Lección magistral

 

La Lectio Magistralis “Aprender, enseñar e intentar hacer teología desde y en una tradición” fue pronunciada por Fr. Jorge Alejandro Scampini OP el miércoles 9 de abril de 2025 en la Basílica Nuestra Señora del Rosario de Buenos Aires.

El solemne acto académico es el último requisito para la recepción del título de Maestro en Teología, el más alto reconocimiento de excelencia en Ciencias Sagradas que existe en la Orden de Predicadores.

La creación de este título data del año 1303 por parte del Papa Benedicto XI. Su primera finalidad fue habilitar a los frailes predicadores para la enseñanza de la Sagrada Teología en las universidades. Con el tiempo, fue adquiriendo especial prestigio al ser concedido a frailes destacados por su trayectoria en la investigación y la enseñanza de la teología.

En la actualidad, el Maestro de la Orden y su Consejo, luego de recibir la petición de las instancias competentes y de oír la opinión de expertos respecto de la contribución académica, la docencia y el servicio al estudio en la Orden, concede el grado de Magister in Sacra Theologia siguiendo las prescripciones propias de la Orden de Predicadores para este efecto.

La revista Studium. Filosofía y Teología se honra en publicar esta Lectio Magistralis y se une a la alegría de la Provincia de San Agustín en Argentina y Chile de la Orden de Predicadores por esta promoción en el marco de la celebración de los 300 años de su misión de predicación al servicio de la Iglesia.

 

Julio Söchting Herrera O.P.

Director Revista Studium. Filosofía y Teología

 

Aprender, enseñar e intentar hacer teología desde y en una tradición

 

The Task of Learning, Teaching and Engaging in Theology From and Within a Tradition

 

Jorge A. Scampini

CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Argentina

jscampiniop@unsta.edu.ar

 

DOI:  https://doi.org/10.53439/stdfyt55.28.2025.163-200

 

El Libro de las Constituciones y Ordenaciones de la Orden de Predicadores [LCO] establece, como último requisito para la promoción en el grado de Maestro en Teología, que el candidato ofrezca una lección pública (97 § I, 6). Me he preguntado, cuál es el sentido de esto. ¿Se trata de acreditar la pertinencia del reconocimiento del que se es objeto? Y, en el caso de que el sujeto se manifieste poco convincente, ¿denegar la promoción? Espero que no, sería vergonzoso para mí y, más grave aún, una falta de respeto hacia ustedes, que han venido hasta aquí esta tarde. Creo que la intención es ofrecer un acto simbólico propio de la función por la que se es reconocido. Por eso, he entendido que esta lectio debía expresar de algún modo algo del propio itinerario académico-intelectual. Quizá, esa sea la razón por la cual la elección del tema me ha significado un desafío, al tener en cuenta que, si por un lado debía expresar algo que haya marcado mi camino, por otro, tenía que evitar caer en una autobiografía. En el proceso de discernimiento, el hecho de que el reconocimiento lo conceda la Orden de Predicadores, me alentó a explorar, en primer lugar, el papel que en ella han representado los maestros, si bien los criterios con los que se concede este título actualmente corresponden a una innovación introducida en las constituciones vigentes, al otorgarse a quienes han realizado un trayecto en su labor teológica. Sin embargo, el servicio magisterial ha estado presente en la Orden casi desde sus inicios, bajo dos formas: en primer lugar, cuando algunos frailes eran reconocidos como maestros por acceder a una cátedra en las universidades, comenzando por la de París[1] y, luego, en Oxford; y, poco más tarde, por el privilegio concedido por Benedicto XI a la Orden (1303), autorizándola a conceder este título a los frailes que debían ofrecer un servicio docente, en el más alto grado, en los studia generalia[2], que la Iglesia reconocía, bajo cierto respecto, al nivel de las universidades de la época (Mulchahey, 1994). Esta segunda forma, bajo diversas modalidades, permaneció hasta 1965 (Canal Gómez, 1931-32, p. 101).

