Itinerantes. Revista de Historia y Religión 20 (ene-jun 2024) 7-28
On line ISSN 2525-2178
https://doi.org/10.53439/revitin.2024.1.02
La Compañía de Jesús y las experiencias misioneras en el siglo XVI. La conversión religiosa entre los esclavos, moriscos y América
The Society of Jesus and missionary experience in the 16th century. Religious conversion among Slaves, Moriscos and América
Ricardo Garza Herrera
Universidad Autónoma Metropolitana
Unidad Azcapotzalco
https://orcid.org/0009-0007-9438-578X
Resumen
El escrito presenta una reflexión general sobre el tema de la misión en la Compañía de Jesús y su puesta en práctica entre los moriscos de Granada, los esclavos negros que transitaban por Sevilla y el primer desarrollo misional en tierras americanas en las últimas décadas del siglo XVI. El principal interés será atender las formulaciones y pronunciamientos que derivaron en las labores de evangelización y conversión religiosa. Los tres escenarios nos sitúan en las discusiones en torno a la organización y consolidación de la Compañía de Jesús, la apertura a los cristianos nuevos y la confesionalización en la Monarquía Hispánica. A través de los postulados de la historia global, se conectarán los tres escenarios para abordarlos como experiencias vinculativas que permitieron delinear un perfil del jesuita misionero formado entre los postulados del ignacianismo primitivo y la renovación católica hispánica.
Palabras clave: Compañía de Jesús, misiones, conversión religiosa, historia global
Abstract
The article presents a general analysis about the topic the mission in the Society of Jesus and its implementation among the Moriscos of Granada, the slaves who transited through Seville and the first missionary development in America in the last decades of the 16th century. The main interest will be to attend to the formulations and pronouncements that led to work of evangelization and religious conversion. The three scenarios place us between the discussions around the organization and consolidation of the Society of Jesus, the opening to new Christians and the confessionalization in the Hispanic Monarchy. Through the postulates of global history, the three scenarios will be connected to address them as linking experiences that allowed outlining a profile of the Jesuit missionary formed between the postulates of primitive Ignatianism and the Hispanic Catholic Renewal.
Keywords: Society of Jesus, missions, religious conversion, global history
Fecha de envío: 9 de abril de 2024
Fecha de aceptación: 24 de mayo de 2024
Introducción
Reflexionar en torno a las labores pastorales de conversión religiosa y los principios de misión jesuita desde los territorios de la Monarquía Hispánica implica reconocer al menos dos directrices estrechamente vinculadas en la organización y desdoble de la Compañía de Jesús en las primeras décadas tras su aprobación papal en 1540. Por una parte, está el ideal fundacional, el principio religioso que justificó a la Compañía de Jesús y quedó presente en la Fórmula del Instituto: “la defensa y propagación de la fe y en el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana”. Dicho objetivo quedó regulado como parte de las vocaciones misioneras que, posteriormente, marcaron la parte séptima de las Constituciones dedicada a “la repartición de los miembros en la viña del Señor”. La segunda directriz corresponde a la entrada y expansión de la Compañía de Jesús. Este tránsito misionero permite resaltar una de las premisas básicas de las que parte este escrito y que Javier Burrieza ha logrado identificar magistralmente: la fundación de diversos colegios y el ingreso constante de miembros a la orden ignaciana, entre quienes destacan un importante número de cristianos nuevos, representan un parámetro para entender las repercusiones y las expectativas que la Compañía de Jesús provocó en la sociedad española de mediados del siglo XVI (2007: 225). Bajo la bandera de san Pablo gran parte de este primer grupo de misioneros jesuitas comenzaron a defender el bautismo como un derecho de inclusión sin distinción a la comunidad de Dios. Desglosando estas generalidades sobre la pastoral jesuita, este escrito se sitúa en las ciudades de Granada y Sevilla, ambos escenarios en las que tuvo entrada la Compañía alrededor de 1554, para tratar las experiencias de conversión religiosa y enseñanza doctrinal ante los moriscos y esclavos llegados de ultramar con el fin de encontrar vínculos a las labores que, posteriormente, sirvieron para reflexionar y actuar sobre los procedimientos evangelizadores en las provincias americanas, escenarios que se enlistan en el ambiente de los primeros momentos de expansión misionera de la Compañía de Jesús.
Para asumir una narrativa de la globalización que vincule tres tipos de experiencias religiosas es necesario postular, en principio, al “giro global” más allá de una cuestión de escalas, de lo local a lo extranacional, que sólo inserta espacios extraeuropeos en el gran relato histórico. La variante de escalas sólo puede funcionar en la medida de poder vincular espacios, comunidades, ideas, alteridades como resultado de dinámicas de encuentro e interacción (Hopkins, 2006:9). En este caso, se buscará resaltar que la idea de misión representó el fundamento de una agencia globalizadora inscrita en un espíritu de renovación católica y la Compañía de Jesús fue un agente globalizador de la Temprana Edad Moderna. Si bien se parte de los principios fundacionales jesuitas sobre la misión, se busca romper con las generalizaciones que en torno a la Compañía de Jesús se han construido en dirección a discutir, en principio, que la orden ignaciana no puede ser concebida como una sociedad homogénea ni continua respecto al común discurso historiográfico que establece una misma línea transitoria de la orden al menos hasta el momento de su primera supresión. En este sentido, en el texto se establece que la experiencia morisca y frente a los esclavos es parte de una génesis experiencial sobre las empresas misioneras que los jesuitas expandirían en el ancho del orbe católico. Ante la ausencia de una discusión directa y comparativa con las primeras empresas misioneras en Europa Oriental y partes de Asia, y bajo el peso pastoral de figuras como Francisco Javier, la experiencia jesuítica hispana sirve para analizar las aperturas para la presencia de la Compañía de Jesús en América y las múltiples rutas diseñadas de conversión religiosa. En sintonía con Bern Hausberger, la Iglesia católica se postuló como una de las primeras instituciones en lograr traducir las experiencias de la expansión europea en un proyecto de alcance universal, dinamizando una incipiente globalización (2015: 259). La misión religiosa se cita como “una expansión dinámica de las fronteras de un sistema religioso” (2015: 332), una empresa cuyo principal interés fue divulgar una nueva luz del Evangelio. Basta con consultar lo escrito por Ignacio de Loyola incluido en las Constituciones para entender las premisas planteadas anteriormente: “El fin desta Compañía es, no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia divina, más con la mesma, intensamente, procurar de ayudar a la salvación y perfección de las de los próximos” (Loyola 2014: 466).
El conjunto de ideas y prácticas sobre las misiones serán expuestas para apreciar a esos peregrinos jesuitas globales incluidos dentro de las primeras generaciones de religiosos españoles que ocuparon los primeros espacios de colegios, casas de probación y demás fundaciones jesuitas y que, a su vez, comenzaron a recorrer el mundo. Se presentan las experiencias misioneras jesuitas, la de los esclavos y moriscos, como el principio de un ciclo de circulación de conocimientos y prácticas de interacción que desembocó en un sistema misional amplio y completo, bajo conexiones simultáneas y en circularidad, en el que el “conocimiento misionero”, y en específico el saber jesuita, a la manera del subrayado de Guillermo Wilde, “paso a determinar un conjunto de prácticas y técnicas que se negociaron en interacciones concretas más allá del territorio europeo” (2024:17). La exposición de estas figuras sirve para destacar una singularidad hispana, como en algún momento indicó Marcel Bataillon, que evidencia que, aunque no fue una empresa exclusivamente española, de España procedió gran parte del impulso inicial de la Compañía de Jesús y ello condicionó una peculiaridad americana jesuítica sólo dibujable en un marco de lo global desarrollado, al menos, hasta finales del siglo XVI con el paso de la reinstitucionalización de la orden y la readaptación del mensaje ignaciano fundacional.
