El éxtasis tecnocrático de la sociedad posthumana: una nueva religión de la razón
The Technocratic Ecstasy of Posthuman Society:
A New Religion of Reason
Mario Di Giacomo Z.
Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Venezuela
Instituto de Teología para Religiosos (ITER), Caracas, Venezuela
madigiac@ucab.edu.ve
ORCID: 0000-0001-5170-5906
DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt54.27.2024.187-219
Resumen: En este artículo se analizan críticamente tanto la postura teórica de Rosi Braidotti en su libro Lo posthumano, como el texto de Peter Sloterdijk, “El hombre operable”, desde dos perspectivas. Una de ellas es propiamente filosófica, que toma en cuenta, discutiéndolos, el concepto de “inmanencia vitalista” de Braidotti y la concepción homeotecnológica que Sloterdijk contrapone a las viejas tecnologías bajo la rúbrica de alotecnología. La reflexión también mantiene una deriva teológica en el sentido de comprender lo que significa para el creyente la tendencia antiescatológica presente en este tipo de discurso o, más bien, una inmanentización de la vida escatológica. Hay en ambos pensadores lo que podríamos llamar, sin originalidad ninguna, una nueva religión de la razón, en este caso de la razón tecnocrática, pero también, paradójicamente, elementos que asociarían el materialismo vitalista con concepciones ontológicas supuestamente superadas (esencia, metafísica, binarismo).
Palabras clave: posthumanismo, materialismo vitalista, homeotecnología, alotecnología, escatología, inmanencia, tecnocracia
Abstract: This article critically analyses both Rosi Braidotti’s theoretical position in her book The Posthuman and Peter Sloterdijk’s text, “The Operable Man”, from two perspectives. One of them is properly philosophical, which takes into account, by discussing them, Braidotti’s concept of “vitalistic immanence” and the homeotechnological conception that Sloterdijk contrasts with old technologies under the rubric of allotechnology. The reflection also maintains a theological drift in the sense of understanding what the anti-eschatological tendency present in this type of discourse means for the believer or, rather, an immanentization of eschatological life. There is in both thinkers what we could name, without any originality, a new religion of reason, in this case of technocratic reason, but also, paradoxically, elements that would associate vitalist materialism with supposedly outdated ontological conceptions (essence, metaphysics, binarism).
Keywords: posthumanism, vitalistic materialism, homeotechnology, allotechnology, eschatology, immanence, technocracy
Recibido: 12/07/2024
Aceptado: 16/08/2024
Introducción
Tal como nos enseñó la Ilustración, la religión de la razón podría ser inmanente.
Luciano Floridi, Ética de la información: su naturaleza y alcance
En este artículo se analizan críticamente tanto la postura teórica de Rosi Braidotti en su libro Lo posthumano, como el texto de Peter Sloterdijk, “El hombre operable”, desde dos perspectivas. Una de ellas es propiamente filosófica, que toma en cuenta, discutiéndolos, el concepto de “inmanencia vitalista” y el “ocaso del hombre” de Braidotti, así como la concepción homeotecnológica que Sloterdijk contrapone a las viejas tecnologías. La reflexión también mantiene una deriva teológica en el sentido de comprender lo que significa para el creyente la tendencia antiescatológica presente en este tipo de discurso. Hay en ambos pensadores lo que podríamos llamar, sin originalidad ninguna, una nueva religión de la razón, en este caso de la razón tecnocrática, pero también, paradójicamente, elementos que asociarían el materialismo vitalista con concepciones ontológicas supuestamente superadas (esencia, metafísica, binarismo).
Comenzando con Hegel, autor que descree de ciertas posturas ilustradas, se intenta alcanzar el punto a partir del cual la Modernidad ya no puede dar marcha atrás, es decir, la razón, sin ser ya religión, es el foro ante el cual se acreditan incluso los discursos que privilegian esos momentos que el ego cogito ha obliterado. Perdida su centralidad epistémica y cultural, el sujeto se aborda desde perspectivas que el paso de la ontología a la epistemología no ha tomado suficientemente en cuenta, emociones, afectos, afectividad. Pero el recurso a esas realidades indubitables, aunque conduzca a un debilitamiento de la razón y del sujeto que le es propio, no significa que la razón se trajee ahora con mera irracionalidad, haciendo imposible pensar, por ejemplo, la vida prepersonal, la vida afectiva, el llamado del Otro y la ética de cuidado y de la interpelación. Desde luego, un índice de imponderabilidad hay entre razón y voluntad, es decir, para que la voluntad sea propiamente lo que es debe comprenderse como una facultad que de algún modo compensa lo que la razón jamás le podrá otorgar: la comprensión plena del acontecimiento que reclama una elección (inter)subjetiva. La oscuridad siempre se filtra en la más aclarada de nuestras decisiones. No se niega aquí, en lo absoluto, la necesidad de integrar las dimensiones antropológicas apenas barruntadas en el sujeto clásico, pero sí se niega que la razón no posea una cierta centralidad en el sentido de dar cuenta argumentativa de lo que se nos entrega por otras vías. El redimensionamiento de la razón no significa su supresión. Aunque disentimos de la unidimensionalidad de la razón tecnocrática que nos parece una pieza esencial del posthumanismo, además de integrar dicha doctrina algunos espectros, ficciones, especulaciones arbitrarias, que toman el lugar que antes se acordó al sujeto epistemológico. Posthumanismo y postantropocentrismo son revisados, pues, para mostrar sus íntimas falencias, a partir de las cuales se desestructura su manifiesto antihumanista, ideológico y tecnolátrico, verdugo de la historia y del rol fundamental de la autoconstitución en y desde las oposiciones.
En sentido creyente, la otra vertiente de este trabajo, en el ser humano se da una tensión dinámica dentro de la historia, anticipadora de su Fundamento. Él, que es “de nuestra alma el más profundo centro”, se da a la historia en una carne amorosa y sufriente, asumiendo la palabra humana capaz de decir tanto el dolor como el amor, abriéndose al rostro, ese texto sin contexto que, a veces, dice más que cualquier palabra. Él, trascendente a la historia, renuncia a su propia plenitud tomando en sí las contingencias de la finitud y, acaso, experimentado una realidad desconocida en carne propia. Al darse la historia, entrando en ella, se abaja de su eterna transparencia para ingresar al reino donde las sombras son el verdadero predicado de la creación (González, 2015). Por ello el ser humano no es centro, no es el núcleo de una reducción antropológica incapaz de abrirse a realidades, sino aspiración a una plenitud continuamente aplazada en el marco de la historia (peregrinus semper), mas conseguida en la dimensión de lo Eterno (Galván, 2006). Ser a imagen constituye ya una llamada, una referencia, la Causa Prima que, actuando también como Causa Final, llama al hombre a la Casa del Padre, comienzo, medio y fin del discurso religioso.
Hegel: La libertad subjetiva
La época moderna se ha comprendido a sí misma desde el principio de la libertad subjetiva, contraponiéndose a las antiguas doctrinas del hen kai pan que, hasta el New Age y el posthumanismo se creía que se habían marchado para siempre, así como a la metafísica que redondamente ponía en orden la aparente contingencia de los fenómenos, haciéndolos aparecer sobre un suelo de necesidad. Al hen kai pan de otrora (Habermas, 1990) le van siendo arrebatados sus derechos ontológicos, cosmológicos e, incluso, antropológicos, bajo el ímpetu de una razón inflamada que urbaniza los viejos cimientos con un tipo de discurso que se atrinchera en la muerte de la metafísica y, por supuesto, en la muerte de Dios. Aunque para algunos los motivos Ilustrados ya han fenecido y hemos pasado con satisfacción a formar parte de una posthistoria (Gehlen) (Habermas, 1993), todavía a mi juicio hay que pensar si la fuerza emancipatoria de la Ilustración ya ha vivido su propia muerte o si la posthistoria no significa más bien una contrailustración que debe beber de la misma razón para llegar a comprenderse a sí misma; “Es lo que ya dijo Kant: la crítica de la razón es obra de la razón misma” (Habermas, 2006, p. 93). La ruptura con la tradición, la sensación de vértigo ante la fuga del mismo futuro, desaparecido en su propia aparición, el golpe del instante que se extingue y la novedad acelerada no han podido compensar lo que una vez se vivió en el espacio de la experiencia o de la dimensión mundano-vital. Si bien la Modernidad es una promesa, ésta ha quedado suspendida en el aire o ha de sufrir las mismas consecuencias que la nota del náufrago arrastrada por las olas del mar: no llegará a su destino. Es decir, a los antiguos poderes unificadores de la metafísica y la religión, ahora supuestamente caídos en desuso, venía a oponérsele una fuerza aglutinadora que, empero, se ha roto al colidir contra la dinámica de la libertad subjetiva.