La lectura de algunos textos relativos a los maestros, escritos por autores dominicos de las primeras generaciones, como Vincent de Beauvais –Speculum doctrinale, Libro II (1244-1257); De eruditione filiorum nobilium, cap. II, III, VII y VIII (1247)–, desde una perspectiva didáctica (Vergara Ciordia, 2021) o santo Tomás –De Veritate, q. 11, art. 2; Contra impugnantes cultum Dei et religionem, Pars 2, cap. 2– desde una visión filosófica, me señalaron que para responder cabalmente a esa primera inquietud debía antes abrir el horizonte de investigación hacia el contexto en el cual la figura del maestro se fue perfilando. Era necesario, pues, considerar el lugar que el estudio y la enseñanza ocupaban en el ámbito dominicano. Sabemos que, en la visión de santo Domingo de Guzmán, el estudio ha sido una parte esencial de su proyecto, definido como apostólico, el primero formulado y reconocido como tal por la Iglesia. Esto explica que la relación entre el aprender y el enseñar se hayan dado en el marco de un modo de vida, que permitiría hablar de una “tradición dominicana” al respecto. Entiendo que acerca del uso de esta expresión –tradición dominicana– cabe hacer una aclaración.

Al recurrir a ella, aplico analógicamente algo habitual al comprender la tradición de la Iglesia, distinguiendo, por una parte, la tradición apostólica, fundamento permanente como primera respuesta de fe al acontecimiento de Cristo y, por otra, la tradición eclesiástica que, a lo largo de la historia, no agrega nada nuevo sino que interpreta y explica lo recibido una vez para siempre (non nova, sed noviter). Aplicado a la Orden, salvando las diferencias, sería posible reconocer, por un lado, una identidad fundamental, contenida ya en la intuición de santo Domingo e institucionalizada en los tiempos fundacionales y, por otro, esa misma realidad en tanto que ha sido moldeada a lo largo de los siglos, llegando hasta nosotros, con una viva conciencia de lo que la ha precedido, pero con la capacidad de actualizarse vital e institucionalmente en cada generación, como respuesta a nuevas cuestiones y en contextos diversos. Se trata, en otras palabras, de la relación entre el legado recibido que, entiendo, no se reduce a las intuiciones y la concreción en vida de Domingo, sino que comprende un período más amplio, cuando ese proyecto terminó de afianzarse y de encontrar formas institucionales más firmes[3], y esa misma realidad, recibida por las generaciones sucesivas, interpretada y trabajada por ellas y, a su vez, transmitida con una nueva impronta. Es a partir de aquí que desearía ofrecer esta presentación, que desarrollaré en dos momentos. En el primero, me detendré en el lugar del estudio en el carisma de la Orden y la figura del maestro en los tiempos fundacionales; estaríamos en el testimonio del legado fundante. En el segundo, trataré de esbozar, a partir del ámbito específico del servicio de los dominicos a la causa de la unidad de los cristianos, si es posible y de qué modo hablar de una tradición dominicana en el compromiso ecuménico. ¿Cuándo comenzaría ésta y cómo se relacionaría con lo previo?

 

Aprender y enseñar teología en la Orden de Predicadores

 

El estudio en el marco de un proyecto de vida apostólico

 

El Prólogo de las constituciones primitivas (Constitutiones Antiquae Ordinis Fratrum Praedicatorum, 1220) señalaba que para los Predicadores el estudio no tenía un fin en sí mismo, sino que estaba ordenado al ministerio de la predicación y éste, a su vez, a la utilidad de las almas, fin para el cual la Orden había sido fundada[4]. Casi cuatro décadas más tarde, Humberto de Romans, al comentar las constituciones, lo reafirmó con toda claridad: el estudio de los frailes no era un fin en sí mismo ni el objetivo de la orden (studium non est finis ordinis), sino que era muy necesario para cumplir su proyecto fundacional –la praedicatio al servicio de la salus animarum–, del cual el estudio era el requisito previo y el fundamento (quia sine studio neutrum possemus) (Humberti de Romanis, 1956a, pp. 41ss.). Pero Humberto era consciente, además, de que el estudio era esencial por otras razones: la formación de frailes diplomáticos y de buen comportamiento, que adquirieran las habilidades prácticas necesarias para la supervivencia de la orden como institución social, política y administrativa; los esfuerzos de la Orden en vista de preservar su reputación; la atracción de vocaciones valiosas, al ofrecerles modelos; dar elementos a los frailes para resistir las tentaciones y favorecer el orden interior de sus personas (Low, 2022).