Del ideal de misión como principio ignaciano a la movilidad apostólica en la Monarquía Hispánica
El historiador jesuita Wenceslao Soto ha destacado el relato sobre los primeros compañeros de Ignacio de Loyola vinculados al voto de Montmartre de 1534, dirigido a peregrinar a Tierra Santa, y tras las dificultades para su cumplimento decidieron acogerse a la cláusula de servicio y obediencia propuesto por el papa Paulo III, quien, según escribió Nicolás Bobadilla, señaló: “Buena Jerusalén es Italia para hacer fruto en la Iglesia de Dios” (Soto, 2017: 318). En la primavera de 1539, reunidos en la casa de Antonio Frangipani en Roma, los diez compañeros de París pidieron a Ignacio de Loyola formular los principios sobre una nueva sociedad religiosa regida bajo los ministerios apostólicos y en plena obediencia papal. La propuesta presentada a Paulo III presentó a un grupo de religiosos enfocados “al provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana y para la propagación de la fe” (Obras Ignacio, 2014: 390). Superando una serie de controversias, desaprobaciones y revisiones, el 21 de julio de 1550, el papa Julio III presentó la confirmación sobre la ordenación de la Compañía de Jesús a través de la bula Exposcit debitum, la cual sirvió para autorizar la labor de esta organización en el seno de la Iglesia católica. La Fórmula del Instituto, el estatuto constitucional de la Compañía de Jesús, presentada una primera versión en 1540, pero con una definitiva y renovada versión influenciada por la bula de 1550, concretó los fines de la fundación de la orden y los medios dispuestos para conseguirlos (O´Malley, 2016: 37). El trabajo apostólico misionero quedó definido en la defensa y propagación de la fe por medio de “públicas predicaciones, lecciones y cualquier otro ministerio de la palabra de Dios, de los ejercicios espirituales, de la doctrina cristiana a los niños y gente ruda, y del consuelo espiritual de los fieles, oyendo sus confesiones y administrándoles los otros sacramentos” (Obras Ignacio, 2014: 390), labores determinadas en el consuelo de los desavenidos, el socorro a los presos en cárceles y los enfermos en los hospitales y en el ejercicio de las obras de misericordia “según pareciere conveniente para la gloria de Dios y el bien común” y bajo la disposición para ser enviados “respecto al provecho de las almas y la propagación de la fe” a cualquier parte del mundo, considerando desde la Fórmula a los turcos, infieles o “aquellas partes que llaman Indias, o a otras tierras de herejes, cismáticos o fieles cristianos” (Obras Ignacio, 2014: 31).
Constantemente se ha considerado que la confirmación papal hacia la Compañía de Jesús responde a las tensiones teológicas que presentaba el catolicismo ante los reformados, siendo esta orden un instrumento clave para enfrentar las inevitables disputas y diálogos que se avecinaban con los reformados. Sin embargo, en este escrito sirve apreciar a la Compañía de Jesús a partir del marco literal de su presentación hacía sus múltiples desbordes: una reforma interna de la catolicidad. La cúspide de una renovación religiosa llevada a la institucionalización sirve para apreciar la conformación de las constelaciones modernas, a la manera de José Luis Villacañas, para entender el poder político que impulsó y respaldó la aceptación de una nueva orden y el papel de los jesuitas en apoyo de los intereses papales, en principio, frente al proyecto imperial de Carlos (Villacañas, 2020). Por una parte, la configuración de nuevas sociedades religiosas con aspiraciones políticas diferenciadas justificó pronunciamientos y controversias dirigidas a la inclusión de nuevas feligresías El abanderamiento jesuita sobre un discurso dirigido a conformar una nueva comunidad de Dios en apertura hacia los cristianos nuevos explica por una parte, el primer abanico integrador que abarcó la incorporación de un exmiliciano convertido como Ignacio de Loyola, un vástago de familia conversa como Diego Laínez, un humilde toledano como Alfonso Salmerón, Pedro de Rivadeneira, paje del cardenal Alejandro Farnese, o el noble Francisco de Borga (Villacañas, 2020: 181 – 182); una sociedad de religiosos que atrajo la simpatía del reformador cristiano nuevo Juan de Ávila y su escuela; y posteriormente legitimó una proyección de labores doctrinales de amplia acción de influencia que incluyó desde diversas cortes e instituciones de poder europeas a grupos de conversos, herejes y gentiles a lo largo y ancho del orbe. Por otra parte, la bula Regimini Militantes Ecclesiae y el cuarto voto de obediencia papal son claves para entender el respaldo político que representó la Compañía de Jesús para los intereses de avanzar en una reforma papal enfocada en asuntos de doctrina y vida religiosa aplicada para el interior del mundo católico en expansión, y que manifestó su máxima expresión de orden doctrinal y disciplina con el Concilio de Trento, ante el frente imperial y las aspiraciones de un proyecto de catolicismo conciliador y de concordia teológica cristiana encabezada por Carlos dentro del juego de las llamadas constelaciones modernas. José Luis Villacañas resalta, en este sentido, el peso de la elección de los jesuitas por la figura del Sumo Pontífice a través del voto especial y la defensa de la figura papal como absoluta e insustituible según lo evidencian las múltiples intervenciones que los miembros de la Compañía tuvieron en los coloquios y debates organizados por Carlos ante los luteranos, en los años siguientes a la aprobación de la orden religiosa, para impedir cualquier consenso concluyente y como señales al poco favorecimiento y hasta entorpecimiento al avance de la política imperial (Villacañas, 2020: 183 – 185).
Sin embargo, como se ha dicho en líneas arriba, es válido regresar a los pronunciamientos literales sobre la presentación y formulación de la Compañía de Jesús para apreciar lo que en el desdoble práctico significó el cuarto voto de obediencia, en este caso tomado desde la disponibilidad apostólica, para las labores de conversión y doctrina frente algunas minorías sociales. En carta elaborada en Roma y fechada el 23 de noviembre de 1538, en respuesta a Diego de Gouvea sobre la invitación del rey Juan III para el envío de algunos compañeros a laborar en la India, Ignacio de Loyola manifiesta una definición sumamente clara sobre el perfil que se venía delimitando sobre la nueva sociedad de religiosos. En rechazo a la petición realizada y para justificar sus intenciones sobre la obediencia papal, Ignacio de Loyola comentó: “Nosotros, todos cuantos coligados en esta Compañía estamos, nos hemos ofrecido al Sumo Pontífice, por cuanto es el Señor de toda la mies de Cristo; y en esta oblación le significamos estar preparados a todo cuanto de nosotros, en Cristo, dispusiere”. La carta finaliza subrayando el interés generado, en respuesta a varias solicitudes, de laborar entre “esos indianos que los españoles conquistan diariamente para su emperador”, sin embargo, Ignacio y sus compañeros decidieron acatar la voluntad del Sumo Pontífice de permanecer a su lado “pues abundante es la míes en Roma”. Ignacio de Loyola se valió de esta carta para exponer uno de los principios fundamentales en el entendimiento de las labores misioneras jesuitas, al menos, en las primeras décadas de desarrollo de la orden: “La distancia del país no nos espanta, ni el trabajo de aprender lenguas: se haga sólo lo que más agrade a Cristo […] De temer es que la causa principal de los errores de doctrina provenga de errores de vida; y si éstos no son corregidos, no se quitarán aquellos de en medio” (Obras Ignacio, 2014: 674 - 675).