No quiero entrar en el detalle de concepciones históricas como la de Benjamin que fractura el secreto narcisismo de un mundo abierto hacia el futuro, orientado al progreso, donde el más supera con creces el menos, pero sí hay que mencionar que ese secreto narcisismo moderno es parcialmente diluido no sólo por un ímpetu mesiánico que se desprende de las fuerzas que hemos liberado dirigidas hacia adelante, sino a través de la nostalgia por lo que atrás no ha sido redimido, susceptible también de ese mesianismo débil, de esa memoria reparadora. La felicidad del nuevo mundo lleva consigo unas feas cicatrices cuyo remedio sublimador podría radicar en una ética lenitiva. Una ética de la reparación une pasado y futuro, aunque el futuro ya haya ocurrido. El neue Zeit hegeliano, la nova aetas (Habermas, 1990), es la manera con la que Hegel designa a la época moderna. Nuevo mundo, Renacimiento y Reforma son esos tres eventos en los cuales se hace presente la ruptura entre pasado y presente, entre Modernidad y Medioevo. Hacerse cargo de toda la historia universal es el destino del concepto, el espíritu se comprende a sí mismo en esa aceleración histórica que vive y experimenta, pero también realiza su propia autoaclaración entregándose a la explicación del pasado partiendo del presente. El espíritu busca su propia autocomprensión y, a veces, pareciera que su propia transparencia. El magnífico amanecer sellado en la Revolución Francesa implica una noción de política que ya no puede acudir a modelos normativos anteriores, distintos de la novedad que ella, la Modernidad, representa, sino que ha de producir su propia normatividad sólo desde sí misma (Habermas, 1990). Política, belleza y ética son atadas al tiempo, la actualidad del presente se consume a sí mismo en cada ahora, la Modernidad, sin embargo, arroja sus semillas mesiánicas en un futuro marcado con los signos de una cierta utopía. Una redención secularizada se sustrae a la proclamación de expedientes y tiempos extramundanos: el hombre ya no será más un sublime aborto, se despide de sus valores necrofílicos y Dios ni se encarna ni se despoja de su omnipotencia para dejar espacio al despliegue del fenómeno humano.
El problema de la Modernidad es justamente la carencia de modelos y, en el desgarramiento producido por ella de la salud comunitaria, encuentra Hegel el motivo para que la filosofía eche a andar nuevamente. Herida, la comunidad hegeliana va en pos de su propia restauración. Para que la comunidad postulada no sea una ingenuidad a-histórica se echará mano, paradójicamente, de un modelo ya obliterado, pero, en la voraz dinámica de su filosofía queriendo ir con el concepto más allá del concepto, Hegel querrá incluir lo ya superado en el mismo presente, aun reconociendo como principio de la Edad Moderna a la subjetividad. La libertad subjetiva ha contribuido a desgarrar el tapiz de una comunidad que debe ser restaurada admitiendo dentro de sí la figura de un sujeto libre y autorreflexivo, capaz de traer a la misma religión ante el foro de la razón. Fundamento sustantivo del Estado, la voluntad surgida de la Revolución Francesa ha proclamado los derechos del hombre y del ciudadano, anclando el poder soberano ya no en un Dios trascendente y en los inmediatos fiadores de él, la casta sacerdotal. En términos de configuración del mundo, aparece la ciencia objetivante, la cual desencanta la naturaleza y visa la acción del sujeto cognoscente. Retirado de sus viejos lenguajes metafísicos y teológicos, el mundo es ahora un constructo de esa libertad subjetiva, lo mismo que los preceptos morales, adecuados a la libertad subjetiva a través de imperativos debidos a la sola actividad de una razón que no va más allá de sí misma (Kant) en la medida en que no reconoce límites contextuales ni devuelve la realidad a sus sombras constitutivas.
Mientras tanto, en el ámbito de la especulación, Hegel se transforma en el filósofo en el que la Modernidad llega a su propia autoconciencia. Por lo tanto, derecho de crítica, individualismo, autonomía moral e idealismo son los aspectos resaltantes de una Modernidad continuamente acelerada. La religión misma se insubordina contra el principio de autoridad y la fe se privatiza, la autoridad de la predicación se ve desplazada por un individuo atenido a su lectura escrituraria. Sin embargo, Hegel sabe que esa libertad subjetiva, de la que ya no se puede prescindir, es justamente la que erosiona lo que nostálgicamente llamará la bella eticidad de la polis (Bourgeois, 1972). La libertad subjetiva debe ser admitida, sí, pero dentro de un contexto más amplio en el que encuentre su razón y sentido. Fracturada, la unidad conferida por la religión no ha podido hasta ahora ser compensada por el poder unificador débil de la razón, por eso hay que llevar a cabo la crítica filosófica de una Modernidad en autodiscordia (Habermas, 1990), cuya unificación ya no puede ser fiada a viejos modelos incapaces de restaurar las escisiones modernas. Hegel tiene que moverse entre escisiones y cosificaciones, en una palabra, tiene que movilizar aquello que se ha extrañado, aquello de lo cual la vida se ha marchado. Esta breve prognosis hegeliana de la Modernidad y, más concretamente, de la Ilustración y de su progreso sin fin, sirve de preámbulo a la doctrina post que es el núcleo de este trabajo. Hollamos el suelo del que los dioses se han retirado, pero, como sospecho, también se retirará de él a los hombres tal como los hemos conocido, aunque la prostética que remedia falencias antropológicas sea un hecho que viene desde antiguo. Aunque, como diría Marion, tal retiro de Dios acaso no sea sino la manera como Él hoy se nos muestra.
Tecnificación de la existencia y de los existentes
Desde la perspectiva trans y posthumana el plano de la inmanencia es insuperable, incorporando elementos teóricos, de una manera a mi juicio desordenada, que van desde el materialismo spinozista hasta las técnicas de autooptimización humana, pasando por la tecnología social y la teoría de sistemas. Las cosmovisiones religiosas vienen siendo suplantadas por equivalentes que pretenden ser racionales, hincadas en el desencantamiento del mundo, pero, paradójicamente, también en su reencantamiento. El desencantamiento está asociado al proceder característico de la racionalidad científico-técnica, mientras que el reencantamiento retrocede de nuevo a esa sensación cósmica del Uno-Todo que se refleja en la zoe posthumana y en el abrazo transespecie que propugna. Ateniéndonos a lo primero, esta postura está marcada por el optimismo propio de una “modernidad desencantada (entzaubert)” (Habermas, 2002, p. 61), la cual se inserta técnicamente en el cuerpo mediante prótesis compensadoras u optimizadoras, y en un ADN susceptible de intervenciones que conducen a la programación genética. A Habermas poco le importa si:
Tales especulaciones expresan chifladuras o pronósticos dignos de tomarse en serio, necesidades escatológicas diferidas o nuevas variedades de la ciencia ficción; [...] sirven como ejemplo de una tecnificación de la naturaleza humana que provoca un cambio en la autocomprensión ética de la especie.
Desde el punto de vista cristiano, Rahner, en “El experimento hombre”, señala que la manipulación tecnológica, de acuerdo con los hitos que hoy la hacen posible, se encuentra dentro del marco de lo que al hombre le es dado practicar, sin que esta autopraxis signifique ni una deificación de la tecnología ni su demonización. Al caber dentro de nuestras posibilidades humanas, es simplemente una marca propia de la inmanencia que no suprime la dimensión trascendente del hombre, puesto que en la inmanencia misma se hallan los vestigios de una Ultimidad que el hombre no podrá ni copiar por completo ni, tampoco, eliminar. El carácter abierto e insuperable del Futuro Absoluto, porque supera ferozmente el aquí y ahora, no entra en competencia con la manipulación técnica de la naturaleza humana. No hay, pues, confusión entre lo que es de Dios y lo que es del hombre, la autoperfección técnica de éste no tiene por qué conducir a la supresión del Futuro (Kerbs, 2004). En una palabra, se trata hoy de prescindir del sujeto clásico y de proponer en cambio sujetos optimizados por la tecnología, así como la constitución de sujetos transespecie, los cuales estarían más o menos a la misma altura de lo que hemos llamado el sujeto humano. La antropolatría, entonces, hace agua. Estamos en una dimensión postantropocéntrica y posthumana, que se deshace incluso de aquello de lo que la Modernidad se vanagloriaba, el principio de libertad subjetiva, mas no del aparato científico-técnico que alcanza unas alturas tales que la muerte humana, que ya siempre había llegado, puede ahora ser aplazada de continuo. Esta pretensión se conoce con el nombre de “amortalidad”.
La centralidad antropológica del hombre vitruviano pergeñado por Leonardo puede ser simplemente sustituida por una suerte de felino vitruviano o por robots cuyas inteligencias artificiales pronto harán explotar un momento de singularidad tecnológica, dejando de lado la singularidad humana (se predice que la inteligencia artificial (IA) superará con creces a la inteligencia humana, ello recala en la noción de singularidad tecnológica, una suerte de explosión cognoscitiva de la IA). Las diferencias entre especies se sustituyen por continuidades especistas, llanuras ontológicas desprovistas de verticalidad que descuidan lo propiamente humano, como si ello, el dar cuenta de, tanto personal como socialmente, ya no tuviese demasiada importancia. El ser no es sino es mera horizontalidad, por ello, proponer algo distinto a esta ontología es capitular ante los superados textos teológicos. En el ciudadano cyborg por venir no existe una esencia humana, una naturaleza específica, pues ocurre que se da una asimilación-nivelación entre aquélla y los animales y las plantas, negando lo que ha sido históricamente lo propiamente humano (Donati, 2019, p. 53). Dice el autor también que un posthumanismo como el de Braidotti es inconsistente precisamente porque deja sin solución el problema de la verticalidad ontológica (p. 77). A mi juicio, no lo resuelve porque el sesgo ideológico no le permite hacerlo, ahogando dicho problema en una noche abstracta donde todos los gatos son pardos.