Por lo tanto, si el estudio ha ocupado ese lugar en nuestro carisma, ordenado a un fin que lo trasciende, no se limita a una tarea académica en el sentido estricto de la palabra, ni menos aún se puede concebir como una opción personal de algunos frailes que deberían procurar salvaguardarlo celosamente contra viento y marea. Si fuera así, algunos seríamos más beneficiados que otros en vista de una carrera personal, que hoy tiene sus exigencias en dedicación y producción para ser reconocido según estándares generalizados. Para los dominicos, el fomento del estudio es, ante todo, un elemento que hace al bien común de la Orden, y es la Orden la que debe salvaguardarlo, porque se ordena al bien de la Iglesia. Por eso, a partir de la intuición de santo Domingo, el estudio encuentra su verdadero sentido integrado en un proyecto de vida comunitaria, enmarcado en tiempos de oración personal y litúrgica y, todo ello, en vista de la predicación de la Palabra.

De acuerdo con esa visión, expresada ya en el envío que santo Domingo hiciera de los primeros frailes a París y Bolonia –las dos principales ciudades universitarias de la época–, la Orden, según una expresión de santo Tomás, se ha concebido a sí misma como una societas studii (comunidad de estudio)[5]. Por eso, cada convento, en su organización, estaba llamado a ser un lugar capaz de cobijar un equipo de labor formativa. Así como la Orden, en su integridad, era una sociedad comprometida en una empresa colaborativa de aprendizaje y enseñanza. En los primeros tiempos, esa empresa se percibía funcionando cada vez que un convento debía asegurarse, como lo pedían las Constituciones, la presencia de un lector conventual, que ofreciera clases a los frailes e irradiara esta enseñanza en la comunidad local. O en el gran esfuerzo de colaboración que produjo sus frutos ya en las primeras décadas, por ejemplo, en las Concordantias del Convento de Saint-Jacques de París; en las Postillae in totam Bibliam, especie de suplemento de las Concordantias, asociadas con Hugo de San Caro y un grupo de frailes que participaron en el proyecto; la correctoria a la Biblia; y, ciertamente, en el interés que la Orden depositó en el sistema de pecia, la copia de textos en cuadernillos que garantizaban una rápida difusión de libros entre los frailes. Y, más tarde, perceptible al dedicar santo Tomás su De ente et essentia a fratres et socios[6], es decir, a aquellos frailes del convento parisino que habían contribuido a la redacción de ese texto.

Esa comunidad de estudio, así como el fin del estudio en la Orden, se pusieron de manifiesto, además, en el tenor de la primera generación de obras compuestas por frailes, cuyo propósito era formar a los predicadores en vista de su ministerio, procurando consolidar la identidad del servicio apostólico de la Orden. En primer lugar, los manuales para confesores, comenzando por la Summa de penitentia de Pablo de Hungría que, con toda probabilidad, se publicó antes de agosto de 1221, y que, por la cantidad de copias conservadas, se habría convertido en una especie de vademécum para los frailes, ya que la predicación de la Palabra culminaba con la celebración del sacramento de la penitencia. A esta Summa le siguieron otros manuales, como la Summa de casibus poenitentiae de Raymundo de Peñafort; las ayudas para la predicación, como las concordancias bíblicas; las vidas de santos, de las cuales la más conocida ha sido la Legenda aurea de Jacopo de Varazze; o los tratados sobre las virtudes y los vicios, como la Summa de vitiis et virtutibus de Guillermo Peyraut, el tratado de ética más leído en el siglo XIII. Es decir, una literatura que procuraba contribuir a una predicación más sólida de la Palabra de Dios, alcanzando del mejor modo a aquellos a quienes esa palabra estaba destinada. Estas obras, escritas por dominicos para dominicos, reflejaban el espíritu de colaboración, fundado en un proyecto común: la cura animarum. Los frailes que se habían visto beneficiados de estudios más avanzados o adquirido una mayor experiencia a través de la enseñanza, trataban de comunicarla luego a sus hermanos, quienes podrían ponerla en práctica de modo directo y cotidiano en su ministerio. Bajo esta luz debemos ver también el servicio de santo Tomás, ya que su obra magna, la Summa theologiae, no fue sino su contribución a esa tradición manualística de la Orden, tratando de dar una respuesta a lo que veía como una carencia en su tiempo, y vio necesario dar una paso respecto a la enseñanza aún normativa de Pedro Lombardo. Como santo Tomás señala al inicio de la Summa, esta se dirigía a los incipientes[7], es decir, a los simples fratres comunes (Boyle, 1978), llamados a participar de lo que él había atesorado en su estudio y enseñanza, poniendo en práctica, como los autores ya mencionados, su participación en la comunidad de estudio que era la Orden.

