordobés es paradigmático en este sentido, ya que los obispos críticos eran sacerdotes con un mandato de hasta dos años13, mientras los obispos titulares -de mandato vitalicio- buscaron iniciar su cargo en buenos términos con el gobierno.

Más allá de estas excepciones, el contexto de 1884 reunió a los prelados con una voz que en general fue condenatoria, sin la necesidad de elaborar documentos colectivos. Es el caso de Rizo Patrón, obispo de Salta, que si bien creía inoportuno elevar quejas como lo hizo Gerónimo Clara, reafirmaba el contenido de su pastoral punto por punto.14 Por su parte, Federico Aneiros no dudaba en iniciar su pastoral con metáforas vinculadas con la guerra, para describir el peligro de las iniciativas laicas en Europa y la Argentina.15 Pero el Arzobispo de Buenos Aires no sólo sostenía una mirada crítica para con el gobierno, sino una perspectiva insegura sobre la utilidad de la participación política ciudadana. En ocasión de la primera Asamblea de Católicos Argentinos de 1884, manifestaba una exégesis decadentista de la historia que desentonaba con la decisión del laicado por participar activamente en el sistema político-partidario:


Nuestro régimen colonial no nos preparó para mandar, sino para obedecer; y para obedecer no a autoridades constitucionales, sino a autoridades despóticas. Nosotros no hemos pasado por la escuela del municipio. Por eso es que yo entiendo, señores, que a los hombres públicos de estos países debiera preocupar menos el deseo de perfeccionar las instituciones, y algo más el de corregir las costumbres.16


Es decir, ante una naturaleza corrompida por la historia, la preocupación del catolicismo debía pasar por la defensa de la fe y las costumbres, más que por proponer un ideal político definido. No sería la política quien pudiera resolver un problema de orden cultural.

El acontecimiento que cierra este “momento laico” fue la primera Pastoral del Episcopado nacional de 1889, en respuesta a la sanción del matrimonio civil y la tentativa por legislar el divorcio. La misiva unificará posicionamientos que antes leímos desarreglados, y cuyo ejemplo más bizarro lo facilitaba otro obispo titular de Córdoba, Reginaldo Toro, quien un año antes no tenía más que palabras de elogio para la política religiosa de Juárez Celman:


La religión oprimida artificiosamente en otras partes, por el contrario, ha sido protegida y aún favorecida por los gobiernos argentinos; nuestras cuestiones en materia eclesiástica han sido más bien personales y políticas que fundamentales, que con un poco más de cordura y buena voluntad hubieran podido evitarse en parte principal.17


A diferencia de lo dicho por Toro para el ámbito provincial, la primera Pastoral Colectiva presentaba un diagnóstico sobre los dilemas que aquejaban a la nación. La modernidad era caracterizada por su decadencia moral y falta de fe, problemas que la educación laica sólo vino a profundizar. También se resalta al catolicismo como vía de regeneración y sinónimo de civilización.18 Este último concepto puede pensarse en respuesta a las voces anticlericales que señalaban al catolicismo como promotor del “oscurantismo”, o en respuesta al liberalismo, que pretendía apropiarse de la idea de “progreso”. Pero, en realidad, la analogía entre civilización y catolicismo no era nueva. Su uso fue generalizado en el catolicismo español y rioplatense de los siglos XIX y XX: lo utilizó el laicado en sus reflexiones (Monreal, 2023) y el clero en sus discursos y sermones (Reyna Berrotarán, 2016). Burucúa (2024) hace una historia de este concepto, que inicia con Cicerón y adquiere su interpretación moderna en tiempos de la Ilustración. Los historiadores coinciden que, en su definición enciclopédica, el término “civilización” ya incluía la práctica de la religión por parte de la sociedad (Cloclet da Silva, 2020), convalidando aquellas versiones estrictamente católicas que iban a surgir en Hispanoamérica.

De la exhortación del Episcopado resaltan el tono autoritativo con el cual fue escrito y la revisión de la legitimidad de la Constitución. Sobre su estilo, leemos una repetida apelación a la autoridad de la Iglesia en su dimensión temporal: “[La Iglesia] tiene derecho a reinar a toda tribu, toda lengua y toda nación, tiene derecho a reinar en las instituciones públicas como en las costumbres privadas, tiene derecho a ser escuchada en los templos y en los parlamentos […].19

Bajo este razonamiento, el gobierno temporal de orden político no aparece como un bien social, ni siquiera una gracia de Dios, sino como un agente que promociona los trastornos propios de la modernidad, limitando la obra regeneradora de la Iglesia. Pero el verdadero “enemigo” del cristianismo no eran los hombres de gobierno, sino el espíritu liberal que abrazaban. Esta ideología tenía de perverso el proyecto de separar Iglesia de Estado, un sincretismo que había sido explicado alternativamente como de base legal (dadas las marcas en la Constitución y el patronato) o por razones espirituales (dada la cultura de sus habitantes). Aquí la categoría de “civilización” se patentiza: ésta no se realiza sin vínculo legal entre Iglesia y Estado.