Al pensamiento bivalente de la metafísica se le ha achacado esta hipoteca de culpas, como si ella, la metafísica, no guardase dentro de sí la posibilidad de pensar la energeia, la potencia, los matices, el dinamismo de la vida, aunque, por supuesto, de acuerdo con un bajo continuo que evitaría que la diferencia fuese solamente diferencia, por consiguiente, no reconocible como tal. Violencia y dominio son los sinónimos de esa Weltanschauung según la cual el hombre ocupa un lugar privilegiado en el medio de lo existente. Todo aquello que no es él sufre la acción violenta de él, como diría Sloterdijk (2006), la alotecnología del hombre que hasta ahora hemos sido no es sino una tecnología que hace violencia a la materia, destruyendo el mundo ambiente y al hombre con él. La lectura es evidentemente unilateral. La centralidad no implica únicamente violencia, sino responsabilidad intergeneracional y una cultura del cuidado, no sólo como indican Laudato si’ (Francisco, 2015) y Laudate Deum (Francisco, 2023) en sus distintos parágrafos, sino que esa misma centralidad se convierte en servicio y diaconía de lo humano hacia lo humano y lo no-humano, hacia lo frágil y vulnerable. Nunca la responsabilidad se pierde en el ejercicio de una presunta altura antropológica a la cual se le quieren atribuir los males de la civilización existente. El herido que encuentra el samaritano es cualquier cosa menos objeto de violencia y sometimiento (Lc. 10, 33-37). No entiendo por qué se introducen relaciones de señorío y servidumbre entre la centralidad antropológica y aquello que no ocupa ese mismo locus, como tampoco se entiende la presunta despersonalización en sujetos humanos mejorados prostéticamente, es decir, la sustitución de miembros humanos por prótesis o por órganos provenientes de animales distintos al humano no tiene por qué diluir la capacidad reflexiva tanto personal como social: el yo personal incluye a los otros, como el yo de cada uno de los otros incluye una intersubjetividad ya siempre en acto.
Ciertamente, el sujeto humano centrado en el logos y en su poder teórico de comprensión y de acción ha sufrido un proceso de kenotización que ha permitido una autocomprensión ontológica más integral y realista: el inconsciente freudiano, las Stimmungen heideggerianas, el ser situado (Dasein, también heideggeriano) la Vida de Henry, la ética afectiva según Levinas, la ética cordial, la destrucción de la Historia unilineal de acuerdo con Foucault, han enriquecido la comprensión de las distintas dimensiones antropológicas. No es unidimensional el hombre, por lo tanto, el logocentrismo tiene que ser complementado con esos aspectos que el logos ha tendido a olvidar. Sin embargo, estas distintas compensaciones del logos otrora monolítico parten también de un tipo distinto de autocomprensión humana. El sujeto trascendental ha disminuido su carácter de dios intramundano y ha quedado sometido a una facticidad histórica, aunque quede en el Dasein individual algo de la potencia proyectiva de mundo, pero sin la actitud del Yo que parece planear sobre los hechos, inmune a éstos (Habermas, 1990). No basta con decir que el hombre vitruviano es sustituido por un felino vitruviano o por una inteligencia artificial que hace las veces del dibujo leonardiano.
Si seguimos más o menos de cerca cierta comprensión de la Modernidad, la razón ha tendido a transformarse en mera razón instrumental, mientras que la tradición, avasallada por ella, se resiste a la cosificación a que ella da lugar. La idea tecnocrática viene a significar el último refugio de la metafísica, en el sentido de un dominio ejercido sobre las fuerzas de la naturaleza, ahora sometidas a una techne que no deja espacios para los sobresaltos existenciales. Es decir, la época de la ciencia y de la técnica compensa las viejas falencias de una humanidad dejada a solas consigo misma, trayendo en auxilio de ésta un control y un dominio que también ejercen pronósticos sobre el futuro. El futuro, por decirlo de otra manera, ya no atemoriza. La cosificación del mundo es una dinámica totalizante en manos de burócratas y técnicos, rompiendo el hilo de la tradición y desgajando al mismo futuro del pasado que lo antecede. Aislada de lo que ha sido, la fuerza compensatoria de la razón, dividida en ámbitos funcionales propicios a los sistemas de la economía, la política y la ciencia social, intenta cumplir con el programa de llenar los vacíos que dejan los dioses retirados del mundo. Una tecnificación completa del mundo no se ha cumplido, a pesar del diagnóstico pesimista de los maestros de Fráncfort, de Lukács y de Weber, pero su tendencia no deja lugar a ninguna duda. Los arrinconados poderes de la tradición intentan arrojar luz sobre una realidad que no puede ni debe reducirse a instrumentalización y cálculo, no obstante, la idea de la ciencia en el capitalismo avanzado o capitalismo cognitivo (General Intellect) es que sólo ella tendría la autoridad para determinar lo verdadero. Pero verdad aquí se entiende en sentido ahistórico, de ruptura con los saberes tradicionales, un vaciamiento y descalificación de las significaciones que nos anteceden. Marx (1972), a mediados del siglo XIX, nota que las condiciones de la vida social se hallan bajo el control del General Intellect (p. 143). Este término connota, más que la materialidad normal de la mercancía y de los medios de producción, la inmaterialidad del conocimiento en cuanto fuerza productiva. Los conocimientos se sinergizan productivamente y, luego, en el capitalismo digital, se colocarán en red bajo la forma de una gran organización neuronal. Eso da lugar a la sociedad del conocimiento, al capitalismo cognitivo o inmaterial, en el que la cooperación de las dimensiones cognitivo-lingüísticas y afectivas devienen esenciales como recurso económico y capital fijo de las empresas. La creación de valor en un capitalismo que va dejando de ser industrial para pasar a ser “cognitivo” viene definido por un gran trabajador colectivo y cooperativo. Semejante lógica, in primis, parece conceder una mayor autonomía al trabajo en perjuicio del capital (tesis de Negri, Hardt, Vercellone), es decir, que el capital ya no es capaz de cercar como antaño, controlándolo, al trabajo vivo, haciendo éste estallar las características de la exacción capitalista. Tal optimismo no muestra bases firmes, porque la creatividad cognitivo-afectiva de los trabajadores, creadora de valor inmaterial, se enfrenta al poder capitalista que busca establecer rediles en torno a eso común generado por el intelecto colectivo, mediando la extensión privada de las patentes (Di Giacomo, 2020).
Afincados en su propia devaluación, los mecanismos de la cultura hacen frente a un futuro vaciado de toda relación con su pasado. No se trata, empero, ni de que la dinámica de la modernización urbanice sin piedad todo lo que no es ella misma, sometiéndolo a su lógica, ni, tampoco, de que la tradición esté a nuestra disposición según una memoria inútil o una mortificada nostalgia. La tradición debería ofrecer los barruntos compensatorios a un monopolio discursivo basado en la autoridad de la ciencia. Hay que advertir que la cosificación del mundo incide en la autocomprensión antropológica en un sentido negativo, pues algo se ha perdido para el sujeto y su conciencia, incapaz ya de reconocerse en sus productos y sus obras. El hombre no se encuentra a sí mismo en la obra que produce. El mundo es, como nos recuerda Habermas (1993) citando a Berger y a Luckmann, un opus alienum, no como opus proprium, lo cual lesiona la autonomía presunta del hombre moderno (p. 102). El ser humano se apropia de su mundo en la forma del consumo, desplazando en éste un modo de autorrealización. El aumento de la complejidad sistémica y la reducción de la verdad a solamente una de las expresiones humanas nos sugieren una cosificación global a la que nadie es capaz de rehusarse. La perspectiva emancipatoria parece arribar por la vertiente de una confrontación dialógica en la cual los productos sentidos como extraños y cosificantes reingresen de nuevo a la conciencia bajo una forma crítico-reflexiva y colectiva. De acuerdo con esto, los fines y valores de una determinada sociedad serán configurados en la dimensión de una subjetividad de orden mayor a la mera subjetividad individual. En Hegel, el Estado; en Habermas, la comunidad de diálogo.
La confrontación de ideas y puntos de vista implicada en el diálogo permite tanto un principio de individuación como un principio de socialización de los mismos interlocutores. El diálogo se desvincula de la subjetividad monológica (Habermas, 1993), ciñéndose a un yo que se encuentra ya siempre en un ámbito intersubjetivo, mediando lenguaje y tradiciones, un mundo previamente constituido al que él arriba con rezago. La libertad subjetiva ya no es un hilo suelto de la Modernidad. Una razón suficientemente ilustrada ha de hacer suya su propia radicalización: ilustrando sus propias insuficiencias, reclamando para sí la posibilidad de erigir fines en un mundo que, a nativitate, los ha neutralizado. La ciencia y la técnica y la producción orientada según el capital se topan con un conocimiento conciliador que pone en su sitio los diversos ámbitos en los que la sociedad se escinde. En Hegel esta conciliación cobra el cariz de una determinación orgánica tanto en la esfera teórica como en la práctica. Intentando reconciliar lo abstractamente separado por el entendimiento, a la razón le toca cumplir el papel de reapropiarse de las fuerzas que se enfrentan opositivamente al hombre, mientras que el Estado cumple el rol de unificar en las diferencias, asunto difícil para un sistema sociopolítico particularmente complejo.
En el descentramiento del sujeto moderno, los esfuerzos para superar la Modernidad han traído consigo algunas praxeis abismáticas, epitomizadas en la demolición del principio de individuación. Una de las vías usadas para escapar de la Modernidad “ha de consistir en ‘rasgar el principio de individuación’” (p. 122). Que no haya más sujeto o que éste se encuentre en la palabra misma que lo habla, de la cual él no es señor, sino meramente siervo. Entre revoluciones estéticas y revoluciones trasgresoras se filtra el ocaso del sujeto, sin que ello signifique de verdad una revolución política que modifique la subjetividad monádica, fracturando el sí mismo individual. Más allá de tales extasiadas revoluciones, nos queda por saber si efectivamente la subjetividad que controla al ente logra zafarse de la unilateralidad de su condición, a fin de escrutar si aquello que era una promesa de emancipación no ha decantado sino en una deshumanización progresiva o en una recosificación de lo que llamábamos humano. Del cálculo no puede derivarse una liturgia del derroche, como tampoco una entrega sin medida. Lo que no cae bajo el dominio de la utilidad es algo que puede ser desechado sin contemplaciones. Aunque habiendo prometido una nueva humanidad, separada de la corrosión despiadada de religiones y de dioses, el sujeto moderno no ha alcanzado su propia promesa. La tesis francfortiana es que “la propia razón destruye la humanidad que posibilita” (p. 140), porque ella ha sido reducida a simple razón instrumental, es decir, a utilidad técnica. El mundo ha sido convertido en un enorme laboratorio donde otras formas de saber son sencillamente inútiles. El saber efectivo se transforma en un poder monárquico ante el cual se rinden las antiguas potencias.