Pero, además, en la primera de las cuestiones Quodlibetales[8], Tomás se preguntaba si era legítimo para un teólogo descuidar la cura animarum en vista de sus intereses por el estudio y la enseñanza. La respuesta que da a esta cuestión señala, en primer lugar, que la pregunta no se formulaba con propiedad, manifestando una mala comprensión de lo que es en realidad el servicio pastoral, ya que cuando un teólogo profundiza en los misterios de la fe y comunica lo que ha aprendido, lejos de descuidar el cuidado de las almas, se está comprometiendo con ellas. Y, recurriendo a la imagen de la construcción de un edificio, en este caso espiritual, señala el servicio propio de los diferentes obreros. De este modo, Tomás no articula la teología con el servicio de la cura animarum sino que lo describe como una forma específica de esa cura desarrollada como parte de un proyecto corporativo. En este contexto cobra su verdadero sentido el servicio magisterial en la vida dominicana.

 

El servicio del Maestro en un proyecto de vida: una función y un espíritu

 

En primer lugar, debemos recordar que en la Orden el título de maestro no se ha aplicado sólo en el ámbito académico, ya que otros oficios han sido ejercidos por frailes bajo el apelativo de maestro (de la Orden; de novicios; de estudiantes). En el caso concreto de la teología, este calificativo se recibió en un primer momento, como ya lo he dicho, de instancias externas, y sólo al inicio del siglo XIV, fue conferido por la Orden ad intra. Hasta entonces, los oficios académicos internos era los del lector o, en algunos casos, doctor. Ahora bien, no era habitual que a quienes habían accedido a una cátedra en la universidad se los denominara ad intra como magister; más aún, en algunos casos se llegó a penar a los frailes que hicieran ostentación de su título que, si bien correspondía a su posición académica, podía hacerles pensar que les garantizaba ciertos privilegios (sello personal; birreta; posibilidad de organizar grandes banquetes, etc.), como sucedía entre los maestros seculares de la época[9]. El capítulo general de 1331 estipuló, a partir de las palabras del Señor –“no se hagan llamar ‘maestro’, porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos (Mt 23, 8)” –, que ningún fraile debía hacerse llamar “Maestro”, sino que en la Orden todos debían reconocerse como hermanos (fray). Esto no era algo nuevo, ya que muchos años antes, Humberto de Romans había procurado infundir en los frailes la importancia de no hacerse llamar entre ellos maestro, doctor o lector, incluso si una credencial o una determinada posición lo señalara, porque ese tipo de honores podrían hacer subir los humos a la cabeza[10]. Y solo una cosa podía ser segura para esos frailes: la privación tanto de su posición como de su seductor título siempre que hicieran lugar a su vanidad e insistiesen en usarlo o reclamaran la deferencia con la que pensaban que debían ser tratados. Y, como era necesario formar en un espíritu, desde el inicio de la enseñanza como lector, los frailes no debían permitir que otros les limpiaran su habitación, le hicieran su cama, le quitaran el calzado o cargaran sus libros, aunque tuvieran un ayudante para su tarea docente, y, sobre todo, debían estar dispuestos siempre a admitir su ignorancia y a aprender de los demás (Humberti de Romanis, 1956b, pp. 246-256).