Un punto innovador de la pastoral de 1889 era que la Constitución dejaba de ser una franquicia para los reclamos de la Iglesia, convirtiéndose en una Carta que consentía al laicismo:


[…] debemos levantar nuestra voz para protestar por la mencionada ley [matrimonio civil], no por ser ley de la Nación, pues somos los primeros en respetar y hacer obedecer las leyes, que no se oponen a las de Dios y de la Iglesia, sino por el espíritu de manifiesta hostilidad que la anima contra las instituciones cristianas de nuestro país, amparadas por la Constitución nacional.20


Con esta pastoral colectiva, los prelados impulsan de manera conjunta y coordinada la batalla contra la descristianización y el liberalismo. Según la perspectiva del Episcopado, la política -sea la Carta Constitucional o el sistema de partidos- no había logrado responder a las necesidades de la Iglesia. Por lo tanto, sus armas serán en adelante la asociación, la educación y la prensa, dirigidas por un clero y un laicado pujante e integrado. Como sabemos, las esperanzas puestas en los espacios asociativos serán recompensadas, gracias a una incipiente “cultura de masas” (Lida; 2009), sin faltar iniciativas político-partidarias que, ciertamente, no tuvieron el mismo éxito (Castro, 2011).


El Episcopado y la Historia, desde el prisma del Centenario


Con la crisis de la cristiandad abrazada como problema y la confianza de saber cuáles eran los medios para resolverla, alrededor del Centenario de la Revolución de Mayo aparece una nueva demanda: reconciliar la identidad del católico con aquella vinculada a la Nación. Esto implicaba recordar que el ciudadano católico se veía escindido por una “doble soberanía”: una obediencia a Dios y otra al Estado. Esta dualidad, cuya doctrina arcana venía de Gelasio I (¿?-496), implicaba considerar no la equivalencia, sino la superioridad del poder espiritual (Bertelloni, 2016).

En el debate sobre la “cuestión nacional” los intelectuales católicos disputaron su propia imaginación de la Argentina con otros modelos también esencialistas, apelando a un determinado itinerario historiográfico y literario (Terán, 2000). Para la versión religiosa y tradicionalista, convencionalmente se señala la producción de Manuel Gálvez, mientras que para la “liberal” (pero modernista), las obras de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones (Devoto, 2005). En todos los casos, la unión nacional se explicaba menos por razones contractuales -derechos y obligaciones- que por fenómenos provenientes del instrumental romántico: la historia y la cultura compartida.

La historiografía confesional de la época fue la primera en reforzar el vínculo entre la sociedad argentina y, naturalmente, su cultura religiosa, utilizando argumentos que venían circulado en sermones y artículos periodísticos.21 Cualquiera fuera el artefacto de comunicación, el núcleo del relato decía que el clero había sido el protagonista “olvidado” de los episodios de la Revolución y la Independencia; luego, que el dogma cristiano había justificado la emancipación gracias a las teorías “jesuíticas” del poder; y, por último, que ciertos símbolos sagrados ayudaron a mantener vivo el espíritu de lucha, al convertirse en banderas políticas.22

Ahora bien, este debate sobre la Nación no incluyó sólo a los intelectuales católicos, sino que el propio Episcopado se involucró en su definición, actitud que resulta singular por dos razones. En primer lugar, porque si bien la iniciativa surgió de Gustavo Franceschi (Martín, 2010), los prelados la percibieron como una competencia propia. En segundo lugar, porque la palabra se difundió de forma coral, teniendo cada obispo su propia voz, a diferencia de la pastoral colectiva tradicional, donde sólo hay un hablante. Esta estrategia, entendemos nosotros, valoraba la palabra individual por encima del grupo, resaltando más su ilustración que su función religiosa.

Leídas de manera transversal, se destaca el optimismo sobre el presente “material” de la Argentina. Sin embargo, a Pablo Padilla le tocaba dejar asentado las prevenciones y responsabilidades que le cabían al “Nuevo Mundo”:


De las repúblicas americanas aprenderían las viejas monarquías y las repúblicas demagógicas de Europa, la práctica de las instituciones libres y el ejercicio de la autoridad en el ambiente de la libertad; a dar a Dios lo que es Dios, y al César lo que es del César, y cuando aquellas sociedades carcomidas por el monstruo del socialismo y anarquismo sintiéranse morir, volverán los ojos a las repúblicas americanas, pletóricas de vida nueva y de elementos para conservarla.23


Como vemos, se filtraba en el clero una preocupación por el debilitamiento de las virtudes políticas en el escenario moderno, en comparación con las gestas del pasado: “¿Dónde están las altiveces cívicas de otrora, la abnegación, el desinterés en los cargos públicos, el sacrificio por la patria, en fin ese cúmulo de virtudes de que nuestros mayores hicieron verdadero alarde durante nuestra epopeya gloriosa y los días que le siguieron?”24

Para Piedrabuena, recuperar dichas virtudes implicaba restaurar lo que se había “suprimido oficialmente” de nuestra Constitución, aquel Dios que había sido “fuente de toda razón y justicia”. Hablaba también de impulsar un “programa sintético de reforma”, el cual no era otra cosa que insistir en proclamas ya bien conocidas desde 1884 y consensuadas en 1889, pero ahora con un elemento nacionalista antes menos obvio: argentinizar la escuela es hacerla más cristiana.25

En línea con el obispo de Catamarca, Bazán y Bustos vinculaba la virtud con la figura del “sacrificio”. Lugar común para pensar los atributos ideales del clero y el laicado, pero puesto en un contexto histórico-político, parece validar la “libertad de los antiguos” de Constant (1819) en versión cristianizada: “[…] escasean los hombres que quieran sacrificarse por ideales patrióticos, que sepan inmolarse en los altares de la patria; que son relativamente pocos los que tienen el valor suficiente para posponer su medro personal a los intereses generales y sublimes del país, de la sociedad.”26