Pero la Ilustración en realidad ha mostrado su doble rostro: el de la cosificación del mundo natural y el de los hombres y el del ritual compulsivo de la pura autoconservación a través del desarrollo exponencial de las fuerzas productivas, exigiendo un aplazamiento de los placeres instintivos. La gloria antropológica resultante de la introyección del sacrificio es la autocelebración del hombre íntimamente mutilado. Los precios sacrificiales del mito han sufrido una violenta resignificación en la presunta emancipación de lo humano, que se crucifica a sí mismo en el Gólgota de su gloria. La neutralización teológica y metafísica tiene su compensación en la racionalidad científico-tecnológica ajustada al puro plano de la inmanencia y fundamentalmente al control de procesos objetivados. Atrás, por supuesto, va quedando una serie de vacíos existenciales que no pueden ser consolados por medio de un logos reducido a mera autoconservación, a una ilustración que invade todos los campos existenciales al precio de un desencantamiento del mundo y a una nihilización de lo que nos aparecía otrora como sagrado. Todo el optimismo que despuntaba en el plano de la inmanencia natural, suprimidos los expedientes extramundanos, fueron sin embargo históricamente contestados por esos experimentos sociales en que concluyeron los proyectos revolucionarios o reaccionarios. Derivando en totalitarismos de uno u otro signo y en una guerra que parecía acabar con todo optimismo racional, la civilización inmanente no hizo sino demostrar que estaba empeñada en su propia destrucción. La experiencia de inmanencia y el desencantamiento del mundo no se convirtieron ipso facto en el paraíso mudado a los confines terrenales, por eso la teoría crítica no cejó en el empeño de ilustrar a la Ilustración acerca de sí misma, es decir, ilustrar a una racionalidad reducida únicamente a sólo uno de sus aspectos, el instrumental, divorciado de fines superiores y de valores intocables. La razón equivale a cálculo, pero si la razón es únicamente esto, entonces la autocrítica de la razón deviene imposible, porque el aspecto crítico de ella ha desaparecido debido a ese angostamiento. Por eso, indica Habermas, Adorno advierte que la razón así utilizada equivale a una autocontradicción performativa (performativer Widerspruch) (p. 150). Así, pues, si la razón posee todavía la facultad de ilustrarse a sí misma críticamente y de visualizarse más allá de la reducción calculadora, entonces ella posee todavía un potencial que puede ser desarrollado más allá de la primera Teoría Crítica, es decir, más allá del cálculo, la utilidad y el intercambio.
Antropoexcentrismo u ocaso antropológico
No voy a detenerme en la postura nietzscheana acerca de las ficciones que comportan las pretensiones de verdad universalistas, reducidas prácticamente todas a imperativos de autoconservación y dominación, bajo las cuales se oculta una espesa capa de poder. Sí, quiero emplear pro domo mea aquella expresión nietzscheana según la cual el hombre ya no será un “aborto sublime” (Nietzsche, 1980, p. 90), pero ahora purificada de las connotaciones de una dominación institucionalizada sobre la dimensión antropológica profundamente reprimida. Así derivamos en la paradoja trans y posthumana de los años que corren, discurso que mezcla una compleja gama de elementos teóricos, a mi juicio malamente digeridos, y de optimismos tecnocráticos que creíamos superados a partir de los enunciados de la Teoría Crítica. No hay duda de que la técnica pertenece a la dimensión humana como tal, por lo tanto, es un error considerarla como una desviación antropológica, por un lado, pero también lo es ensalzarla como si en sus intersticios no habitasen las formas perversas del poder, por el otro. Del buenismo-optimismo acrítico y ahistórico y de las agendas que no pertenecen propiamente a nuestras latitudes estamos de verdad ahítos, eso no significa no transformar en objeto de estudio reflexivo una parcela teórica que ha cobrado los ribetes de una práctica que se nos ha vuelto elusiva, y que debería ser evaluada en sus fines y en sus consecuencias. Creo que estamos frente a lo que Michel Henry llamaría “idolatría de la tecnología” (Santasilia, 2023), además, desprovista de toda historicidad, como si el mito, la literatura y la vida misma no trajesen a colación los peligros de una hybris que siempre nos acecha: la mitología nos recuerda el destino de la desmesura en Ixión, Prometeo, Tántalo y Sísifo. Desmesura que ya hizo y hace lo suyo en prácticas autodestructivas de hombre y naturaleza, reduciendo todo lo existente a mero ente, foco de un abordaje objetivista. El éxtasis tecnológico del presente se anima a postular incluso la amortalidad del ser humano, inmune al paso del tiempo, de las contingencias y, desde luego, a la llegada de la muerte. Con eso ocurre la vindicación de un ahorro escatológico, es decir, la supresión de uno de los planos existenciales que consistía en la muerte de la muerte de acuerdo con ciertas doctrinas religiosas. Hemos olvidado, más ahora, que el hecho religioso en cuanto tal consiste en que el hombre no es fundamento de sí mismo (Henry, 2014). Quiero decir aquí, con san Agustín, que el hombre es siempre homo indigens, hombre necesitado, hombre que requiere de una ayuda que no viene de sí mismo, porque él mismo, en sentido estricto, ni se autofundamenta ni se autocerciora. Frente a semejante postura posthumanista, es necesario volver a las Grenzsituationen de Jaspers (1996), situaciones caracterizadas por su inevitabilidad, de las que no podemos salir y que no podemos alterar como enfermedad, sufrimiento, muerte. También al para qué de la presunta inmortalidad que caerá en las redes del mercado global.
En ayuda de la ciencia galileana viene ahora una concepción, que no sé si llamar filosófica, según la cual el “materialismo vitalista” (Braidotti, 2015, p. 118; 168), el de Rosi Braidotti, hace superfluas las instancias transmundanas. Parece increíble que la audaz puesta en escena posthumana, que arrebata el centro a lo humano en función de otras realidades, naturales o no, simbióticas o no, termine por concluir en un optimista proceso de autooptimización antropológica y en su recentramiento, pese a la intención inicial de sus fautores. Insisto, el problema no es el mundo de la técnica, sino el buenismo y el optimismo con que se adoban los discursos de actualidad. Por supuesto, no es mi deseo convertir a la religión en el principio organizador de la sociedad en su conjunto, aunque algunos autores hayan decretado que estamos ya en plena época postlaica, o, también, en el “siglo del islam” (Muñoz, 2009, p. 335), pues la separación histórica ocurrida entre Estado e Iglesia ha servido a los fines de una constitución social de alcance universalista, a pesar de las quejas maximalistas de ciertos colectivos. Los metarrelatos decretados como fenecidos no habrían estado, pues, sino vacacionando, esperando, como una razón seminal, por un nuevo debut.
De barbarismo habla Henry al referirse a la idolatría de la tecnología, cosificando la relación con la realidad, degenerando en simple racionalidad instrumental (Santasilia, 2023). Si la razón desea evitar la autodestrucción debe aprender que no todo lo real cae bajo el dominio de lo instrumental, del cálculo y del intercambio, bajo cuya influencia se da una reducción de la cultura. La tecnociencia desea contraer el valor de la vida a lo mensurable, a lo cuantificable (Inverso, 2023), como si la subjetividad careciera de otras dimensiones constitutivas. Coludida con el amontonamiento de bienes (ideología del consumo y desperdicio), la vida intenta ejercer una felicidad que siempre se le demora, debido a la ausencia de propósitos de esa misma dinamicidad (Inverso, 2023). Cuando se lee a Braidotti, vienen a la mente aquellas palabras de Hegel según las cuales la filosofía tiene que cuidarse de las meras ocurrencias y suposiciones, aspirando a superar los amontonamientos teóricos para dar cuenta de una realidad cuya complejidad se da por descontada. Spinozista define Braidotti su posthumanismo, es decir, defiende una inmanencia radical, también es antidialéctico, porque la dialéctica tiende a suprimir las diferencias, además, es crítico del humanismo vitruviano que coloca al hombre en el centro del mundo, asimismo es tecnófilo, es transdisciplinario, medioambiental, biogenético, neurocientífico, defiende la robótica, el evolucionismo, la primatología, los derechos de los animales y la ciencia ficción (Braidotti, 2015). El mundo es información y todo puede ser retraducido a información. Deconstruida la ciudadela de la subjetividad, reducida a información, sólo consigue información, por ello parece que ha sonado la hora de la verdad antihumanista (Sloterdijk, 2006). Entonces, el ciudadano clásico ha sido deconstruido en nombre de una infoesfera en la cual el bello error antropocéntrico está siendo sustituido por la evolución “antropoexcéntrica” (Donati, 2019, p. 54), cuyo núcleo es la indistinción humano-no-humano. Pero al deseo de la deconstrucción sigue la deconstrucción de ese deseo, es decir, si verdaderamente las nuevas subjetivaciones autotecnológicas comportan en verdad el silencio humanista.