Es generalmente aceptado comentar que el primer referente para tratar los temas de la misión y la otredad en la Compañía de Jesús remiten al espacio de experiencia de Ignacio de Loyola. Loyola, constantemente, mencionaba sobre su interacción con musulmanes, judíos, cristianos nuevos, gentiles y no creyentes, generando en él una consecuente apertura de horizontes hacia las labores de evangelización. Como cúspide de su itinerario personal, narrada en su Autobiografía, Ignacio de Loyola refiere que su “primera conversión” estuvo alimentada por los ánimos apostólicos de andar hacia Jerusalén y laborar en tierra de infieles; durante la “segunda conversión”, ocurrida en Manresa, se habla de una concreción del voto de ser misionero, planteamiento entendido como una acción peregrina apostólica más allá de cualquier límite geográfico bajo título de la difusión del Evangelio, la obediencia papal y en deseo de “ayudar a las almas”. John O´Malley señala que la referida propagación de la fe de la Fórmula del Instituto se mimetizó en su sentido con el uso de los términos “misión”, “desplazamiento”, “peregrinación”, palabras de mayor uso en la documentación de presentación oficial de la orden y en la correspondencia entre los primeros jesuitas, y que continuaron remitiendo al acto de la movilidad para la puesta en marcha del ministerio (O´Malley, 2016: 218). A la manera de ejemplo para evidenciar la determinación del sentido de dichas labores, se cuenta que Jerónimo Nadal, en torno a 1552 en su labor de difundir y explicar una de las primeras ediciones de las Constituciones ante las comunidades jesuitas de Sicilia, España y Portugal refería que el modelo primordial de ser jesuitas refería al hecho de “ser enviado”, misionar como un desplazamiento para la puesta en marcha de las labores pastorales: “Nuestra vocación es similar a la vocación y la formación de los apóstoles: primero, llegamos a conocer la Compañía y después la seguimos; somos formados; recibimos nuestro encargo de ser enviados; somos enviados; ejercemos nuestro ministerio; estamos preparados para morir por Cristo en la realización de esos ministerios” (O´Malley, 2016: 220)
Tras la aprobación papal de 1540, la Compañía de Jesús comenzó a laborar por los territorios de la Santa Sede y las regiones italianas casi de inmediato. Posteriormente, el rey de Portugal, Juan III, a través de sus vínculos con Simão Rodríguez, uno de los miembros fundadores de la orden, favoreció la entrada de los jesuitas al reino. La escalada de jesuitas en la corte y el favorecimiento de la dinastía de Avis para encabezar la renovación religiosa de Portugal son algunas de las razones que explican la confianza en la orden, su expansión por el reino lusitano y las primeras misiones extranjeras encabezadas por Francisco Javier hacia las Indias orientales. La protección política, la eficacia doctrinal y la simpatía social a raíz de su renovada pastoral comprobaron la continuidad en expansión de la Compañía de Jesús. Ignacio de Loyola supo armar un eficaz aparato administrativo, encabezado por Jerónimo Nadal, que permitió adaptar los principios fundacionales y de labor apostólica de la orden al proceso de apertura y adaptación a nuevos territorios, así como la instrumentalización de los ensayos pastorales hacia una profesionalización de las prácticas doctrinales y la difusión del mensaje católico. Por ejemplo, en 1544 se suprimió el principio fundacional que limitaba el número de integrantes en la sociedad hacia una apertura de miembros según los requerimientos de cada fundación y provincia. Con la capacidad de poder corregir los fundamentos que le dieron orden y presentación a la Compañía, las Constituciones y otros documentos fundamentales como la Ratio Studiorum encontraron su última y definitiva edición hasta el generalato de Claudio Acquaviva, quinto general en el orden, esto es más de cincuenta años después de la aprobación papal, y habiendo múltiples cambios y correcciones en el camino. Para evidenciar el avance de la orden, se contabiliza que al morir Ignacio de Loyola el 31 de julio de 1556 la Compañía de Jesús contaba con 19 colegios en Italia, 18 en España, 3 en Portugal, 2 en Alemania, 2 en Francia y uno en Bohemia, en el llamado “corazón de los dominios imperiales” (Villacañas, 2020: 186).
Para el caso español, su ingreso y recibimiento fue también problemático. Basta considerar que este proceso ha sido resultado de lo que se ha considerado un camino de conversión social. El cambio de voluntades, el convencimiento de la opinión pública, la confianza política de las cortes y las administraciones regias, y el acercamiento a otros grandes nombres de religión reforzaron la imagen de un nuevo camino de vida espiritual, claves historiográficas que permiten entender la expansión de una recién creada sociedad de religiosos sobre un terreno que se disputaba entre un camino de agitada renovación religiosa, múltiples interpretaciones bíblicas y un estricto frente construido en la tradición, el poder y la hidalguía, por sintetizar un escenario más complejo y profundo. Tras su entrada, la Compañía de Jesús debió asentarse entre la presencial inquisitorial y un camino cada momento más estrecho de confesionalización. En este caso, la singularidad jesuita como símbolo identitario sí valió en tales momentos para facilitar la entrada, expansión y comunión social. Se ha dicho que para entender los primeros pasos de los jesuitas en el escenario hispano deben atenderse los caminos individuales, los destinos entrecruzados y las inquietudes religiosas de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola y posteriores miembros que fueron ensanchando las filas de la Compañía y que representaron el círculo administrativo más íntimo entorno a los primeros prepósitos generales.
Sin quitarle relevancia a los vínculos políticos que abrigaron el accionar de la Compañía de Jesús en España, se pretende subrayar que en el análisis sobre los alcances sociales de un carisma ignaciano se posibilitan reflexiones más bastas para estudiar los ideales de misión apostólica y sus impulsos sociales, y descartan como primario valorar un proyecto político sustentado en obras de caridad y relaciones sociales. Retomando la idea de la conversión, el convencimiento en el ánimo y la opinión de aquellos quienes contradijeron a los primeros jesuitas para después favorecerlos desde el interior de la comunidad prestó a la idea de comparar dichas transformaciones con la ocurrida con Pablo de Tarso: primero perseguidor de los discípulos de Jesús y experimentando una posterior conversión en el camino de Damasco (Bataillon, 2014: 200). Asimismo, se generó una gran atracción sobre el modo de ser jesuita que permitió agrupar a un número vasto de devotos. Atender los vínculos políticos y económicos como el hecho prominente para el impulso de la Compañía de Jesús ocasionaría desatender las consecuencias de la simpatía que amplios sectores de la población e importantes personas de religión tuvieron hacia la orden. La acumulación de bienes y la vida religiosa destinada a los grupos privilegiados eran condiciones de labor espiritual sumamente criticadas por un movimiento de renovación católica que, desde el seno social de la Monarquía Hispánica, planteaba nuevos parámetros de acción pastoral hacia el cuidado de los desatendidos. Sin estas inclinaciones afectivas no se podría dar el peso justo a los vínculos jesuitas con la reforma carmelita, franciscana o la escuela avilista.