Esto explica por qué un maestro de novicios en Toulouse, a fines del siglo XIII, expresara cómo intentaba infundir en los jóvenes, la mayoría de ellos provenientes de la universidad, un amor por el estudio movidos por las rectas razones, procurando cortar de raíz la tentación de perseguir la fama académica, para lo cual, comparaba los motivos de quienes buscaban ser elevados al Magisterio con las de aquellos que buscaban una dignidad que sólo el cielo podía ofrecer (Mulchahey, 2017, p. 206). Para los dominicos, por lo tanto, el uso del título de maestro indicaba una relación, no un estatuto profesional, sea en el mundo secular o en la propia Orden y se debía ejercer donde y cuando se era llamado. Un ejemplo elocuente lo ofreció santo Tomás quien, a pesar de lo que había significado para él y para toda la Orden, acceder a la cátedra en París, a los tres años debió dejarla, en virtud de obediencia, para regresar a su provincia de origen, probablemente a Nápoles y, dos años después, pasar a Orvieto, como lector conventual, donde permaneció cuatro años. A juzgar por las obras datadas en esos años, los traslados no interrumpieron su labor intelectual. Y, cosa curiosa, ningún documento medieval de la Orden ha registrado que Tomás fue el primer Maestro en Teología surgido de la provincia romana.

Por último, volviendo a otra de las orientaciones de Humberto (“estar dispuestos siempre a admitir su ignorancia y a aprender de los demás”), esto ayuda a percibir con mayor claridad que antes de ser maestros, somos discípulos, que antes de enseñar debemos dedicarnos con empeño a aprender, pero más aún, nunca debemos dejar de aprender, por eso, la primera condición para ser maestro es no dejar de verse nunca, de algún modo, como discípulo. Algo a lo que quisiera volver al final de esta lectio.

Estos elementos, recogidos de las primeras décadas de la Orden, nos hacen presente el lugar del estudio en la vida dominicana y del sentido que los frailes tenían de sí mismos y de su misión, esa realidad fundamental de una empresa colectiva en la que ellos se encontraban comprometidos y para cuyo servicio habían dejado atrás egos y ambiciones terrenas. Así como nos proporciona una visión de la pedagogía filosófica dominicana, que entendía con toda claridad la formación de sus propios miembros como una forma del cuidado pastoral tanto como lo era el cuidado pastoral directo de aquellos en vista de los cuales esta formación se realizaba.

La presentación de este contexto explica por qué el aporte de Vincent de Beauvais, desde una perspectiva didáctica, en la que traza los cinco rasgos de un verdadero maestro –mente ingeniosa, vida honesta, ciencia humilde, elocuencia sencilla y pericia docente–, no tenía como destinarios sólo a los frailes, sino a todos aquellos que procuraban prestar un servicio docente. Algo semejante puede decirse del tratamiento que santo Tomás confiere a la función magisterial en el De Veritate 11, a. 2. En cambio, en el Contra impugnantes, cap. 2, al procurar justificar el acceso de los religiosos a las cátedras universitarias y ser calificados, en cuanto tales, con todo derecho, de maestros, lo lleva a Tomás a distinguir entre la objetividad de la función y el modo en el que los religiosos debían ejercerla según el espíritu de su propia vocación. Para él era claro, además, que la santidad de los maestros no dependía de un estado, sino de una práctica, a saber, el acto efectivo de enseñar[11]; la función primaba sobre el título y esa función o cualificación precedía, incluso, a la recepción del título[12]. La misma visión que hemos visto ya en Humberto de Romans[13].