Desde mi punto de vista, al sujeto como le hemos entendido le sigue el sujeto en una condición adverbial, mas admitiendo en él la relevancia de nuevas dimensiones. El momento ilustrado consistente en dar cuenta de, supone el uso de la razón incluso en esas instancias donde la razón o no ha ingresado o no ha ingresado por completo, por ejemplo, en la vida que no ha llegado a conciencia. Da la impresión de que ese conjunto de elementos discursivos amalgamados en torno a la decadencia del humanismo no es sino un totum revolutum, un eclecticismo cuya mínima unidad orgánica difícilmente puede ser alcanzada. La inmanencia radical asume y presupone que la autoorganización de la materia supera y trasciende las oposiciones dialécticas de otros materialismos. Parece ingenuo pensar, dentro del ámbito de la teoría de sistemas, que la autoorganización de la materia en un plano por completo intramundano excluya la oposición y el conflicto. Pareciera que la positividad spinoziana se explaya sin rigores negativos, como si el ordenamiento que se produce al interior de la autoorganización vitalista no discerniese opciones de las cuales, al final, el sistema prescinde. El asunto aquí es la culpa de la binariedad que se oculta tras los modos de pensamiento metafísicos y dialécticos, que, según Braidotti, tienden a la supresión de las diferencias. Sin embargo, si se piensa con rigor, ni las distinciones dialécticas ni las metafísicas apartan de sí la posibilidad siempre presente de que la unidad no sea un resultado de una supresión liquidadora de la realidad, sino, antes bien, de que ella integre en sí las posiciones, ora enfrentadas, ora expresadas analógicamente. El rechazo radical de ciertos binarismos deja caer a plomo la ausencia de rigor de ciertas lecturas. La postura braidottiana, en este sentido, se asemeja a la de Sloterdijk (2006), para quien el empleo de las cosas, citando a Spinoza, debe tener lugar sin furia ni fuerza (p. 16), como si la cólera del mundo no se inscribiera en la relación del hombre y de los animales con su mundo. Es como si Spinoza, aun colocándose de lado de la laetitia, no concibiese también pasiones tristes (tristitia) y la oposición de intereses entre los hombres, la cual conduce –eventualmente– a una espiral de violencia entre ellos. No toda la inmanencia es, pues, blanda afirmación, océano infinito de substancia, mar sin orillas (Aliaga, 2014).
Según Sloterdijk (2006), y en esto coincidimos con él, el hombre no puede pensarse divorciado de su dimensión técnica. Incluso Rahner ya ha pensado al hombre dentro del horizonte de una práctica de automanipulación, que el autor cristiano hace depender, por supuesto, de la expresión analógica existente entre criatura y Creador, a Quien tiende, a Quien oscuramente refleja. Sin embargo, lo prostético en el hombre no es el último grito de la moda, ya que, dadas las condiciones tecnológicas de cada época, los seres humanos han constituido o reconstituido sus propias deficiencias partiendo de artificios ad hoc. Que hoy la tecnología posea más capacidad de optimización y que el hombre se defina a partir de una hibridación con la máquina no hace demasiado novedosa la situación presente, adscrita también a la producción liberal en los bancos genéticos. Da la impresión de que se quiere achacar la violencia exclusivamente a las derivas de ciertos modos de pensamiento bivalentes que poco o nada entienden de la polivalencia existente hoy día. Esta polivalencia abroga las relaciones de dominación entre sujeto dominante y materia dominada, dando origen a una homeotecnología que, por oposición a la violencia alotecnológica, se relaciona mansamente con las cosas, deseando lo mismo que las cosas desean ser o llegar a ser. Es decir, metafísica de viejo cuño reinstalada ahora en el seno de las cosas mismas, mediando una técnica que ha dejado de hacer violencia sobre las cosas. La materia subyugada dejará de serlo y el viejo amo imperial también. La esclavitud omnipresente en el esquema alotecnológico dejará ser las cosas conforme a una esencia en ellas que no debe ser perturbada. Es como si Sloterdijk diese por hecho que el ethos tecnocéntrico, hace años en pleno ejercicio, pudiese ser conjurado con la alusión a técnicas que, por pacíficas, no lesionan la naturaleza. Como bajo un mediodía, semejante realidad carece de sombras, si éstas aparecen no brotan de su propio suelo.
Se da, pues, una falacia abstractiva en cuanto al entorno ético-político en el cual estamos ya situados:
The “homeotechnological turn” can only be effected if it is developed within the context of an ecological ethos different to the technocentric ethos that currently dominates our attitude towards nature. Sloterdijk claims that homeotechnology is based on the recognition of the ecological dimension of our being-in-the-world. Nonetheless, he has not thoroughly considered the practical and moral implications of our ecological situatedness. (Van Der Hout, 2014, p. 426)
Stricto sensu, el talante civilizatorio no es tomado en cuenta por el autor, así como tampoco coloca a la luz el criterio de demarcación entre una tecnología basta y una tecnología sutil en su relación con la naturaleza: ¿cuál tecnología es sutil y cuál no? ¿por qué una lo es y otra no? ¿por qué una es violenta con la materia mientras que la otra no lo es? ¿cómo sabemos hoy que la no-violencia de una derivará en una forma de violencia semejante a la descartada?: “I have tried to demonstrate that, on the normative level, the difference between allotechnology and homeotechnology is not as black and white as Sloterdijk pretends; both can have a positive as well as a negative impact on nature” (p. 437).
Tengo para mí dos cosas muy presentes: que la descomposición de la metafísica, tanto en Braidotti como en Sloterdijk, no ha hecho sino traer de nuevo a la escena cierta recomposición metafísica (¿o es que la sustancia spinozista es mera materia intramundana desprovista de infinitos atributos de los cuales apenas conocemos dos de ellos?) y una nueva recomposición del sujeto suprimido. Vale decir, la ausencia de patria del hombre contemporáneo (Heimatlosigkeit) se resignifica en la dimensión destinal de la tecnología, una suerte de nueva morada, porque el sujeto totalmente deconstruido no es performativamente posible, pese a las novedades teóricas inauguradas a partir de 1968. Si el logos era centro incontestable, monopolio discursivo y cabeza de turco de las críticas postestructuralistas (Braidotti, 2015), ahora prudentemente se lo achica para dar espacio a dimensiones distintas de la razón. Desde nuestra óptica, ello es un acierto en la historia de la filosofía contemporánea, desde Nietzsche hasta el giro teológico de la fenomenología francesa. Sin embargo, la anulación total de la subjetividad y de la razón es una bocacalle teórica en el sentido de que el poder reflexivo para dar cuenta de ese achicamiento corre por cuenta de la ratio, o sea, no descansa ni sobre una afectividad recuperada ni, menos aún, sobre una afectividad desbordada. Tampoco reposa, por ahora, en una conciencia animal reflexiva ni en una conciencia cyborg emancipada. Aquí retornamos a Hegel en el sentido de que el pensamiento no debe apoyarse en la fe ciega, el instinto o la nodriza costumbre, pues las ideas abstractas, no pasadas por la acribia de la razón pueden conducir al fanatismo, a una voluntad presa de la furia de la destrucción de lo distinto de sí misma y, por ende, sujeto de autodestrucción (Vieweg, 2005).
¿Deconstrucción o recentramiento antropológico?
En el gran juego de las pasiones, el súbdito no se encuentra inmunizado al poder disolutivo de ellas. Si bien el hombre no puede ser una absoluta unidad logocéntrica, consciente de los recónditos pliegues de su naturaleza, esto es, no puede ser completamente cabe-sí, pero tampoco puede ser enteramente fuera de sí, en consecuencia, ni dispersión total ni autocentramiento entero (Sloterdijk, 2006), porque no se es completamente ni autoconciencia ni conciencia hipervigilante, hasta el punto del insomnio (Dorado, 2015), ni disolución plena de sí mismo. Ciertamente, la historia y sus sujetos no pueden comprenderse de acuerdo con el esquema sujeto-objeto, esquema cosificante que se coloca por encima de lo que examina, por lo tanto, la dinámica histórica envuelve al sujeto que la comprende, haciendo imposible un abordaje objetivador. Es lo que Gadamer llama historia efectual (Wirkungsgeschichte), el hombre es llevado por la historia que lo involucra, la crea y se recrea al momento en que la comprende, por lo cual el intento epistemológico de captarla y de captarse a sí mismo como se captan los objetos está condenado al fracaso.
Asimismo, la deconstrucción subjetiva no da lugar sino a nuevos modos de autocomprensión. Hay que preguntarse si la autooptimización tecnológica no es la nueva manera del ser humano de colocarse en el centro del mundo, a través de una optimización que promete lo mismo que las viejas religiones: una trascendencia, una inmortalidad, pero ahora de carácter intramundano. La llegada del espíritu a la morada de la tecnología constituye la nueva patria de la identidad, gracias a la cual la errancia se aminora. Si la tecnología es la nueva coproductora de seres humanos, habrá que ver el resultado de esa producción en términos políticos, es decir, en atención a la distribución política de los bienes y a la reproducción de las relaciones sociales de producción: ¿es democrática la inmortalidad prometida, todos tienen acceso a esos bienes o solamente unos pocos? ¿esos pocos conformarán la nueva noocracia, usando las tecnologías inteligentes para el control de los menos dotados con esos artificios que provocan un genotipo mejorado y un fenotipo a la carta? ¿la noocracia expandirá sin frenos ni límites sus privilegios a quienes no han llegado los restos del festín digital? ¿qué papel jugarán los cyborgs en las democracias por venir? ¿Habrá todavía algo así como una democracia por venir o la “colonización algorítmica del mundo de la vida” (Calvo, 2019) suspende la participación pública de los agentes humanos, gestando una especie de dictadura de nuevo cuño basada en el credo 4.0, en los modelos digitales y en la despolitización que esta nueva tecnocracia engendra? (Di Giacomo, 2020).