La Compañía de Jesús entró a los territorios de la Monarquía Hispánica en 1547 bajo un inicial impulso de siete casas y 41 miembros. En un mapeo general sobre su desarrollo en el espacio hispánico se aprecia el crecimiento de fundaciones y una constante reorganización administrativa como medios para una mejor regulación de las actividades pastorales y del registro de los nuevos miembros de la orden: en 1552 la provincia se dividió en dos: Aragón y Castilla, bajo la dirección del provincial de Castilla, P. Antonio Araoz. En 1554, ya fundados once colegios, Jerónimo Nadal, por encargo del general de la orden Ignacio de Loyola, estableció una nueva división y determinó las provincias de Aragón, Castilla y Andalucía: la primera correspondió al reino de Aragón, Valencia y Cataluña; a Castilla pertenecieron Castilla la Vieja y el reino de Toledo; Andalucía abarcó Salamanca, Extremadura y Granada. Además, se decidió no separar Salamanca de Castilla y que el nuevo colegio de Plasencia (Cáceres, Extremadura) perteneciera a la provincia de Castilla. La provincia de Andalucía, o también llamada Bética, quedó definida por los antiguos reinos de Jaén, Córdoba, Granada y Sevilla. Las Islas Canarias formaron parte de la provincia de Andalucía, como lugar de misión, al ser diócesis sufragáneas de Sevilla. Como última modificación, posteriormente en 1562, se dividió la provincia de Castilla en dos: Castilla y Toledo (Soto, 2013: 6 – 7). Atendiendo a las crónicas de la época, basta decir, que los jesuitas ejercieron sus labores populares de misión a través de la catequesis, las prácticas de confesión y predicación, así como en la instrucción de novicios y colegiales. La vocación jesuítica se fundamentó en la movilidad para el ministerio activo y la evangelización, ideales plasmados en las ordenanzas de los textos fundacionales. Ejemplo sobre la edificación de los misioneros jesuitas para la instrucción de una plena educación religiosa, en La carta sobre la indiferencia, escrito realizado entre 1562 y 1564 por el entonces provincial de Andalucía Juan de la Plaza, se plantean constantes recomendaciones hacia la formación de la disciplina y el recogimiento, a la manera del primer ignacianismo inspirado en la Fórmula, como alimentos de una vida espiritual en perfección: la educación sacerdotal, la regulación de los sentimientos, el despojo del mundo y una comunicación intimista son los instrumentos de conocimiento para los nuevos religiosos. Asimismo, en el escrito del P. Plaza se reconocía que la enseñanza y rectitud de los superiores o el cultivo de virtudes en los novicios siempre desembocaban en los ánimos de las labores de confesores, predicadores y curas de almas; la corrección de la vida religiosa no tenía otros fines más que su aplicación para la renovación de la vida religiosa de las sociedades (Abad, 1958: 184 - 185). El entusiasmo en esta carta sobre la indiferencia y en otras instrucciones y documentos primigenios de la orden sirven como buen referente para dibujar parte del trayecto misional que tuvo la Compañía de Jesús durante sus primeras décadas de formación, así como los entusiasmos, preocupaciones, denuncias que de manera similar fueron presentándose en diferentes focos de labor y que, en los planos de una movilidad global, justificaban el ideal sobre la ayuda del prójimo, principio pastoral inspirado en las reglas de las Constituciones: “Está en conformidad con nuestra vocación viajar a cualquier parte del mundo donde haya esperanza de servir más a Dios y ayudar a las almas” (O´Malley, 2016: 147).
De moriscos de Granada y esclavos en Sevilla a tierras americanas: las labores pastorales en el tránsito global de la Compañía de Jesús
Tan pronto se establecieron colegios jesuitas por el territorio del Reino de Granada, la predicación y la enseñanza fungieron como las labores habituales frente a las comunidades de moriscos. Se propuso un método de integración que postulaba las conversaciones y disputas amigables, pero privadas, con los alfaquíes, maestros de la ley coránica; además, se reiteró la necesidad del estudio de la lengua árabe y de la terminología teológica de las comunidades árabo-cristianas orientales con el fin de impulsar la evangelización y la catequesis. Como muestra quedan algunos catecismos destinados a la enseñanza de la doctrina cristiana a moriscos y la refutación de la otra fe. Además, los jesuitas se dedicaban a la educación de niños de padres moriscos y a pronunciar pláticas espirituales en calles y plazas de las principales ciudades y pueblos, entre las cárceles y en hospitales. Estás prácticas cotidianas conllevaron conflictos respecto a la obsesión de “limpieza de sangre” que surgieron entre amplios sectores de la población hasta volverse un elemento básico en el proceso de unidad confesional e integración social. El problema de limpieza de sangre se planteó primero con los judíos conversos y se trasladó a la sociedad morisca. Capítulos catedralicios, colegios universitarios, órdenes religiosas y otros organismos religiosos y públicos comenzaron a exigir tal requerimiento como muestra de pureza de fe entre sus miembros. La Compañía logró eludir las presiones tanto de las autoridades civiles como religiosas y permitió el acceso indistinto a cristianos nuevos y viejos a la orden (Soto, 1996: 157).
La Compañía de Jesús fundó el Colegio de Granada en 1554. Las crónicas de la época resaltan el interés que existió por aprender el árabe como forma de introducirse en la comunidad. En 1557 ingresó a la Compañía de Jesús Juan de Albotodo, uno de los primeros miembros en establecer un diálogo frecuente y directo con los moriscos y en enseñar la doctrina cristiana en árabe. A petición del arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, en 1559 el prepósito general Diego Laínez aprobó la creación de la Casa y Escuela de Albaicín, las cuales funcionaron como centro gratuito de enseñanza y apostolado, así como escuela de árabe para los jesuitas. Asimismo, se fundó una escuela para niñas moriscas y otro espacio destinado a la enseñanza de hombres adultos y jóvenes donde aprendían a leer, escribir, contar y la doctrina cristiana. El jesuita historiador Wenceslao Soto sintetizó un día común en la Casa de Albaicín:
El orden del día comenzaba por la mañana en la iglesia, donde acudían niños y niñas para rezar. Al acabar, las niñas volvían a sus casas y los niños mayores a sus oficios. Los demás quedaban en la escuela tres horas por la mañana y otras tres por la tarde […] Además de las oraciones, recitación de la doctrina cristiana y missa diarias, los niños tenían procesión de la doctrina, recitándola por las calles, una vez entre semana y los días de fiesta. También acompañaban a los jesuitas a los hospitales para obras de misericordia […] Tampoco falto el teatro, el entremés y la danza. (Soto, 1996: 160).
Para 1561, los jesuitas habían extendido la prédica y enseñanza de la doctrina a cárceles y plazas públicas de los pueblos cercanos y las Alpujarras. Estas se realizaban tanto en castellano como en árabe, lo que permitió que se intensificaran los ministerios y aumentara el número de moriscos que asistía a misas. Probablemente el punto más alto de alcance de la pastoral jesuita fue la proyección del convictorio – seminario de huérfanos. En 1561, el arzobispo Pedro Guerrero destinó a la Compañía de Jesús la fundación de un internado para niños moriscos con la intención de prepararlos para los ministros entre los suyos y una posible ordenación sacerdotal. Se eligieron cinco niños de las Alpujarras y del Albaicín, entre quienes se encontraba Ignacio de las Casas, prominente jesuita conocedor del árabe y quien laboró en la defensa, inclusión y enseñanza a moriscos hasta los tiempos de la expulsión de la minoría (Soto, 1996: 161).