En cuanto al pasado de la Argentina, los prelados empleaban un modelo que removía todo lo de violento había en el proceso abierto en 1810. Terrero será quien sintetice mejor esta operación, que implicaba reponer la continuidad de la tradición hispánica, anulando el canon “rupturista”:


No fue ésta una revolución propiamente dicha, sino evolución política de una nación, que aprovechando las circunstancias de que la madre patria caía en manos de un poder extranjero, y sintiéndose con fuerzas para un gobierno propio, como lo comprobaron […] las invasiones inglesas, creyó con razón llegado el momento señalado por la Divina Providencia para constituirse en nación independiente, conservando sus nobles tradiciones de hidalguía, de valor y de fe que le legara la madre patria y que fueron el germen de este movimiento […]27


En conclusión, al momento del Centenario los prelados construyeron una idea de nación fuertemente inspirada por la historia. Convienen en que el dogma católico legitimó la autonomización política y la república. Es más, manifestaban que, gracias a la doctrina cristiana, América gozaba de verdaderas instituciones libres, capaces de convertirla en una virtual “maestra” del Viejo Mundo.

Acordaban en que el paradigma de república no podía provenir del “fatigado” e “ingrato” liberalismo28, teniendo que recurrir al modelo político de la antigüedad, donde se consideraban virtudes la austeridad, el deber sagrado y el sacrificio por la patria. Rechazaban también la tradición revolucionaria francesa, inscripta en la historia del Río de la Plata, poniendo a resguardo de discursos exaltados el ejemplo de “civilización” que proponía España.29

Para el Episcopado, describir el cambio histórico aparece como una tarea contradictoria, pues su modelo terminaba atenuando la legitimidad de un régimen político que afirmaba reconocer.30 Por un lado, Mayo y Julio eran una “gesta patriótica” a imitar, por el otro, buscaban reemplazar el concepto de “Revolución” por el de “evolución”. Las dos cosas no podían ser ciertas al mismo tiempo. Como vimos, Federico Aneiros había revelado este dilema veintiséis años antes, cuando decía que la colonia era una escuela muy pobre para el ejercicio de la democracia moderna.

La tesis de la continuidad tenía por consecuencia lidiar con unas virtudes políticas muy diferentes a las democráticas, dada la configuración del Imperio español en América. Paralelamente, la tesis de la ruptura implicaba reconocer en la historia no sólo al “clero revolucionario” (Di Stefano, 2002: 177), sino también la legitimidad del liberalismo y la teoría del contrato.

Tal vez, por revelar serias incompatibilidades, estas tesis no se hicieron dogma. En momentos de urgencia, los obstáculos que impedían conciliar la doctrina cristiana con la democracia liberal moderna se dispersaban, como fue el caso de Juan A. Boneo, cuando en 1912 -y en conflicto con el gobierno provincial- decía que “[…] según la forma de gobierno que nos rige, la soberanía reside en el pueblo y su poder es ejercido por las autoridades, no según sus propios ideales, por grandes y sublimes que parezcan, sino en la forma que la Constitución establece”.31 Ese mismo año, el obispo Luis María Niella afirmaba algo que en 1910 hubiera sido leído con desconcierto: “Después de la Religión está el bien de la Patria…”.32

Estas paradojas no eran producto de la ignorancia, pues el clero tenía a mano mucho más que lecturas católicas de la historia. El origen, tal vez, fuera de orden doctrinal: la bibliografía “pagana” que consumía el clero era también crítica de la Revolución francesa y ofrecía una filosofía de la historia donde fácilmente se podían reemplazar leyes naturales ocultas, por causas providenciales.33 En otras palabras, el positivismo y el cristianismo tenían formas análogas de explicar la historia.

Es cierto también que el modernismo sostuvo la idea de una “continuidad cultural” con el indianismo y el hispanismo. El caso ejemplar era la obra de Ricardo Rojas, un intelectual laico con militancia radical que, al momento de proyectar reformas políticas, propuso un sistema basado en el voto capacitario (Ferrás, 2017: 162). Si la trama romántica de la historia (White, 1973: 18) impugnaba los imaginarios democráticos que Rojas decía sostener, una historia basada en principios conservadores causaba efectos similares en el Episcopado.


Un momento católico en la crisis de los ’30 (1931-1938)


Los años treinta plantean un nuevo escenario para la Argentina. En el catolicismo fue un período de desmovilización político-partidaria (Mauro, 2011) y de consolidación del enfoque social-institucional. Esta estrategia, sin embargo, no significó la despreocupación por la imaginación política. Hacia dentro del catolicismo se debatieron problemas como el nacionalismo, el liberalismo, el fascismo y el humanismo cristiano, en espacios que van desde los Cursos de Cultura Católica a revistas como Criterio, y en ocasión de visitas de católicos eminentes, como Ramiro de Maeztu y Jacques Maritain. Estos debates se enmarcaron en un ambiente de creciente radicalización política, por lo tanto, es importante conocer qué proponían los obispos y si continuaron cumpliendo su rol “moderador”.