Ni Braidotti ni Sloterdijk dejan de notar en una especie de nota antropológica que los seres humanos no son inmunes ni al poder ni al problema del mal. Pero resuelven esta teodicea inmanentista recurriendo, el uno, a una tecnología incapaz de dañar aquello que aborda, por su conciencia de la complejidad, mientras que la otra admite que una panhumanidad conectada tecnológicamente lleva consigo narcisismo, intolerancia y nuevas maneras de morir que eliminan el cara a cara del homicidio (Braidotti, 2015, p. 182). Sloterdijk (2006) resuelve el problema del mal acudiendo al expediente de una homeotecnología incapaz de esclavizar entes y hombres, pues ella se instala en una época postparanoica de la razón, mientras que la razón paranoica encarnada en la alotecnología, caracterizada por bajos niveles de subjetividad y violación de los entes propia de la era bivalente o binaria, daría paso a un sujeto refinado, lúdico, incapaz de romper con un cierto orden cósmico. Es decir, la competencia salvaje entre los hombres queda zanjada en una lucha cognitiva bajo cuyo paraguas la violencia de la ventaja sobre los demás es sustituida mágicamente por una ventaja aserenada, pacífica en todas sus dimensiones. Y si esto no ocurre, si la tendencia sigue siendo la competencia destructiva de tipo hobbesiano, ello se debe a la inercia de la era alotecnológica, surcada íntimamente por el dominio y la paranoia. La lucha por el poder ha desaparecido en el mágico e inofensivo abordaje del mundo, cuya figura cimera es una tecnología ajena al mal, a la dominación y a la violencia. La fuga hacia delante ha encontrado su justificación en un pasado no superado.
Los contextos políticos en el discurso de Sloterdijk parecen ser obviados, como si la guerra fuera un espectro del pasado y como si la materialización de los bienes ocurriese superando la actual guerra cognitiva de todos contra todos, o de países más avanzados digitalmente en contra de los menos avanzados. El homo homini Deus estaría a la vuelta de la esquina, domesticando las viejas violencias del estado de naturaleza, tanto de la biopolítica como de la necropolítica actuales; bastaría con que en el mundo red-digital el saber se expandiese en su pura positividad, sin patentes, sin búsqueda de lucro, sin competencias corporativas, para que la reducción de la errancia y la disipación de la violencia ocurriesen in uno actu. Citando a Mbembé, Braidotti no puede sino reconocer una cara necropolítica que ya afecta al mundo por venir. Por “necropolítica” se entiende la administración de la muerte, instrumentalización de lo humano (nuevas esclavitudes), destrucción y obsolescencia de lo que se considera ya inútil y, además, la fragmentación mafiosa de los territorios que se suponen Estados nacionales (Braidotti, 2015, p. 122). Capitalismo y mercado global gestionan una guerra civil que posee alcance planetario: lucha por recursos tradicionales, por minerales escasos, por agua y por tierras. Mientras algunos miran el mundo a través de realidades virtuales, otros, no virtual, sino realmente, no tienen acceso al agua potable, a medicamentos, a la cura de enfermedades de viejo cuño. Puede definirse el transhumanismo (fundado oficialmente en 1998) como la transición hacia el posthumanismo, a saber, la longevidad (inmortalidad o amortalidad), la superinteligencia (el neohumano procesa información de forma superlativa), el superbienestar, resultado de una abstracta afirmación de los placeres de la vida). La conciencia de nuestra finitud y de que estamos enfrentados a las contingencias existenciales y, en última instancia, a la muerte, y la desaparición progresiva de la dimensión espiritual, reducida al ámbito privado de la persona, nos enfrenta a situaciones insuperables que, por otra parte, deseamos ardientemente trascender. Esa trascendencia en la inmortalidad había sido establecida religiosamente, mitológicamente, mediando expedientes desacreditados por la razón instrumental. Las insatisfacciones con nuestra vulnerable condición:
fueron bien reflejadas con el advenimiento, primero del llamado Transhumanismo y, después, del Posthumanismo. La primera de estas corrientes tuvo su origen en un texto de 1957 del biólogo humanista Julian Huxley […] titulado New bottles for a new wine, donde habría propuesto el término “transhumanismo” para impulsar la idea según la cual el ser humano debe mejorarse a sí mismo, a través de la ciencia y la tecnología, ya sea desde el punto de vista genético o desde el punto de vista ambiental y social. Ello identifica la posición de quienes creen que es posible provocar deliberadamente un “mejoramiento” (enhancement) de los seres humanos, con miras a alcanzar un estado superior, a veces llamado “transhumano”, o incluso “posthumano”.
A finales del siglo XX y principios del XXI la polémica sobre la mejora o enhacement resurgió a raíz de los trabajos de Peter Sloterdijk (Normas para el parque humano) que proponía “[contrarrestar las fuerzas envilecedoras del hombre] mediante una antropotécnia orientada a la planificación explícita de las características [del ser humano] extender por todo el género humano el paso del fatalismo natal al nacimiento opcional y la selección prenatal”.
[…] La segunda corriente, el Posthumanismo, plantea, más que la mejora del humano, su superación: [...] trata sobre el fin del humanismo, de esa creencia largamente sostenida en la infalibilidad del poder humano y en la arrogante creencia en nuestra superioridad y singularidad. (Vivanco-Martínez, 2021, pp. 232-233)
Los datos algorítmicos son los nuevos objetos de adoración, pues la amable providencia divina va siendo reemplazada por ese panóptico digital capaz de monitorearnos en tiempo real, para ofrecernos los manjares de una mesa inaccesible para las mayorías, un hedonismo selectivo, en última instancia. Siendo desconfiados y algo pesimistas: no sé si efectivamente las nuevas tecnologías abolirán el pensamiento, pero probablemente contribuirán a establecer:
un despotismo de nuevo cuño, una gobernanza tecnocrática basada en una vigilancia estatal sin precedentes. Un despotismo que […] ya no se ejercerá desde los centros institucionales del poder, sino que más bien será de “naturaleza ambiental”, y todo ello integrado en una cultura de la emergencia y en una hilera interminable de pánicos más o menos inducidos: sanitarios, económicos, geopolíticos, energéticos, climáticas, alimentarios, etcétera. (de Prada, 2024)
La neotecnocracia campea a sus anchas en las sutilezas digitales 2.0 y en las no tan sutiles 4.0. No obstante, a diferencia de Sloterdijk (2006), no cabe esperar que los hábitos competitivos, el secretismo, la privatización del saber, la ocultación del conocimiento, desaparezcan en el corto plazo, como no cabe esperar que la cultura del consumo y del desecho desaparezca por arte de magia; antes bien, la tendencia se enfila hacia su radicalización. Demorado por la bivalencia y la paranoia, el paraíso intramundano debe esperar un poco más por su kairós. No se trata de postular una histeria antitecnológica reaccionaria, sino de mirar las falacias que corren alrededor de un presunto posthumanismo y postantropocentrismo que parecen desconocer los límites dentro de los cuales ya siempre se mueven. A mi juicio, la histeria protecnológica recentra al sujeto, instala mayores y mejores mecanismos de control y sometimiento, es ingenua con respecto a la antropología desdiferenciada que propone y desconoce de manera extravagante la no-binariedad del pensamiento binario y ciertas formas de pensamiento no-binario llamados pensamientos del afuera: Dios en su inconmensurable realidad y el correspondiente silencio del alma. Al pensar el afuera, el pensamiento abdica de sí mismo buscando la luz en que desea abismarse, la noche que coincide con un baño de luz, la intemperie que se identifica con una morada definitiva.
Si bien se aspira con la homeotecnología y el posthumanismo atiborrado de Braidotti a poner fin a la errancia (Irre), no hay concepto humano que no renuncie a la plenitud de un significado posible buscando, justamente, el origen de todo significado. El origen del significado consiste en el significado del origen, quoad nos inaccesible. Incluso en una metafísica, en una teología negativa o en una dialéctica negativa –Dionisio, Erígena, Adorno– el logos debe renunciar a su presunto poder explicativo, pero comprendiendo por qué ha de hacerlo. Lo que queda después del largo esfuerzo del concepto es el carácter inefable de aquello que narra. Aún más, su desenlace es el relato de su propia desventura epistémica. En el cristianismo lo anterior no significa la pérdida de la individualidad, la borradura de los propios límites, aunque sea experiencia de lo extraordinario. En palabras de Henry, lo afín a Occidente que le otorga un status excepcional es el papel otorgado al individuo, en el caso cristiano, a la persona, no sólo porque el individuo es creación de Dios e imagen suya, sino porque incluso en un vitalismo constituido en filosofía primera, como afectividad, más que como logos, el individuo es un valor absoluto, el corazón del Absoluto, el lugar donde la Vida se autorrevela a sí misma (Henry, 2014).