 

Aprender, enseñar e intentar hacer teología desde la tradición dominicana

 

Lo presentado hasta aquí me ha llevado a pensar no sólo en quienes han sido mis maestros, sino también a plantearme la pregunta acerca de qué es lo que ha sucedido al transitar caminos más personales en el ámbito de la teología, movido por intereses más específicos, que me han exigido ser un poco autodidacta. Según santo Tomás, podemos adquirir el conocimiento por un descubrimiento personal, siendo en cierto modo la causa de nuestra propia ciencia que, sin bien es un modo más perfecto de conocer desde el punto de vista de quien recibe el conocimiento, el recurrir a la guía de un maestro, que conoce detalladamente toda la ciencia, puede conducirnos más rápidamente (De Veritate, q. 11, a. 2, ad 4). A esa guía se accede indudablemente a través de la relación personal con el maestro, pero también por el recurso a sus escritos, y yo me atrevo a decir, que ese recurso puede no limitarse de hecho a un solo maestro, sino a un espectro más amplio, a una tradición con todo lo que ello implica. Esto me ha sugerido pensar en la tradición dominicana que, de modo análogo a lo que señalaba Y. Congar (1963) sobre la tradición eclesial, es un ámbito formativo, educativo. En efecto, ella:

 

[…] desempeña la función propia de medio ambiente: forma las actitudes profundas, las reacciones espontáneas de acuerdo con cierto “espíritu”, que arranca de cierta ética de grupo, envuelto en las solidaridades, los actos simples en cuya realización se han formado los propósitos, los puntos candentes de interés y las esperanzas. Todo esto modela las “costumbres” del grupo, su “genio”. Con esto se aborda el mundo. […] La Tradición, vista bajo el aspecto o la dimensión en que se identifica con la vida de la comunidad de los cristianos que se renueva, en la identidad, por la constante sucesión de las generaciones, desempeña la función del medio ambiente educativo. (p. 131)

 

Por eso, mi intención ahora es verificar, en un aspecto concreto –el servicio a la causa de la unidad de los cristianos–, si es posible reconocer y de qué modo, una tradición dominicana de la cual sería deudor como discípulo. Esto me permite poner de relieve un segundo aspecto del servicio de los maestros, que no se reduce a la relación del aprender y enseñar, sino que, por vocación eclesial, están llamados a irradiar lo aprendido en un ámbito más amplio: toda la Iglesia (Horst, 1997). Entiendo que a propósito de este servicio, santo Tomás hablaba de las dos cátedras, la del pastor y la del maestro (In Sent. IV, d. 19, q. 2, a. 2, ql. 2, ad. 4). Ahora bien, para comenzar a encontrar una respuesta a este interrogante debemos trasladarnos a tiempos más cercanos.

 

El compromiso ecuménico en la Orden de Predicadores en el siglo XX

 

El Capítulo General de Bogotá (julio de 1965), la máxima instancia de discernimiento y gobierno de la Orden, celebrado poco meses antes de la clausura del Concilio Vaticano II, cuando ya habían sido promulgados la constitución sobre la Iglesia y el decreto sobre el ecumenismo, al abordar el tema del estudio, afirmaba: “Nuestra tradición doctrinal de teología científica concuerda bien con el trabajo de hoy de ecumenismo prudente como lo desea la Iglesia”[14], para reconocer luego el ministerio que ya se realizaba en la provincia de Francia, y valoraba positivamente dos iniciativas en ámbitos académicos, una en California y la otra en Friburgo[15].

La afirmación capitular encontró un lugar en el nuevo LCO al tratar lo relativo a la predicación de la Palabra y, específicamente, cuando ésta se dirige a todo el mundo:

 

A fin de promover la unidad entre todos los cristianos, cuiden los frailes de fomentar el espíritu ecuménico entre los católicos, y entablar un diálogo auténtico y sincero con los no católicos, de forma que se evite el escándalo de la división y establezcan una cooperación tanto en la esfera social y técnica como en la cultural y religiosa. (LCO, 123)

 

Y, en coherencia con esto, el LCO agrega otra orientación, relativa a la predicación del pueblo fiel:

 

Los frailes, como pregoneros del Evangelio de Cristo, conscientes de su responsabilidad por la unidad de la Iglesia, cuiden de promover entre los católicos el espíritu ecuménico, para que la tarea de reconciliación vaya tomando siempre mayor incremento.

Las investigaciones teológicas sobre cuestiones de ecumenismo deben tener lugar destacado, y los frailes formados con la debida preparación científica promuevan la empresa ecuménica en sincera colaboración con otros teólogos especializados y otros institutos. (LCO, 130)

 

Esto lo recogieron las tres últimas versiones de la Ratio Studiorum Generalis de la Orden, al señalar lo que debe estar presente en el primer nivel de estudios teológicos de los frailes.