Ante los problemas económicos, la Iglesia certificaba la validez de su “doctrina social”, inaugurada por León XIII cuarenta años antes. La conciliación entre el trabajo y el capital, la intervención del Estado y la justicia social, parecían ahora propuestas deseables, incluso, por corrientes ajenas al catolicismo. El Arzobispo Copello lo denotaba bien cuando, en su primara carta pastoral, hablaba de una teología social de la Iglesia cuyo objetivo era “la recta organización de los factores de producción y distribución de la riqueza”.34 Incluso, planteaba un ambicioso proyecto para combatir el desempleo, a través de la construcción de Casas Populares, parroquias y colegios confesionales.35

El Episcopado en conferencia trata el tema económico en el año 1932, con una pastoral que definía la “caridad pública” en términos similares a lo que iba a llamarse luego “Estado de Bienestar”: facilitar medios para el impulso del empleo, nuevas obras públicas, auxilios especiales donde fuera urgente y normas “imperativas que prevean y remedien los equilibrios económicos, tanto en la producción como en la distribución de los bienes”.36 Comprobados los efectos negativos del libre mercado, los prelados promovían un ideal de sociedad con reglas diferentes. Pero la Iglesia no sólo buscaba cambios, sino que impulsaba la “creación” de una nueva sociedad, con la concurrencia del laicado católico.

Bajo los postulados de la doctrina social -recordemos, un corpus en constante reelaboración y reinterpretación-, se habían creado en Argentina organizaciones de diversas escalas y fortuna, como la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas de 1922 y la Unión Popular Católica Argentina de 1919. Los años treinta tendrán su propia asociación, que denominaron Acción Católica Argentina (ACA). La ACA tenía como propósito absorber o poner bajo la influencia y dirección del Episcopado el asociacionismo católico. Para esto, los obispos adaptaron los ejemplos probados en Italia y promovidos por el Vaticano, en un formato integrado que se correspondía bien con el ideal de nación y el “ser” católico de entreguerras. Predominaban ahora los valores de la patria, la familia y la propiedad, pero también una inédita predisposición a la obediencia por parte del laicado.37

El éxito inicial de la ACA fue importante en las grandes ciudades del país, especialmente en el Litoral. De hecho, contó con un rápido crecimiento de sus afiliados (Acha, 2010) durante los treinta. Dado que estudios muy detallados analizaron la organización y los derroteros de sus diferentes ramas (Acha, 2016; Bertolotto, 2020), nos detendremos sólo en el formato institucional con el que los prelados modelaron su institución.

Algunas autoras han resaltado de la ACA su apariencia de “sistema político en miniatura” (Blanco, 2005), lo que nos inspiró a hallar en la institución una forma mixta de gobierno. En la ACA combinan la democracia -por su gobierno colegiado y sus elecciones representativas-, junto a elementos de “inspiración teocrática” -por tener el clero funciones electivas y de legitimación de actos de gobierno. Colegiado era el formato de gobierno, compuesto por una comisión directiva junto a un número de miembros electivos. Representativa era la forma en que se ejercía el gobierno, donde cada centro (varones) y círculo (mujeres) elegía a sus consejeros. Así, los elementos democráticos se imponían a la hora de elegir cargos no-directivos, protegidos por un voto directo y secreto. De inspiración teocrática podemos describir el rol del sacerdote que, encontrándose en todos los niveles de la organización de manera no-electiva, ejercía una tutela sobre los laicos en la elección de cargos directivos y en la autorización de actos de gobierno.

Dos puntos en particular nos hablan de una proyección de la soberanía diferente a la popular. El primero era el sujeto constituyente de la ACA, que no era otro que el Episcopado. Los obispos habían creado su Estatuto General y sólo ellos podían modificarlo o disolverlo. El segundo es sobre la propiedad material, pues el titular último de los bienes acumulados por la ACA ante su disolución eran las diócesis.

Todas estas atribuciones componían un rol siempre anhelado por el clero, más nunca alcanzado, dada la autonomía que había mantenido el laicado en sus asociaciones. Mauro entiende que la renovada obediencia del laicado “… desentonaba poco con las frágiles y devaluadas visiones que circulaban por aquellos años sobre la democracia liberal", mientras que, a nivel dirigencial, aquellos desmotivados con la política partidaria veían en la estructura de la ACA un “aliciente y un estímulo nada despreciable" para continuar su militancia (2011: 20). En ese mismo trabajo, Mauro describe a la ACA como una “concentración antiliberal”, dado el rechazo que sugería a la vía electoral, mientras otros autores ven la manifestación de una “modernidad conservadora y alternativa” (Bertolotto, 2020), combinando la aceptación de los preceptos económicos capitalistas con el rechazo a determinadas transformaciones en la cultura.38

El modelo “romano” no fue el único disponible para los católicos argentinos, pues Castro y Mauro (2019) reconocen en esta Argentina modelos democristianos inspirados en las figuras de Luigi Sturzo y Jacques Maritain. No obstante -y como sucede en los tiempos que vivimos hoy-, las expresiones más radicales e irreconciliadas con el sistema partidario terminaron fijando los ejes de la discusión política en un punto cada vez más alejado del centro.39 Estas identidades, sin tomar la forma definitiva de fascismo, se expresaron con total libertad a través del movimiento nacionalista, que prosperaba dentro de las filas católicas desde los años treinta (Zanca, 2013: 234).