Sin embargo, todos los esfuerzos mencionados no lograron revertir el ambiente de desconfianza y violencia entre moriscos y cristianos. Algunas cartas destinadas al general Francisco de Borja cuentan la dificultad por establecer una vida cristiana homogénea. La población había dejado de acudir a las escuelas y los pocos asistentes tan pronto aprendían a leer se retiraban a laborar en sus oficios. Entre los jesuitas se cuestionaron las maneras del apostolado, resaltando la inexperiencia de muchos misioneros, la mala preparación de los novicios y la inestabilidad causada por los cambios constantes de superiores. El 1 de enero de 1567, como medida tomada por el Sínodo Provincial de Granada de 1565, se promulgó la real pragmática que prohibía a los moriscos el uso del árabe, sus vestidos, ceremonias y demás costumbres con el fin de erradicar sus tradiciones. Los jesuitas se enfrentaban a una actitud contradictoria de la comunidad morisca granadina. Por una parte, eran recibidos calurosamente y, por la otra, se encontraban con bautizados que continuaban practicando el islam y no mostraban interés en profesar una nueva religión. El historiador Francisco de Borja Medina ha cuestionado si, de verdad, el optimismo de las crónicas y las cartas no era más que un instrumento edificante ante un limitado y defectuoso apostolado jesuita (Medina, 1988: 24). Por ejemplo, Juan de la Plaza, siendo superintendente del colegio de Granada, informó al Prepósito Francisco de Borja, en mayo de 1567, las deficiencias de las labores ejercidas en la casa de Albaicín. Consideraba que en los años que llevaba funcionando se podían distinguir pocos frutos. Para el jesuita, los motivos se remitían a “no tratarse de propósito ni poner medios en particular para ayudar esta gente, más que estar allí de los nuestros dos padres y seis hermanos para sustentar una escuela de enseñar a leer y escreuir a los niños”. Diversas voces jesuitas, similar a lo pedido por el P. Plaza, pidieron se examinara si “conviene tener esta carga con tan poco provecho, o tomarla más de propósito para probar lo que se pueda aprouechar en esta gente” (Medina, 1988: 82).
La Compañía de Jesús intensificó y renovó los métodos para una asimilación pronta en consonancia a la pragmática real. Entre los nuevos objetivos, los jesuitas intentaron catequizar a los moriscos más importantes y respetados de la comunidad. Algunos jesuitas continuaban respaldando la idea de que miembros de la orden aprendieran árabe, justificándose en las líneas de las Constituciones que exhortaban al conocimiento de la lengua común de un territorio y en las recomendaciones del Concilio de Trento sobre la utilización de las lenguas vernáculas para la predicación y enseñanza de la doctrina. A la par, fundaron la cofradía para moriscos del Albaicín dedicada a la “Limpia y Pura Concepción de Nuestra Señora”. Sin embargo, la persecución inquisitorial y diversos casos de jura de herejía llevaron a la comunidad de Granada a un estado de tensión irreparable. Los jesuitas, buscando aplicar las pragmáticas reales, ayudaron a encender la hoguera. El 24 de diciembre de 1568 se realizó la rebelión de las Alpujarras. Algunos jesuitas del colegio de Granada acompañaron al ejército de Juan de Austria y las galeras de Luis de Requesens. La rebelión y la posterior persecución y éxodo de los moriscos significó la clausura de la casa del Albaicín. Grupos de moriscos fueron exiliados a Sevilla y a Málaga, donde la labor de los jesuitas se reconfiguró hacia el cuidado de los moriscos enfermos y moribundos, así como su defensa frente a los cristianos viejos (Soto, 1996: 163 – 165).
Después del fracaso que representó el proyecto de la Compañía de Jesús ante la conversión de los moriscos debido, principalmente, al alzamiento de las Alpujarras, la orden religiosa comenzó a realinear los proyectos de pastoral popular. Parecía que las raíces de la espiritualidad primitiva, esa religiosidad ignaciana y paulista, comenzaban a crear más conflictos e incomodidades ante la administración regia hispánica y para el gobierno jesuita en Roma. Sin embargo, debe señalarse que la experiencia morisca ayudó a establecer prácticas pastorales en las provincias jesuitas de los virreinatos americanos El camino hacia América mostró adaptaciones peculiares en los modos de proceder de jesuitas que habían laborado en la conversión y enseñanza de cristianos nuevos, siendo el P. Juan Plaza, Luis López o Alonso de Barzana los paradigmas más conocidos sobre dicha transición. Respecto al P. Plaza, por ejemplo, de sus primeras experiencias apostólicas marcadas en los entusiasmos reformistas y la rigurosidad en la guía de novicios en Córdoba o Granada, sus funciones en Perú y, sobre todo, en Nueva España, lo condujeron a entablar una mayor formalidad administrativa y un favorecimiento en la defensa de la Compañía de Jesús ante personajes de mayor peso en la máquina administrativa de Felipe II. Después de la revisión del funcionamiento de la provincia novohispana, siendo primer visitador, Juan de la Plaza instruyó, a la manera de las ordenanzas sobre el estudio del árabe para la enseñanza doctrinal de los moriscos, cuidar que los jesuitas residentes en todo el virreinato aprendieran la lengua de los naturales, especialmente en las residencias. El visitador Plaza estableció la orden de que ningún miembro pudiera ordenarse sin aprender “alguna de las lenguas generales que en esos reynos corren”, reiterando que el motivo principal por el cual había sido enviada la Compañía a las Indias era el de la conversión de los indígenas y el cuidado espiritual del resto de los pobladores (Egaña, 1958: 676 – 677). El P. Plaza pidió a la junta del Tercer Concilio Provincial Mexicano, en 1585, que señalara y dispusiera los medios en el que la doctrina debía de ser enseñada principalmente a niños, niñas, mujeres, negros, esclavos y demás gente de servicio que vivía en la ignorancia, la desprotección y la necesidad (Carrillo, 2006: 234). Asimismo, quizá recordando los antiguos fracasos frente a los moriscos, atribuye parte de las deficiencias espirituales al poco escrúpulo depositado en los curas que son negligentes en enseñar la doctrina:
gente del campo y hombres que están por las estancias como salvajes, sin conocimiento de Dios, viviendo vida bestial, sin ayuda de doctrina, ni quién los exorte a bien vivir, ni quien les administre los sacramentos, debe poner en mucho cuidado a los praelados para remediarlo, no sólo en este sancto concilio, pero mucho más a cada uno en su iglesia particular (Carrillo, 2006: 234).
Asimismo, se apelaba a los errores en la enseñanza de la doctrina cristiana en la que la comunidad sólo se enfocaba a aprender de coro «como papagayos» sin entender lo que dicen: gente que aprende el credo, pero que no entiende, como los moros que eran cristianos porque sus padres lo eran, “y están tan poco asentados en las cosas de la fe, que cualquiera contradicción de herejes, con saber que lo son, los turba comúnmente y derriba a muchos”, se apuntaba frente a las autoridades del Concilio Mexicano (Carrillo, 2006: 235).