Más tarde, el Capítulo General de Roma (1983) ubicó el ecumenismo entre los “nuevos lugares” de evangelización, es decir, como parte, una vez más, del ministerio de la predicación, reconociendo que ese trabajo, salvo excepciones, había sido exiguo hasta ese momento en el ámbito dominicano. Como medida práctica, el capítulo propuso al asistente del Maestro de la Orden para la vida apostólica fomentar el mutuo conocimiento de los frailes dedicados al apostolado ecuménico con el propósito de reunir y vigorizar sus recursos y fuerzas (nn. 46-49). Lo cierto es que, más allá de la publicación de un dossier con los nombres de los frailes comprometidos en el ecumenismo y la mención del tema en capítulos posteriores, no se dieron pasos en vista de una mayor coordinación del servicio de los frailes en este ámbito.

En 2021, por iniciativa del Instituto de estudios ecuménicos del Angelicum se realizó un coloquio virtual. El flyer de la convocatoria lo ilustraban los rostros de cuatro frailes que habían ofrecido un aporte específico en el inicio y el afianzamiento del compromiso ecuménico de la Iglesia católica. El orden de las fotos, en línea horizontal y de izquierda a derecha, no se establecía por fecha de nacimiento o de profesión en la Orden, sino por la precedencia cronológica en su compromiso con la unidad de los cristianos:

El primer rostro era el de Y. Congar (1907-1995), dominico de la Provincia de Francia, unos de los teólogos más conocidos del siglo XX, quien descubrió desde muy temprano, como vocación personal, la causa de la unidad de los cristianos. A él se debe el primer ensayo teológico en el ámbito católico que buscaba ofrecer un fundamento eclesiológico a una posible y deseada apertura de la Iglesia católica al movimiento hacia la unidad entre cristianos, que se consolidaba fuera de sus límites visibles (Congar, 1937). Con este propósito, Congar emprendió un ingente trabajo en vista de la renovación de la eclesiología que, según su visión, significaba abrir el horizonte hacia una realización más plena de la catolicidad. Una de las presentaciones del coloquio calificó a Congar, por la solidez y el carácter estructurante de su aporte, como “padre del ecumenismo” en el ámbito católico[16]. Pocos meses antes de su muerte, al ser creado cardenal por Juan Pablo II, cuando llevaba ya varios años hospitalizado, el cardenal J. Willebrands, al entregarle las insignias cardenalicias, entre otras palabras de reconocimiento, puso de relieve su contribución a la unidad de los cristianos (Willebrands, 1994).

El segundo rostro correspondía a Ch.-J. Dumont (1897-1991), de la misma provincia dominicana que Congar, pero con un itinerario diferente. Dumont había descubierto la ortodoxia en el servicio que la Iglesia había confiado a la Orden en el seminario ruso de Lille. A partir de 1932 y hasta 1967, su vida se identificó con el Centro Istina, especializado en la ortodoxia, del cual fue director durante treinta y cinco años, hasta ser llamado a Roma como asesor ecuménico de la Secretaría de Estado. La relación con ortodoxos y los viajes a países del Este le permitieron conocer profundamente la tradición bizantina. A inicios de los años 40, experimentó un cambio de actitud hacia una visión ecuménica más amplia, como se lo transmitió por carta en 1946 a G.B. Montini con el informe: El movimiento católico en favor de la unidad de los cristianos. Su razón. Sus características. Medidas a tomar para asegurar la rectitud de su desarrollo y la eficacia de su esfuerzo. Y. Congar (1966) valoró siempre el aporte del P. Dumont y reconoció lo que había significado en su vida como amigo, apoyo, consejero (p. 39). ¿Una cierta encarnación de la comunidad de estudio dominicana de la que hemos hablado?