Algunas expresiones de extremismo ideológico se filtraron desde el obispado. En 1929, la Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires publicaba un artículo de un joven Meinvielle (1905-1973) que explicaba los fundamentos políticos de la sociedad civil: “La autoridad, según la doctrina católica, no se crea por un hecho humano, o por la voluntad de los contrayentes… sino que viene de Dios”. Para el cura porteño, el contrato social había sido siempre una impía y absurda doctrina, así como mal interpretada la “suprema perfección” del hombre, ya que no era la “libertad” su fundamento (como decía el liberalismo), sino el “bien”.40 Es importante aclarar que este artículo requería de autorización por parte del arzobispo para ser publicado, sin hacerlo automáticamente su palabra oficial.

Entonces ¿cuál era el ideario político que sostenía el sistema de gobierno de la ACA, sinécdoque católica de la sociedad civil? De haber uno, podríamos considerar el lema de la institución, “La paz de Cristo en el reino de Cristo”, y su culto al Cristo Rey. Dicho binomio tenía la capacidad de dar a la institución connotaciones políticas precisas. Erigido por Pio XI en la Encíclica Quas Primas (1925) y justificado por pasajes bíblicos, Cristo Rey tenía poder legislativo, judicial y ejecutivo; y aunque su reino fuera espiritual, lo era también temporal al legitimar el poder de los gobernantes. Este culto tenía por objetivo confrontar con el “moderno laicismo”, apelando más que nunca al poder temporal de la Iglesia en la forma de infatigable militancia y apostolado.

El Cristo Rey se instala como una fiesta que recuerda a la sociedad moderna que la fe no es sólo una creencia privada: gracias a esta figura, la Iglesia tenía la potestad de gobernar a todo el género humano. Martin Conway (1997) definirá esta propuesta del papado como de matriz autoritaria y verá consumada su obra en el continente europeo a lo largo de la década del treinta. En Portugal, con el Estado Nuovo (1933) de Salazar. En Austria con Dollfuss (1932), de militancia en el Christlichsoziale Partei. En Bélgica, Quas Primas fue la inspiración de Degrelle y su Parti Rexiste (1935). Y, por último, en España, con la instalación de Franco (1936), apoyado por la Iglesia, en su combate contra republicanos y socialistas. Empero, estos regímenes autoritarios se diferenciaban de los surgidos en Italia y Alemania. La vocación del fascismo por controlar las iglesias y hacer un culto del Estado, fueron razones suficientes para expulsar a buena parte de los católicos que habrían aceptado el resto de sus propuestas, a saber, el antiparlamentarismo, el antiliberalismo y el corporativismo.41

Sea a razón del efímero proyecto corporativista de Uriburu o por la restauración de la democracia limitada con Justo, el sistema político se caracterizó aquí también por la fragilidad del consenso liberal. Por su parte, la ACA promovía una experiencia de vida integral a la sociedad católica, en momentos donde los ideales políticos y económicos “totalizadores” se volvieron cada vez menos raros.42 Ahora bien, el culto a Cristo Rey a nivel local se encarnó de manera muy diferente que en Europa.

Bajo el título de “Acerca del laicismo moderno”, los obispos acordarán en 1931 una pastoral rica en definiciones, faltando un mes para las elecciones presidenciales. La carta hace una crítica a los diferentes “tipos” de laicismo. Uno de ellos, la “separación moral”, sirve a los prelados para enunciar la teoría de la “doble soberanía”:


[En la Argentina] existe un grandísimo número de católicos obligados en conciencia a reconocer simultáneamente la soberanía temporal del Estado y la soberanía espiritual de la Iglesia. Aquél está encargado de procurar la felicidad terrena del ciudadano católico; ésta tiene por fin labrar la felicidad eterna del mismo ciudadano. Siendo uno sólo el sujeto en quien ejercen su jurisdicción ambas potestades ¿qué regla de conducta habrá de seguir el ciudadano si, en virtud de la separación moral de dichas potestades, le mandan cosas contrarias?”43


De ahí que Estado e Iglesia deben estar unidos bajo una misma doctrina moral. Desde esta perspectiva, se identifican dos mensajes que ofrecen una visión más moderada del sistema de gobierno vigente, en comparación con el nacionalismo católico local. El primero es que el poder político -en cualquier formato que éste tome-, será apoyado por la Iglesia mientras no resista los mandatos de “derecho natural”. Los prelados, por más críticos que fueran de la lucha partidaria y el laicismo, no rechazaron públicamente la democracia representativa e, incluso, invitaron a ejercerla a través de un tipo de documentos llamados “Resoluciones del Episcopado”. La pastoral preparaba al creyente ante una elección difícil, pero brindaba apoyo a la candidatura de Justo.44

El segundo mensaje que se lee en las intervenciones públicas del Episcopado es que Cristo Rey -además de hablar del carácter monista del poder-, es instrumento de Paz y justicia social en el mundo terrenal, el cual no se impone por la violencia, sino por el magisterio de la Iglesia.45 En otras palabras, que no había espacio en la Argentina -como si lo hubo en Europa- para la creación de un movimiento católico capaz de reemplazar al sistema político y social vigente, con esperanzas de éxito.