Tratar el tema de la pastoral jesuita frente a los esclavos llegados a Sevilla nos remite a un escenario similar al de los moriscos de Granada: “En Sevilla y Granada está la Compañía en la buena opinión que para el notable aprovechamiento spiritual de aquellas tan principales cibdades se requiere”, afirmaba el P. Bartolomé Bustamante (Litterae III, 1896: 760). Nos situamos ante una avanzada religiosa motivada, tras la puerta de ingreso que representó la fundación del Colegio de Córdoba y bajo organización de la provincia de Andalucía (Soto, 2014), en el trato de una población multiconfesional, multiétnica y cosmopolita, se congregaba en una ciudad paso conectora de regiones como África, el Mediterráneo Oriental, el Mar del Norte y el Atlántico. Sevilla correspondía a una ciudad consumista de una red de comercio esclavista internacional que, además, direccionó el tráfico negrero hacia la América hispana. Hoy día caben pocas dudas al considerar a Sevilla la segunda ciudad europea en importancia, después de Lisboa, respecto al fenómeno de la esclavitud, enclavada en las rutas de comercio esclavista que recorrían la Europa meridional desde Portugal hasta Italia (Fernández, 2010: 5). Sevilla era reconocida como una ciudad de comercio y movilidad que albergaba a una sociedad de múltiples oficios que se combinada con forasteros. Respecto al número de esclavos, para 1565, se ha considerado que vivían 6.327 en Sevilla y 44.670 en todo el arzobispado, representando el 1.4 y el 9.7 por ciento de la población de cada territorio. La crónica de Luis Peraza y su descripción de la ciudad, realizada en 1535, permiten situar las cifras antes dadas: “Hay moros esclavos de todas las partes de África cristianos infieles. Hay infinita multitud de negros y negras de todas las partes de Etiopía y Guinea, de los quales nos servimos en Sevilla, y son traídos por la vía de Portugal” (Fernández, 2010: 6).
Tan pronto se estableció la Compañía en España Ignacio de Loyola mostró un singular interés por fundar un colegio en dicha ciudad. En carta a Simón Rodríguez, fechada en octubre de 1547 desde Roma, pedía la presencia de jesuitas “especialmente en Sevilla, donde, por el concurso de mucha gente y otras particulares circunstancias, con razón se esperaría gran fructo si hubiese quien les revolviesse y supiesse ayudar” (Monumenta, 1903: 602). Francisco de Borja, siendo Comisario del P. General en España y Portugal, mostró intereses similares a los de Ignacio de Loyola sobre la necesidad de iniciar labores pastorales en Sevilla y ampliarse al resto de la geografía andaluza. La situación se concretó con la entrada a la ciudad en 1555 del noble sevillano Alonso Ávila, destacado orador conocido como el Padre Basilio y de quien el P. Ribadeneyra refería: “Era en el púlpito una trompeta divina y un trueno espantoso y una llama de fuego que abrasa, un rayo que aterra y asombra” (Iparraguirre, 1955: 99). En 1554, junto con Gonzalo González, obtuvieron la licencia del vicario del arzobispo para confesar y predicar y, el mismo año de 1554, lograron el permiso para la fundación de una casa y colegio.
Son pocas las referencias extraíbles en las fuentes documentales sobre la Compañía de Jesús que aborden la situación de los negros esclavos tanto en Sevilla como en Lima y México, focos de nuestra vinculación, durante el siglo XVI. Sin embargo, las breves menciones han funcionado para establecer rastreos sobre la pastoral jesuítica y las posibles similitudes en el accionar misionero en los diversos escenarios. La Compañía de Jesús tuvo que laborar desde dos frentes en la evangelización de los esclavos: desde el contacto directo y mediante el acercamiento a través de los tratantes y comerciantes. Se ha subrayado que una de las primeras dificultades de la Compañía para la atracción de feligreses fue adaptarse a la combinación de ciertos “valores rectos” con la regulación de las prácticas del comercio, parámetro fundamental para entender, también, el acercamiento de los religiosos ignacianos con el trato hacia los esclavos. Parece ser que en más de una ocasión existieron choques por las regulaciones administrativas y prácticas cotidianas que avalaban ciertas “libertades morales” y beneficios justificados por los gastos y peligros de las labores del comercio frente a los lineamientos de acción moral que disponían los miembros de la Compañía. En carta enviada a Roma en 1561, el jesuita Esteban de Córdoba señalaba ciertas dificultades pastorales al tratar ante prácticas sociales cotidianamente admitidas; el jesuita mencionaba: al “haber sido esta condición vieja deste lugar, so título de libertad evangélica, dar largas licencias a los hombres y ensancharles mucho el camino del cielo, llamando estrotas estrechuras o novedades”. Sin embargo, siendo esta carta un informe sobre los avances que se tenían en la ciudad, el P. Córdoba, apuntando los beneficios de la difusión y puesta en práctica del método de los Ejercicios Espirituales, no pierde el rumbo para señalar algunos resultados para el bien de la ciudad y de la provincia: “lo mucho que se aprovecharon en ocho o diez días de recogimiento, [más personas] han deseado y desean hacer lo mismo, tendiendo, más envidia a sus buenas vidas que no a las grandes haciendas”. Cabe señalar que, a la manera de negociaciones sobre los cambios en los estilos de vida, el P. Córdoba reconocía, aún más allá de una propaganda, las posibilidades de alcanzar una conversión religiosa entre oficiantes de una labor comúnmente desprestigiada o negada en lo religioso: “Algún grave de los que predicaban decía que no podía acaban de entender cómo podía caber en uno tanta cristiandad y mercadería, como si para el que bien negocia estuviera cerrado el reino de los cielos”.
Este cambio de costumbres también se enfocaba en los negros esclavos que ambulaban por las calles de Sevilla. El P. Gonzalo González, en carta a Ignacio de Loyola firmada el 23 de abril de 1555 desde Sevilla, contaba parte de las labores y preocupaciones del P. Alonso de Ávila, el P. Basilio: “El P. Ávila ha hecho esto con mucho número de morenos que se juntan en las plaças, donde no hazen mucho servicio a Dios: llévalos a la iglesia más cercana en procesión, do les dice la doctrina, anima para el cielo y atemoriza para el infierno” (Litterae III, 1896: 379). El trabajo misional mencionado se sitúa fundamental para vincular los objetivos y rumbos de los intereses religiosos jesuitas frente a los esclavos negros radicados en Sevilla y su transposición en el escenario de las provincias americanas desde las primeras décadas de establecimiento. Andrea Guerrero Mosquera señala, por ejemplo, que las prácticas innovadoras de evangelización de negros en Cartagena de Indias por el jesuita Alonso de Sandoval tendrían una influencia directa con el método impulsado por el arzobispo de Sevilla, don Pedro Castro y Quiñones, en torno a la década de 1610 (Guerrero, 2014: 22); sin embargo, no sería un error extender esa influencia a las labores de anteriores arzobispos como los de Cristóbal de Rojas y Sandoval, Rodrigo de Castro Osorio y Hernando Niño de Guevara, figuras fuertemente vinculadas a las labores de la Compañía de Jesús, y a los impulsos pastorales generados en la organización de los sínodos hispalenses en cada uno de sus gobiernos espirituales.
Tanto en Sevilla como en otros puertos y ciudades cercanas al comercio marítimo en América, el andar constante de esclavos requirió una organización profunda entre los jesuitas que, desde la enseñanza doctrinal, les permitía implantar cambios de costumbres hacia una disciplina estricta y regulada. Por ejemplo, el P. Juan Juárez explicaba al P. Ignacio de Loyola, en carta del 27 de agosto de 1556 desde Sevilla, desconociendo aún el fallecimiento del general de la orden, algunos resultados obtenidos tras sus pláticas y enseñanzas catequísticas en las plazas y parroquias cada domingo:
Por estorvar unos deshonestos bailes, que hazen los sclavos, de que ay muchos millares en esta ciudad, y por enseñarles la doctrina, que comúnmente no saben el Pater noster, se les a dicho algunas veces en las partes donde solian esto hacer, y en una iglesia perrochial; han con esto cesado las zambras de aquellos varrios. Anse ofrecido entre algunos de hazer una cofradía de los oyentes de la doctrina, y señalar monitores y executores para los que faltassen. (Litterae IV, 1897: 419).