El tipo de pensamiento tecnocrático, productor de una nueva subjetividad supuestamente descentrada, tanto que nos lleva a la construcción de familias transespecie, y a una nueva élite política que recibirá in primis los beneficios de la hibridación entre carne y máquina (cyborg), se asemeja a la comunidad que Voegelin leía en Joaquín de Fiore en su Liber figurarum (Riedl, 2009): la futura comunidad, en la era del Espíritu, sería gobernada por un número de personas carismáticamente dotadas, que llegaría a su perfección en el plano terrenal excluyendo la proyección extramundana en la cual el cristianismo se corona. La pneumatología que Voegelin lee, al parecer, erróneamente en Joaquín (Riedl, 2009), una sociedad espiritual perfecta sin autoridad institucional, podría intrapolarse en el optimismo abstracto de una ideología temerosa de las negaciones, de la enemistad y de la dominación, pues el mundo red expandiría automáticamente sus beneficios a todos sus destinatarios potenciales. Adecuando la lectura de Voegelin a los tiempos presentes, podríamos decir que, en la futura comunidad, perfectamente prescindente de motivos escatológicos, plena de placer, sabiduría y tiempo infinito, gobernará una sociedad pneumática, espiritual-digital, liberada del malvado cuerpo que pone límites a las alas de la sustancia espiritual. En el cumplimiento inmanente de la tecnología, la corporalidad ya no será necesaria. Platón es el antiguo heraldo de los nuevos tiempos, pues objetos y procesos:
Están siendo desfisicalizados (Floridi, 2010), se hacen cada vez más independientes del soporte físico (piénsese en un archivo de audio o en un trámite con una administración pública). Esto se hace en base a la reformulación informacional de problemas y soluciones y es por ello que la Filosofía de la Información está hoy en día dentro de los asuntos calientes del mundo académico. (Hernández, 2014, p. 149)
La inmanentización de la escatología sería el resultado de los nuevos tiempos, tiempos que ya no esperan por un aplazamiento que devendría en un perfeccionamiento eventual de la criatura. Tomista, la expresión Gratia non tollit naturam sed perficit (S. Th., Ia. q. 1 a. 8 ad 2) sería, pues, obsoleta, inútil en un mundo que ha hallado la Gracia sin necesidad de una promesa religiosa. Lo sobrehumano de la Gracia encuentra su traducción inmanente en unos tiempos que viven del gozo de la ausencia de Dios. Pero en su retraimiento mismo Dios sigue operando en la forma de una nostalgia invencible, la de asemejarnos a Dios en la transparencia absoluta de su plenitud. Toda la positividad de la existencia profesada por Braidotti y compañía no hacen sino recordar esa plenitud que en el cristianismo toma la forma de un no-aún, de una espera, de un diferimiento de lo Definitivo. También la expresión vita mutatur, non tollitur encuentra en este momento su desplazamiento significativo, desligada del tiempo de la promesa. La promesa está en el tiempo, venciendo al tiempo en el tiempo. Viviremos sin aplazamientos, en una redención, si cabe, inmanente. Prácticamente, en entorno posthumano, ya no seríamos un facendum, un proceso, un hacernos, sino un factum, algo ya hecho, formado y conformado, con la inmortalidad ad portas. Y si el paraíso intramundano se rezaga, no será debido a las propias abstracciones desvinculadas de la realidad de un pensamiento posthumano, antibivalente, antimetafísico, sino en virtud de la alargada sombra que la violencia y la paranoia arrojan sobre el mundo venidero. La culpa es, siempre, del pasado, de un Dios que se equipara con la negación de la vida, instigador del aplazamiento constante de la felicidad antropológica. Empero, quizás, el mismo superhombre sea una forma encubierta de hablar de eso que nos lleva más allá de nosotros mismos sin trastornar la compleción de nuestra propia naturaleza. El Dios fallecido, anunciado y predicado con denuedo, reaparece en la resignificación encubierta de la vieja terminología religiosa, que el discurso nihilizante desacredita, de la cual, empero, abreva. Algo semejante estaría ocurriendo con el autoperfeccionamiento tecnocrático de la persona, llevada a un nivel impensado de supernaturaleza. Acaso:
en la manera de hablar de Nietzsche sobre el superhombre, habla el hombre en sueños de gracia de Dios sin saberlo. Habla de lo que en teología cristiana también se llama sobre-naturaleza. En este sentido, esta manera de hablar es con todo una manera cristiana, aun hablando en embriaguez y locura. (Welte, 1962, p. 61)
Si bien la mística cristiana atraviesa la noche, o es una noche que atraviesa un montón de noches más espesas, lo cierto es que ella busca alcanzar (saborear) la positividad de una existencia, acortar el infinito de una distancia, superarse a sí misma en la renuncia, acabar con el lenguaje enunciativo, eso no obsta a que ya en Occidente la experiencia del afuera, el Otro que no cabe en un lenguaje digestivo, la postulación de una alteridad radical, hayan sido parte de su acervo, es decir, el pensamiento más que bivalente ya ha sido parte de la historia de la filosofía: la no-clausura, el afuera indefinido, el Dios-Persona y Misterio. Seguramente, aquello que sobrepasa todo nombre, todo concepto, todo enunciado, es un abrigo, un reposo, un Sabbath eterno (Soto-Posada, 2009). Sin embargo, mirémoslo desde el logos, el acusado en este proceso deconstructivo. Éste, en definitiva, no puede sino remitirse a su íntima impotencia, que dicta a la finitud su finitud, más que una omnipotencia a ejercerse sobre la totalidad de la Creación. ¿La muerte de Dios conduce a la redención del hombre o lo conduce hacia autoencumbramientos mediando la tecnolatría? ¿En esa tecnolatría (Ballesteros, 2016) el hombre se hace cargo de su propia finitud o se infinitiza en el más acá, rehaciéndose en un nuevo tipo de desmesura, en una nueva antropolatría?
Nova humanitas
Como creyente, este movimiento señalado como la muerte de Dios tal vez constituya un modo peculiar de Su manifestación (Ániel, 2009, p. 252), este momento donde las diferencias entre los entes tienden a desaparecer, incluso la gran diferencia ontológica entre Fundante y fundado. El neoente humano aparece casi identificado con las demás realidades, en un cosmos sin arriba y sin abajo, en un abrazo transespecie que dice superar de lejos la relación dominante-dominado, señor-siervo que el ego cogito supuso. El holismo de una mística inmanente se cuela en este movimiento según el cual la materia se autoorganiza sin conflictos, sin confusiones, sin obviar nada en su propia constitución, genera interfaces de intercambios de información de los cuales la violencia se ausenta desde el inicio. Así, el matrimonio entre lo humano y lo divino (donatio mundo Dei) va desapareciendo, siendo suplantado por un maridaje entre lo humano y lo humano, entre la humanidad biológica y la sintética (Arroyave, 2009), entre lo animal y lo humano. Una subjetividad sutil va sustituyendo paulatinamente la subjetividad basta que ha imperado hasta ahora, poderosa señora del mundo, como si en el mundo digital no existiesen nuevas clases de violencia, de humillación del otro, de sojuzgamiento, de linchamiento mediático, esto es, la violencia del progreso digital (Dicasterio para la doctrina de la fe, 2024, p. 61). Es como si el hombre vitruviano fuese sustituido, sea por el gato vitruviano o por el cyborg vitruviano; sin embargo, la razón sabe que el gato vitruviano ha sido colocado allí, en la imagen de Leonardo, por una figura dotada de inteligencia, mientras que el cyborg vitruviano es la autoimagen que el hombre hace de sí mismo en el ámbito de un día sin ocaso.
En el movimiento propio de la razón es empero la señora Braidotti quien da cuenta del nuevo estatuto del ser humano, hibridado con la tecnología, ya no autónomo ni determinado. Y en ese mismo movimiento, es Sloterdijk (2016) quien firma el texto según el cual el hombre no puede prescindir ya de su estatus tecnogénico, del carácter de destino que ha adquirido el mundo de la ciencia y de la técnica. Por más que juguemos a la información sin sujeto, o a la tecnología social, de acuerdo con la crítica de Habermas a la teoría político-sistémica de Niklas Luhmann, tanto los sujetos entendidos tradicionalmente como los sistemas de información toman para sí y asumen los resultados de una confrontación con entornos altamente complejos: la información sirve a los fines de la autoconservación del sistema, mientras que la información elegida implica informaciones descartadas en el proceso autopoiético de los sistemas, de modo que una especie de conatus sin conciencia está presente en la organización despersonalizada de la vida (Maureira, 2016). En el caso de los sujetos tradicionales también se espera que el resultado de sus evaluaciones comporte un compromiso, es decir, una ética que en su momento ilocucionario genere promesas con el presente, con lo que vendrá y con el pasado todavía no redimido.
Disfrazado de post (o de postura intelectual à la page) en realidad me parece que esta agenda política simplemente retorna con un sujeto ahora autocentrado tecnológicamente, con sus privilegios y, por eso, con sus propias segregaciones. Braidotti reniega del individuo liberal, autónomo y autodeterminado, critica la ilusión de omnipotencia propia de la Ilustración que transforma a un cierto tipo de conciencia en la legisladora del mundo moral, abogando por un sujeto más complejo, que integre en sí, además de la racionalidad, la sexualidad, la afectividad, el deseo. Sin embargo, al mismo tiempo, reconoce la imposibilidad de dejar atrás la condición ilustrada, en el sentido de que quien da cuenta de los límites de la razón es la misma razón cuando se pone a pensar en serio, y que las mismas dimensiones que deben ser reintegradas de manera fundamental a la antropología son ellas mismas el resultado de una reflexión que ha comprendido las limitaciones de la misma racionalidad.
Que los hombres somos mitogénicos, que abordamos el mundo también con imágenes, desde los afectos, ¿a qué dudarlo? Pero no es la mitogénesis ni la imagenogénesis ni la afectividad quienes dictan el camino discursivo que conduce a la incorporación de esas dimensiones para entender integralmente al ser humano. La autora misma reconoce, pese a su distanciamiento con respecto al sujeto unitario, que la subjetividad y una cierta unidad subjetiva es indispensable para garantir la responsabilidad ética y política (Braidotti, 2015), permaneciendo así encerrada dentro de los límites del liberalismo que critica. Nadie niega el sentimiento de interconexión entre el ego y los otros, incluyendo entre los otros a los no-humanos. Pero de allí a reducir los demás modelos antropológicos a figuras de dominación y sometimiento hay un trecho bastante largo. La centralidad humana, al menos en términos cristianos, no asume la relación con las demás criaturas desde la perspectiva de una servidumbre apta para meros fines utilitarios: por su responsabilidad, ese ego, que está siempre en relación, no sólo con la inmanencia, sino también con la trascendencia, está al servicio de la creación, aunque existan diferencias ontológicas entre él y las demás realidades. El evento kenótico queda caracterizado teológicamente como un momento de servicio, ejemplar para las criaturas que son a imagen. Difícilmente puede hablarse de dominio malsano en el campo cristiano si el modelo a seguir ha culminado en la encarnación del servicio.