Conclusión


Existe un hilo conductor que intentamos atar en las tres secuencias temporales, y este fue la definición conceptual del régimen político ideal y la percepción de la historia por parte del cuerpo episcopal. La sinonimia de civilización y catolicismo, que apareció a fines del siglo XIX, tenía por objetivo enfocarse en los logros espirituales e institucionales que había permitido el cristianismo, antes que en los avances materiales atribuidos al liberalismo. Para los años treinta, la palabra “civilización” no se pierde en el catolicismo, pero ya no la vemos reflejada en pastorales colectivas. Acaso, el pasado no servía de herramienta para la acción de la iglesia, encontrándose a gusto con una crisis del liberalismo que siempre había vaticinado. Cumplidos cuarenta años de su doctrina social, este programa estaba vigente y convalidando la función “ordenadora” de la Iglesia.

El problema de la soberanía política y la democracia atraviesan las tres épocas. A fin del siglo XIX el obispado presenta un cuadro de desconfianza, no tanto con el régimen republicano, sino con el ideario liberal de los políticos y con la inteligencia del soberano (el pueblo). Alrededor del Centenario, el Episcopado buscará refundar los argumentos sobre los que descansaba su apoyo al régimen político. Mayo de 1810 no era fecha de Revolución, sino de maduración de una simiente plantada por el catolicismo español. En el orden discursivo, los obispos se ubicaban en un lugar paradójico, pues pretendían defender los valores que organizaban la República argentina, ignorando las causas ideológicas de la Revolución francesa y los acontecimientos que desencadenó ésta en España y Latinoamérica.

Para los años treinta, mientras Europa se plagaba de regímenes autoritarios y en Argentina ganaba su fuerza máxima el movimiento nacionalista, el Episcopado eligió mantener un discurso prudente sobre las formas de gobierno. Sin embargo, proyectó sus ideales políticos en una sociedad en “miniatura” como la ACA. Allí la teoría de la “doble soberanía” cobraba vida, con un sistema mixto que combinaba aspectos democráticos con la teocracia. Dicha teoría, que se hacía oficial en los estatutos de la ACA y en las pastorales colectivas, no hablaba tampoco de un rechazo a la democracia. En todo caso, pronunciaba un repudio a la autonomización de la política, cuya consecuencia más grave era quitarle instrumentos de intervención a la Iglesia cuando se presentaran los “peligros” a la moral cristiana -por ejemplo, la educación laica, el matrimonio civil, el divorcio o la falta de fe.

Las pastorales colectivas no eran el único producto de las conferencias episcopales, también se promulgaban reglas y recomendaciones que, bajo el nombre de “Resoluciones”, se dirigían al clero y al laicado. Por su carácter “normativo” son un género muy diferente a las pastorales, pero también son la voz oficial de la Iglesia argentina. En 1902, 1922 y 1928 informan que “votar es un deber como ciudadano y un deber como católico”. Que cuando no hubiera candidatos católicos, debía aplicarse la “doctrina del mal menor”, esto es, votar al mejor candidato según una escala de valores políticos y morales. Incluso, se animan a recordar a todos los ciudadanos (católicos o no) que el voto debía ser libre, concienzudo, ilustrado y desinteresado, conceptos que bien podían surgir de una voz republicana.46 La “Resolución del Episcopado” de 1938 reduce drásticamente el articulado sobre los “deberes civiles”, pero agrega un pasaje significativo: el rechazo a que la “violencia sea el medio de conquistar el poder”, así como las doctrinas del Estado totalitario y del racismo.47 Estas Resoluciones vienen a confirmar que la relación de la jerarquía con el régimen pudo haber estado en tensión, pero nunca se quebró durante el período estudiado.

En conclusión, si consideramos los años treinta como un “punto de llegada”, vemos que el programa del Episcopado no iba más allá de gobernar al laicado a través de instituciones como la ACA, una institución que estaba por “fuera y por encima de todos los partidos políticos, lo mismo que la Iglesia Católica”.48 Podemos pensar aún funcional el modelo de “integración negativa”, acuñado por Conway (1997), que permite explicar el posicionamiento político del catolicismo europeo a principios del siglo XX: el catolicismo participa del sistema representativo, negando la teoría de la soberanía popular.

Los prelados, en sintonía con otros movimientos políticos -como el comunismo y el nacionalismo- coincidieron en disputar la hegemonía al liberalismo, pero también sabían que, en ese río ideológico revuelto, sus propuestas iliberales difícilmente pudieran imponerse (Losada, 2020). El “nuevo orden cristiano”, tal como se desarrolló en la Argentina, lo hizo en espacios cómodos, delimitados e influenciados por el espíritu tensionado y moderado del Episcopado (Bourdieu y Saint-Martin, 1982: 132). Si la revista Criterio fue intervenida por la Iglesia para evitar fracturas (Mauro, 2019: 50), la ACA una forma centralizada de control laico y el Congreso Eucarístico Internacional un evento social más transversal que “integral” (Lida, 2021), lo que puede vislumbrarse en la Iglesia de mediados de los treinta es un alejamiento de la política partidaria, pero también de toda definición ideológica extrema.


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1 Tanto en las diócesis más antiguas como en las más “nuevas”, en cincuenta años se sucedieron entre uno a cinco obispos titulares. En este mismo período hemos registrado un total de cincuenta obispos.

2 Mientras Lida sugiere el concepto de “europeización” del catolicismo argentino para definir este proceso, Castro y Mauro el de “transnacionalización”.