Resalta en esta anécdota las intenciones de crear una cofradía de oyentes de la doctrina cristiana que, además de la evidente enseñanza doctrinal referida, permitiera organizar, atraer y controlar a un grupo de negros y evitar emplearan su tiempo en bailes y fiestas consideradas deshonestas. Asimismo, esta cita sería de las primeras menciones que refieren al mal estado espiritual de los negros, quienes, aun estando bautizados, desconocían hasta lo más básico de la doctrina.
Bajo un balance general respecto a la información brindada por los jesuitas en su andar por Sevilla, se percibe, como bien señala también el historiador jesuita Francisco de Borja Medina, que el primer contacto entre la orden ignaciana y el grupo de esclavos derivó en descripciones severamente negativas sobre las conductas, moralidad y tradiciones que ejercían los esclavos en la ciudad hispana. Los relatos constantemente desdeñan y reprimen en juicios los comportamientos, entretenimientos y andanzas de este grupo social: la diversión, la violencia de sus fiestas, el alcoholismo, la deshonestidad y el nulo acercamiento a la vida cristiana resaltan como conductas que los jesuitas se disponían a suprimir de la vida cotidiana en Sevilla. Bien lo señalaba el P Martín de Roa en su amplia Historia de la Provincia de la Compañía de Jesús: “Los esclavos morenos entreteníanse las fiestas, en unas bárbaras danzas, que nosotros llamamos zambras, ellos mitotes. El baile no muy honesto, la junta de varones y hembras ocasionada y peligrosa” (Roa, 1635: 716; Medina, 2023: 270). El interés por erradicar estas prácticas evidencia, entonces, un proyecto de misión que desembocó en un programa de negación, violencia, intolerancia y persecución en sus prácticas. Estás posturas se vinculaban, además, a la difusión protestante que ocurría desde Sevilla y de la que informaban bastamente los jesuitas en sus escritos
Asimismo, se ha señalado que otra de las razones que traman cierto descuido, o posibles fracasos, en las misiones jesuitas ante los esclavos de Sevilla es el desvío de la atención pastoral motivada por diáspora morisca llegada de Granada tras la rebelión de las Alpujarras, su consecuente expulsión de la región granadina, y asentamiento en Sevilla en 1570 hasta su expulsión en 1610. Sevilla se convirtió en un foco jesuita importante de apostolado morisco desplazando el tema de los esclavos a un motivo pastoral secundario o como parte de un esquema generalizado de enseñanza doctrinal, perdiendo parte de la importancia característica que se les otorgaba como minoría. La Instrucción para la doctrina de moriscos dictada por el arzobispo Cristóbal de Rojas y Sandoval en 1571, programa enfocado en la congregación y educación catequística de los moriscos y acogido por la Compañía de Jesús, llevó a una marginación espiritual y una desatención hacia los esclavos que conllevó a un descuido pastoral, situación reconocida, posteriormente, por los mismos jesuitas laborantes en Sevilla. Basta decir que dicha problemática volvió y fue atendida hasta los años de la expulsión morisca, generando una reformulación en el interés de cumplimiento de evangelización para los esclavos fundamentado en un nuevo perfil de misionero dentro de la Compañía de Jesús (Medina 2023: 281 – 287).
En un desplazamiento paralelo hacia el territorio americano, una explicación similar a la realizada por motivo de la erección de la casa jesuita en Sevilla se dictó para justificar la fundación de una residencia de la Compañía en el puerto de Veracruz, haciendo peculiar hincapié a la presencia de los esclavos recién llegados al territorio novohispano. Fundada en 1578, a cinco leguas del puerto de San Juan de Ulúa, por los Padres Alonso Guillén y Juan Rogel, la residencia de Veracruz, como relata la carta anua de la Provincia de Nueva España de 1582, resaltaba en importancia
por ser ésta como puerta de toda la Nueva España, y de todo el tracto que en ella con España ay; a sido de mucha importancia para el remedio de muchas almas y glorias de nuestro Señor. Ase hecho mucho también con los negros (de que ay mucho número aquí), gente la más desamparada de todas, porque se a puesto diligencia en enseñarles la doctrina christiana. (Zubillaga 1959: 83 – 84).
Además, en el puerto de San Juan de Ulúa los jesuitas congregaban para la enseñanza de doctrina a esclavos, delincuentes y demás trabajadores encargados de las flotas y el puerto, quienes tenían prohibido asistir a las parroquias, a la manera de lo que ocurría en las misiones en el arrabal de la Espartería en el Arenal, extramuros de la ciudad de Sevilla (Medina, 2010: 80).
Respecto a la provincia peruana, en carta escrita por el P. Diego de Bracamonte a los Padres y Hermanos de la Compañía de Jesús, desde Lima el 21 de enero de 1569, se contiene una de las primeras descripciones jesuitas sobre la ciudad de Lima y sus alrededores, dando referencia a la distribución social entre españoles, indios, negros y mestizos a la manera en la que se organizaba la prédica de la doctrina en el puerto hispano. Tras la llegada a la ciudad de Lima el 1 de abril de 1568, el primer grupo de jesuitas comenzó a distribuirse para los ministerios pastorales, ocupando sus labores, principalmente, en las visitas a los colegios de niños españoles, el catecismo a los niños indígenas, la enseñanza a novicios, la asistencia en hospitales y cárceles, y la procuración ministerial entre mujeres y negros o morenos. Se sabe que el P. Luis López, a la manera avilista de las procesiones por las calles cantando la doctrina y con una explicación final en alguna iglesia cercana al recorrido, emprendía su andar entre morenos cada domingo y días de fiesta para aleccionar en la doctrina y en la reforma de costumbres. Respecto a la carta ya citada, escribe:
El Padre maestro Luis López confiesa de ordinario y va ayudar a morir, y las fiestas va a la doctrina de los morenos con tres o quatro Hermanos, porque se juntan más de dos mil morenos, y van por las calles los domingos y fiestas con su cruz que ellos an hecho, y ellos tienen sus maiordomos que los muñen [convocan] y traen a casa de donde salen en horden y van diciendo la doctrina y después vuelven a la iglesia maior donde se les enseña por las preguntas y se les haze una exortacion conforme a su capacidad. Y es tanto el número dellos que creo ai en esta ciudad pasados de veinte mil negros; por tanto vea V.P. si ai bien en qué emplearse, que es cierto vivían como gentiles y peor. (Egaña, 1954: 256 - 257)
Se sabe que prácticas similares eran utilizadas ante indios y la población pobre e iletrada de las ciudades americanas. Para los indios se utilizaban a los mestizos recién admitidos o cercanos a los miembros de la orden, mientras que, para los esclavos, se recurría a intérpretes de su lengua. Sebastián Amador informaba al general Francisco de Borja en carta fechada el 1 de enero de 1570:
En las doctrinas que se hazen a los indios, como a los morenos, los quales, como V.P. por otras sabe, son en grande número, se procede con harto fructo y edificación del pueblo. Todos los domingos, andando por las calles en procesión, y después trayéndolos a nuestra casa los unos, y los otros a la Iglesia mayor, donde se les hazen las preguntas en nuestra lengua castellana y en la suia, particularmente a los indios, y se les haze una exhortación o plática en la misma lengua por alguno de nuestros Hermanos que la entienden y saben bien hablar, lo qual es causa que los unos y los otros nos tengan grande aficción y saluden donde quiera que nos topan con mucho respecto, con: Loado sea Jesuchristo (Egaña 1954, 345).