Si bien Braidotti insiste en un actual reencantamiento del mundo, en una interconexión e interdependencia entre todo lo viviente y lo no vivo, el cristianismo nunca ha podido evitar ni lo uno ni lo otro. Ni lo ha querido. En cada acto de relación con los demás, con los otros en general, se suscita una relación personal que enriquece a las figuras vinculadas, pero, al mismo tiempo, engendra una anticipación de ese Fundamento que en la inmanencia se celebra en sus sombras y enigmas. En la mente divina todas las cosas se encuentran vinculadas en magnífica unidad, en la creación esa misma unidad se refleja análogamente, conforme a la luz que concentra cada esencia de cada criatura. Analogía que implica horizontalidad ontológica y, al mismo tiempo, verticalidad, gracias a la cual la presunta singularidad humana, el excepcionalismo humano, se transfiere a una realidad última, razón de todo lo existente. Si Dios es Causa Prima y Ultimidad para el creyente, la creación es completamente relacional, pero no relación sin orden ni concierto, sino relación ordenada: se une en la distinción, se distingue a partir de una cierta unidad. Al desorden propuesto por la plenitud inmanente se opone el orden ofrecido por la plenitud trascendente, que no desprecia la inmanencia, sino que la ordena a un plano superior de significado y de dignidad. Escribe Donati (2019) citando a santo Tomás:
For instance, according to Thomas Aquinas, relationality is the ultimate reality (God Himself). Aquinas affirms: “In Deo abstracta relatione nihil manet” (Sent. I, 26, 2). Since creation is the work of God, creation is entirely relational. Moreover, it is so in a continuous manner over time, not limited to an initial origin. (p. 67)
Ab initio, siempre relación. Es más, el cristianismo no puede pensarse sin la categoría esencial de la relación. Asimismo, la relación no es estática, sino dinámica, ya que el Creador mismo no ha formado simples impotencias, fijas, estancas, desnudas de voluntad, sino creadores en lo creado, quienes, en última instancia, generan nuevas relaciones en el plano de la inmanencia.
Así, pues, las diferencias ontológicas no conducen necesariamente a la ruina de unas especies en función de otras, sino al cuidado de unas especies debido a la responsabilidad que pertenecer a una de ellas comporta. Liquidar abstractamente por un énfasis en el igualitarismo transespecie (Braidotti, 2015, p. 145) las diferencias ontológicas, igualitarismo al que se une la agonía del excepcionalismo humano, deriva en la extinción de las preguntas: ¿quién piensa lo humano? ¿cómo lo piensa? ¿desde dónde lo piensa? El cambio de la autocomprensión humana no significa la liquidación de la comprensión, sino que ésta es llevada a un nivel superior de integración. Según Braidotti, tal empeño vitalista no puede estar más alejado de la afirmación cristiana de la vida, empeño que, a su vez, se caracteriza por ser no esencialista, es decir, un vitalismo no esencialista. La contradicción es palpable: este vitalismo materialista o vale para todos o no vale para nadie, no importa si está encarnado y situado, pues todos estamos encarnados y situados; si vale para todos, tiene el carácter de una esencia (ella misma lo denomina “ontología monista” en la p. 185, siguiendo las líneas teóricas de Spinoza, Deleuze y Guattari). Me pregunto por qué no habrá seguido también la lectura que de Spinoza hace Negri, la cual exacerba la positividad política –sobrepolitización (Aliaga, 2014, p. 34)– hasta el punto de considerar obstáculos inadmisibles la ley y el estado de derecho frente a una multitud que avanza sin diques hacia la libertad; si no es así, habría que precisar qué aspectos de zoe no son vitalistas. Pero zoe es vida, no importa si ella abraza lo humano tecnológicamente modificado: la vida que quiere ser más vida, la mors mortis, ahora incorpora las tecnologías para dar el salto vital que sólo había sido anunciado por medio de la promesa religiosa. Por consiguiente, ahora se puede decir, contra Blanchot, la muerte es algo que ya siempre no ha ocurrido. Ni ocurrirá (Braidotti, 2015). Nuestro íntimo elemento constituyente tiende a disiparse por medio de la biotecnología y a través del ensamblaje entre lo orgánico y la máquina. Esta asombrosa hibridación deja atrás al tiempo, tanto al tiempo inmanente como al tiempo escatológico, recentrando, gracias al énfasis técnico, justamente a aquel sujeto que había perdido su don excepcional. Sin dudas, habrá cambios en la autocomprensión antropológica, pero no tienen que ser cambios positivos totalmente, como parecen inferirse de la lectura del posthumanismo cuasirreligioso de Rosi Braidotti, ni tienen que desalojar de su horizonte el polemos implícito en toda afirmación de la vida. La vida no es una pura afirmación de sí, ni una pura negación de lo otro. Es ambas cosas, se afirma negando, se niega afirmando. Una Aufhebung razonable conserva en sí los elementos en apariencia, sólo en apariencia, contradictorios, conduciendo a una nueva situación y a una nueva comprensión.
Conclusiones
Mucho me temo que este batiburrillo de elementos teóricamente espinosos, digeridos sólo en apariencia, no conduzcan al fortalecimiento de las ya débiles humanidades, despreciadas en un mundo de burócratas, donde sólo el lucro posee sentido. El descrédito de las humanidades, un saber poco y nada efectivo, tiende a acentuarse mediando la proliferación de discursos en los que vale más la voluntad desatada que la intelección sosegada, menos el principio de realidad que los buenos deseos. Flaco favor le hace a esta casi suprimida dimensión antropológica la presunción de comunidades políticas afectivas que trascienden la negatividad y las oposiciones gracias a una ingenuidad sin orillas. Este tipo de alma bella, usando una expresión hegeliana, vivirá una vida sin belleza. Su universalidad deseada, descomprometida con el mundo, se guardará en una particularidad contenida, ineficaz en eso de proyectar su pureza sobre el mundo. Ahora bien, las políticas afectivas no son ajenas al discurso filosófico clásico, por un lado, por el otro, la trascendencia de la negatividad y de las oposiciones parece traer a colación, mutatis mutandis, bien sea el paraíso comunista, limpiado de sus alienaciones, el cual consistiría en una sociedad de miembros que se autodeterminan libremente…, después de una guerra civil global, bien sea el paraíso escatológico, en el cual, contra Braidotti, no pueden estar ausentes de la memoria ni las negatividades ni las oposiciones que hemos vivido humanamente en este mundo.
Como se ve, en la concordia absoluta de la escatología de alguna manera se encuentran presentes esos conflictos que han contribuido a nuestra autoconstitución. Braidotti, sin embargo, quiere un mundo de solo relaciones positivas, cortadas al talle de un Yo ensoberbecido para el cual toda negatividad ha de ser borrada. No cabe en su espíritu ni siquiera el discreto optimismo de la síntesis dialéctica, triunfante en el juego de las confrontaciones. Las oposiciones son la maldición de su realidad; la negatividad, un prescindible vestigio hegeliano, intolerable en el mundo de la expansión y la positividad ontológica. Es extravagante la afirmativa fragilidad de esta antropología. La religión posthumana promete, como otrora, porque ni siquiera es una novedad, un paraíso tecnocrático intramundano, eximido de luchas políticas, impugnando las relaciones de poder, un poder depurado de las sombras siempre presentes del más acá. No hay misterios en nuestras vidas, únicamente problemas cuya solución está ahora en las manos de un saber efectivo, riguroso, metodológico, no de un saber ilusorio como ocurría con las ciencias pretéritas o con esos saberes que ni siquiera de lejos constituían un conocimiento diamantino.
Una vida lograda, una existencia no fallida, es atravesada justamente por este tipo de optimismo epistémico, sobre el cual cierto posthumanismo no arroja sombra alguna de duda. El portento está ya aquí; aquí, el prodigio, en vista de que ahora:
Las ciencias son infinitamente más perfectas, más ciencias; se busca quien las amalgame y haga que esa nueva concinación tome las riendas del viaje humano por el universo. Ya se ve que tendrá que ser una máquina, una inteligencia artificial, quien (aunque no sea quien, porque no es nadie, porque no es persona) tome este lugar. (García-Baró, 2022, p. 59)
Grosera lectura spinozista que borra del horizonte del judío de Amsterdam lo que él mismo ha afirmado acerca de los hombres, tan alejados de la razón y lamentablemente movidos por “la avaricia, la gloria, la envidia, la ira” (Spinoza, 1986, p. 337), tanto que nadie puede estar seguro de lo pactado con los otros, aunque la institución de un Estado democrático calme, bajo ciertas condiciones, la furia de tales pasiones.
La chatura spinozista de Braidotti concibe una afirmación sin conflictos, sediciones ni violencia, traicionando así al mismo Spinoza, como si la cartografía inmanente de éste equivaliese a una ingenuidad sin límites, semejante a la infinitud de la sustancia (Para el asunto de los afectos en Spinoza puede verse la parte tercera de su Ética). Que la sustancia deba convertirse en sujeto no significa ausencia de conflictos en el seno de la misma sustancia, incluso si esos mismos conflictos parten de una necesidad de naturaleza. Sin embargo, por otra parte, la misma Braidotti no puede renunciar al humanismo y a su larga tradición, confesándolo así en su reputado texto, en el sentido de que su pensamiento se halla todavía en sintonía con la justicia social, el respeto de las diferencias, la hospitalidad y la convivialidad. Ni decirse tiene que en tales puntos también coincide con el humanismo cristiano (Gilson, 1981, p. 33), aunque ella misma haya hecho gala de colocarse en las antípodas del cristianismo, que a su pesar reitera. Tampoco sus intentos pueden escapar del recentramiento antropológico que porfiadamente cuestiona. A los posthumanistas como la señora Braidotti se les puede imputar lo mismo que ella atribuye al humanismo, entendido como un proyecto de emancipación universal (Braidotti, 2015, p. 36), bajo cuyos lamentables vestigios aún pensamos. Como se observa, la ofrecida disolución del ego, del gran sujeto, del hombre vitruviano, al menos en su formulación radical, no ha pasado de ser el espejismo de una voluntad nuevamente divinizada.
Referencias
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