3 El propio Federico Aneiros será diputado por la Provincia de Buenos Aires entre 1874 y 1878, es decir, mientras ocupaba la cátedra del Arzobispado. No será el último sacerdote en ocupar cargos representativos, pero será un caso cada vez más infrecuente.

4 Una fórmula común con la que iniciaban las pastorales diocesanas era: “Al Venerable Deán y Cabildo Eclesiástico, Clero Secular y Regular y pueblo fiel de esta Diócesis”.

5 No sólo los obispos tenían el poder de interpretar encíclicas y comunicaciones papales, pues son numerosos los casos de “traducción” y “localización” por parte del clero intelectual en boletines eclesiásticos y medios de comunicación católicos.

6 Padilla y Bárcena, Pablo. Obispado de Tucumán. Pastoral de Cuaresma (11 de febrero de 1912). Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, pp. 336-364.

7 Revisando las comunicaciones oficiales del obispado nacional entre las décadas de 1880 y 1930, nos hemos encontrado con diferentes géneros que se reiteran: edictos, circulares, edictos convocatorios, autos, decretos y cartas pastorales. Entre ellas, hemos elegido las últimas por tener mayor complejidad en su escritura, porque tratan temas sociales y políticos, y porque se destinan a un público general. Juan Bonnin (2010) realiza una tarea de clasificación de géneros discursivos del Episcopado, sin embargo, son válidos solamente para el estudio de la Iglesia “postconciliar”.

8 León XIII. Libertas Praestantissimum (20 de junio de 1888).

9 En los debates sobre la ley de educación, los legisladores católicos defendieron aquella interpretación basados en las referencias a Dios y al catolicismo que contiene la Constitución de 1853, a saber, el preámbulo y los artículos 2, 14, 20, 64, inc. 15 y 73. Según ellos, si el Estado quisiera respetar la ley fundamental, no podía ser “neutro” en materia de religión.

10 Esquiú y Medina, Mamerto (7 de marzo de 1881). Carta Pastoral que dirije al V. Dean y Cabildo Eclesiástico, a los señores párrocos, al clero secular y regular de la diócesis de Córdoba, Córdoba: Imprenta de La Prensa Católica.

11 Clara, Gerónimo. Carta Pastoral del Gobernador del Obispado de Córdoba (dada el 25 de abril de 1881, publicada el 1ro de Mayo de 1881). La Voz de la Iglesia; y Carta Pastoral sobre la libertad de la Iglesia (dada el 16 de junio de 1881, publicada el 23 de junio). La Voz de la Iglesia.

12 Tissera y Capdevila, Juan C. Carta Pastora (dada el 21 de septiembre de 1884, publicada el 26 y 27 de septiembre de 1884). La Voz de la Iglesia.

13 La normativa de Córdoba es particular sobre la figura del Vicario Capitular, pues es de los pocos Cabildos que tienen un límite de mandato de 2 años. Generalmente, un Vicario Capitular se hace con la sede obispal hasta que el Papa nombre al obispo titular o el mismo Cabildo así lo disponga. Por regla general, los vicarios provisorios no pueden ser candidatos a obispo titular en la diócesis donde ejercieron la vacancia.

14 Rizo Patrón, Buenaventura. Carta Pastoral (dada el 13 de septiembre de 1884, publicada el 23 de septiembre de 1884). La Voz de la Iglesia.

15 Aneiros, Federico. Federico Aneiros, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Arzobispo de la Santísima Trinidad de Buenos Aires, Asistente al Solio Pontificio (1ro de marzo de 1884). La Voz de la Iglesia.

16 Federico Aneiros (1885 [1884]). Diario de Sesiones de la Primera Asamblea de los Católicos Argentinos, Buenos Aires: Igon Hermanos, p. 19.

17 Toro, Reginaldo. Pastoral del Ilustrisimo Sr. Fr. Reginaldo Obispo de Córdoba al Venerable Cabildo Eclesiástico y al pueblo fiel de la Diócesis de Córdoba, 25 de agosto de 1888.

18 Las referencias a este binomio conceptual se multiplican en pastorales diocesanas a partir de 1889 (Toro en su pastoral del 11 de febrero de 1893; Padilla, el 19 de mayo de 1904 y 11 de febrero de 1912; Niella, el 19 de febrero de 1912 y Bustos, el 6 de julio de 1918), pero tampoco es raro verlo antes (Esquiu, 7 de marzo de 1881).

19 Auza, Néstor (recop.) (1993[1889]). Primera Pastoral Colectiva del Episcopado Argentino, acerca de la misión salvadora de la Iglesia (28 de febrero). Documentos del Episcopado Argentino (1889-1909), Buenos Aires: Conferencia Episcopal Argentina, t. I, p. 22.

20 Auza, Néstor (recop.). Primera Pastoral Colectiva, Documentos del Episcopado Argentino… p. 35.

21 Este era el caso de las obras historiográficas de Piaggio (1910) y Carbia (1915). En diario El Pueblo podemos leer una tarea de revisión historiográfica a principios de siglo: “Por la verdad y por la historia. Rectificaciones y comentarios a propósito de la logia Lautaro”, 25-26 de marzo de 1903. Reyna Berrotarán (2016) da cuenta de esta misma operación en los sermones de Mons. Pablo Cabrera (1857-1936), y Sanguinetti (2024) hace lo propio con la oratoria sagrada del Pbro. Juan B. Lértora (1874-1963).