Sin embargo, en la misma tonalidad sobre el abandono espiritual y la marginación social que sufrían los negros esclavos en Sevilla, en Lima el esclavo negro africano era considerado un ser de poco o nulo entendimiento, de costumbres corrompidas, difícil de cultivar y pésimo aprendiz de la doctrina cristiana. En respuesta, las cartas anuas jesuitas describen las labores pastorales que los estudiantes del Colegio de San Pablo ejercían los domingos y días fiestas por la ciudad de Lima y sus arrabales. Además, con la creación, en 1584, de la cofradía de negros o morenos establecida en la capilla de la iglesia del mismo Colegio de San Pablo se buscaba dar una salida al desamparo que sufría el grupo social a partir de bautismos, pláticas y prédicas. En la carta anua de 1584, el P. Piñas brinda al general Aquaviva información destacable sobre el ministerio pastoral que los jesuitas ejercían en la ciudad ante los esclavos y morenos. En estima de una estancia de más de 12 mil morenos en la ciudad, el P. Piñas cuenta que cada día de doctrina los morenos cofrades se reunían y formaban cuatro grupos que, con cruces y banderas, emprendían procesiones y ayudaban a los colegiales a congregar a su gente e invitarlos a ir a la plaza o a alguna parroquia para escuchar el catecismo y otras exhortaciones (Egaña, 1961: 611 - 612). Se indica, nuevamente, que la doctrina iba encaminada a que los negros desaprendieran juegos, bailes deshonestos y borracheras que los llevaban frecuentemente al desorden público, la inmoralidad y a realizar crímenes como los asesinatos entre ellos.
Para 1594, se informa que los indios y morenos de la ciudad y alrededores de Lima acudían a la iglesia del colegio de la Compañía a escuchar el catecismo, confesarse y recibir el sacramento, siendo atendidos los hombres en el patio y las mujeres en el interior de la iglesia siempre y cuando demostraran los conocimientos básicos de doctrina (Egaña, 1970: 344 – 345; Medina 2023: 293 – 295). Cuatro años después, en 1598, se fundó la Congregación de morenos y mulatos ladinos, bajo diversas advocaciones de Nuestra Señora y con oficiales y reglas propias, que se reunía en una sala adaptada como capilla en el patio del Colegio jesuita en Lima (Egaña, 1974: 669 – 670). Según la documentación, se afirma que esta Congregación, fundada por el P. Cabredo, fue concebida en consecuencia del fracaso del método pastoral catequístico que se utilizaba frente a los negros esclavos y libertos de las ciudades peruanas, e intentaba impulsar prácticas más constantes, mejor reguladas y con un mayor número de religiosos disponibles para la atención. Una práctica doctrinal, aquella de las procesiones y exhortaciones a la manera avilista o de Francisco Javier, con más de cincuenta años de aplicación, casi inalterable desde los primeros momentos de formación de la Compañía de Jesús, se mostraba insuficiente y con la necesidad de complementarse con renovados métodos de doctrina. Y fue el memorial nacido del V Concilio Provincial de Lima de 1601 que, aunque reconocía las labores de los jesuitas, evidenció que los negros “es la gente más desamparada de doctrina que se conoce , por que no tiene curas que les enseñe si ay Dios, y solo los Padres de la Compañía se emplean las fiestas quando los amos los dexan un rato, en enseñarlos” (Egaña, 1981: 345), y representó un engranaje en el cambio de marcha sobre las observaciones del estado espiritual de los morenos, propuso métodos distintos de apostolado y adapto el perfil redefinido del misionero jesuita.
Reflexiones finales
A finales del siglo XVI, la Compañía de Jesús enfrentó dos coyunturas que, tras provocar profundas crisis en su interior, determinaron el nuevo rumbo de la orden religiosa: la situación de la limpieza de sangre y lo que se ha denominado la reinstitucionalización de la Compañía. Ambos escenarios llevaron a una reformulación de los principios y fundamentos, nuevos esquemas de autorrepresentación y una metodización estricta que diseñó nuevos modos de proceder para la orden. Con una reforzada estructura institucional quedaron atrás los entusiasmos espirituales basados en los ideales apostólicos de las experiencias de renovación religiosa desarrolladas, principalmente, dentro de los territorios de la Monarquía Católica. Este nuevo rostro jesuita se terminó igualando al perfil de la Iglesia católica y su religiosidad barroca tan pomposa, pero cerrada en sus principios. La producción libresca y la configuración de un programa pastoral para la conversión religiosa se expandió y entretejió dispositivos de poder y sistemas de interacción que establecieron vínculos circulares sobre el entendimiento del otro. Lo que parecían controles de saber, poder y discurso representaron, también, índices de interacción y mezcla cultural entre los religiosos misioneros y las sociedades conversas. Sin embargo, no se puede perder de vista que la normativa tridentina para la conversión religiosa generó graves tensiones entre el acercamiento pragmático y adaptativo de una pastoral en espacios y sociedades específicas frente a la orientación universalista de la reglamentación doctrinal. Wilde asume que estas tensiones básicas deben ser puestas en contexto para destacar motivaciones, procesos, resultados y audiencias tanto a nivel micro como macro (Wilde, 2024: 17 -18); para la Compañía de Jesús, el cambio generacional que desplazó a un ignacianismo primitivo en clave de reforma católica por las disposiciones administrativas dictadas en consonancia a la estrecha normatividad tridentina subrayan los registros sobre los cambios del perfil misionero en el proceso de reinstitucionalización de la orden ignaciana.
Frente al fracaso de la experiencia morisca, pero con las glorias por venir ante los negros y, sobre todo, con los nativos americanos, se mostraba un perfil misionero jesuita redefinido y regulado bajo parámetros estandarizados sobre las vías de acción, las preocupaciones, intereses, instrumentos y programas de acción; el método de acomodación jesuita ya no valía como prácticas de improvisación sino como abanico regulado de posibilidades de acción. Esta nueva organización misionera respondía ampliamente al estricto orden dictado desde el Concilio de Trento y al reordenamiento de las esferas políticas desde el poder papal. Y para entender la clave de lo global desde la que se instala la Compañía de Jesús al cambio de siglo, sirve la síntesis que Francisco de Borja Medina presenta sobre los rumbos que tomaron las misiones de la Compañía de Jesús ante los negros esclavos: la fundación de la misión en Cabo Verde, en 1604, generó una red de comunicación entre los jesuitas portugueses de la isla y de Angola con los misioneros de Lisboa y Sevilla, beneficiándose de las mismas rutas del comercio esclavista, y conectados a Brasil y Cartagena de Indias. Habrían sido los teólogos del colegio de San Hermenegildo, en Sevilla, quienes recopilaron las experiencias de Cabo Verde, Angola, Cartagena, Sevilla, y elaboraron el método aplicado en 1614 por el arzobispo Pedro de Castro y Quiñones para la archidiócesis hispalense y, posteriormente, difundido por el padre Alonso de Sandoval en el Nuevo Reino de Granada y transferida a las labores de Lima, Tucumán, México, Puebla de los Ángeles, Veracruz y otros espacios más en el orbe (Medina, 2010, 76).
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