22 Rómulo Carbia señalará que Francisco Suárez fue la inspiración de las teorías populistas del poder, es decir, aquellas que venían a legitimar el 25 mayo (1915: 26). Cayetano Bruno, por su parte, se hará eco de los símbolos religiosos que fueron “banderas de identidad” (1954).

23 Padilla, Pablo (1994[1910]). Nota con motivo del Centenario. Néstor Auza (recop). Documentos del Episcopado Argentino (1910-1921), Buenos Aires: Conferencia Episcopal Argentina, t. II, p. 13.

24 Piedrabuena, Bernabé. Nota con motivo del Centenario… p. 32.

25 Piedrabuena, Bernabé. Nota con motivo del Centenario… p. 34.

26 Bazán y Bustos, Abel. Nota con motivo del Centenario… p. 26.

27 Terrero, Juan N., … p. 19.

28 Benavente, Marcolino…, p. 21.

29 Padilla, Pablo…, p. 13.

30 Es de notar que en el documento del Centenario producido por los obispos la palabra “democracia” aparece sólo una vez, mientras la palabra “república”, trece.

31 Boneo, Juan Agustín. Obispado de Santa Fe. Pastoral del Prelado (1ro de junio de 1912). Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, p. 647.

32 Niella, Luis María. Carta Pastoral al Clero de la Diócesis (25 de enero de 1912). Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, p. 180.

33 Este el caso de Hippolyte Taine que, junto a Ernest Renán, son dos autores influenciados por el positivismo y de gran circulación entre los intelectuales católicos argentinos (Pró, 1973).

34 Copello, Santiago (1959[1932]). Primera Carta Pastoral del Arzobispo de Buenos Aires (18 de diciembre de 1932). Cartas Pastorales. Decretos y documentos de su Eminencia Reverendísima Doctor Santiago Luis Copello, Buenos Aires: Talleres de la “Escuela de Artes y Oficios Federico Grote”, pp. 21-22.

35 Copello, Santiago (1959[1933]). Medidas contra la desocupación (Nota del Arzobispo de Buenos Aires, 15 de agosto de 1933). Cartas Pastorales. Decretos y documentos., p. 38.

36 Auza, Néstor (recop.) (2002 [1932]). Pastoral Colectiva acerca de la crisis económica y social que padece el país (8 de abril de 1932), Documentos del Episcopado Argentino (1931-1940), Buenos Aires: Conferencia Episcopal Argentina, t. IV.

37 Tal como los consigna Diego Mauro, “[u]n dirigente de los CO de Rosario sintetizaba esta obediencia del siguiente modo: ‘Mejor errar con la iglesia que acertar en contra de un obispo’" (2011: 18).

38 Desde otro punto de vista, vemos que no innovaba con la reproducción social burguesa, con su tipo de familia, sociabilidad y búsqueda de conservación de estatus, así como tampoco lo hacía en el tipo de consumo clasista, el cual Victoria De Grazia llamó “orden antiguo” (2006).

39 José A. Sanguinetti, director del diario católico El Pueblo, invitaba a construir un “régimen corporativo de representación profesional, electo por voto familiar”, “sin liberalismo individualista, ni estatolatría pagana”. Carta de Sanguinetti a Conci (27 de julio de 1941) extraída de Castro y Mauro (2019: 129).

40 Meinvielle, Julio. La Iglesia y el Estado (1929), Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, p. 520.

41 Esta discrepancia en la gestión política llevó al Vaticano a sumar en su lista de enemigos -donde ya figuraban el liberalismo y el socialismo- al fascismo, con Encíclicas como Non abbiamo bisogno de 1931 y Mit Brennender Sorge de 1937.

42 Algunos autores pusieron especial atención en la cualidad “totalitaria” o “integralista” del catolicismo, asociándola con el surgimiento del peronismo (Romero, 2010), pues ambos tendían a construir su hegemonía por fuera de la competencia política. En este sentido, la institución-Iglesia sería la usina ideológica de la “Argentina autoritaria” y antiliberal (Zanatta, 1996) o la inspiradora de un modelo “medieval” y antimoderno de sociedad, a mediados del siglo XX (Ghio, 2007).

43 Auza, Néstor (recop.) (2002[1931]). Pastoral Colectiva acerca del laicismo moderno y los deberes actuales de los católicos (3 de octubre de 1931). Documentos del Episcopado Argentino (1931-1940), Buenos Aires: Conferencia Episcopal Argentina, t. IV.

44 Sus contendientes a la presidencia no podían ser mejores que él: Lisandro de la Torre tenía un historial anticlerical dentro del Partido Demócrata Progresista, además de estar aliado al Partido Socialista; y Francisco Barroetaveña era un radical antipersonalista que había apoyado el divorcio legal desde 1902.

45 Auza, Néstor (recop.). Pastoral Colectiva acerca del laicismo…, p. 50.

46 Auza, Néstor (recop.) (1995[1922]). Resoluciones del Episcopado (18 de agosto de 1922), Documentos del Episcopado Argentino (1922-1930), Buenos Aires. Conferencia Episcopal Argentina, p. 26; y Resoluciones del Episcopado (14 de noviembre de 1928), idem. p. 131.

47 Auza, Néstor (recop.) (2002[1938]). Resoluciones del Episcopado (1938), t. IV.

48 Auza, Néstor (recop.). Pastoral Colectiva acerca del laicismo…, p. 15.

Joaquín Sanguinetti

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