El tercer rostro era el de J. Hamer (1916-1996), dominico belga[17], quien había ofrecido sus servicios académicos, de modo sucesivo, en Friburgo, el Angelicum y, finalmente, como rector en Le Saulchoir. Ya en su tesis doctoral, Hamer había profundizado en el método dogmático de K. Barth y, más tarde, por consejo de Y. Congar, fue el autor del primer ensayo de una eclesiología de comunión en el ámbito de la teología católica (Hamer, 1962). Junto con Congar y Dumont, participó activamente en la Conferencia Católica para las Cuestiones Ecuménicas, que en los años 50, con el consentimiento de Pío XII, congregó a teólogos católicos preocupados por el tema ecuménico y preparó el camino hacia la renovación conciliar[18]. Hamer se desempeñó como secretario adjunto y, luego, secretario del Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristianos (1966-1973), momento en que fue nombrado secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Fue una pieza esencial en las relaciones de la Iglesia católica con el Consejo Mundial de Iglesias y en la puesta en marcha de los primeros diálogos teológicos bilaterales.

Por último, el rostro de J.-M.R. Tillard (1927-2000), de la provincia de Canadá, cuyo compromiso inquebrantable lo convirtió en un elemento esencial en los diálogos bilaterales de la Iglesia católica con la Comunión anglicana, con las iglesias ortodoxas, y con los Discípulos de Cristo. Asimismo fue destacada su actuación en la Comisión de Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias, donde entre otros servicios moderó el estudio sobre la fe apostólica y la primera etapa del estudio sobre eclesiología. Con un estilo muy vivaz, fue un férreo defensor de una teología hecha sobre las bases de la gran tradición de la Iglesia, sin negar los reclamos contextuales, pero evitando que estos relegaran el fin específico de Fe y Constitución, a saber, la unidad en la fe y en la estructura sacramental de la Iglesia.

En las conclusiones del coloquio, una de las participantes, de reconocida competencia teológica, señaló que era posible hablar de una tradición dominicana en el ecumenismo. Ante esta expresión, me he planteado la pregunta: ¿es posible reconocer esa tradición?, ¿cómo entenderla?, ¿cuándo comienza? Y, dependiendo de la respuesta a estas preguntas, si esa tradición se encuentra en continuidad o en ruptura con la tradición previa. Estas preguntas no son retóricas, ya que los inicios del ecumenismo en el ámbito católico no estuvieron libres de sospechas e, incluso, de condenas, si no explícitas al menos veladas, que afectaron hondamente a algunos de los frailes, siendo el más notorio el caso de Y. Congar. Y, por otra parte, hemos estado históricamente asociados a la Inquisición, un tema que, gracias a Dios, ha sido clarificado y ubicado hoy en su contexto. Por eso son necesarias algunas clarificaciones.

 

¿Una tradición dominicana del ecumenismo?

 

Para responder a esta pregunta, debemos reconocer ante todo que el movimiento ecuménico es una realidad nueva en la historia de los cristianos, tanto por su método –el diálogo–, como por lo que ha exigido de fundamentación teológica en la comprensión de la Iglesia. Este movimiento, a partir de ciertos signos precursores en el ámbito de las iglesias protestantes, adquirió un perfil definido en las primeras décadas del siglo XX y al cual la Iglesia católica sólo se incorporó, a nivel oficial, a fines de la década del 50 y, definitivamente, a partir del Concilio Vaticano II. Hablar de ecumenismo, en sentido propio, significa abordar todo un conjunto de formas, métodos, niveles y, sobre todo, contenidos, que indican la dirección a la que se tiende, es decir, clarificar y, si es posible, superar las divergencias históricas, así como el resultado que se pretende, la unidad visible de los cristianos. Uno de los factores más importantes al entablar un diálogo es la capacidad de abordar las premisas hermenéuticas del interlocutor o el conocimiento de la hermenéutica de su tradición, pero no se reduce a esto. La complejidad de los factores que han representado un papel en las divisiones y el modo en que, a partir de ellas, se han configurado las identidades, exige tener en cuenta otros aspectos como, por ejemplo, la interpretación del lenguaje teológico del otro; la interpretación de las formulaciones con carácter normativo, es decir, los dogmas, sabiendo distinguir entre la fórmula (lo que se dice) y la declaración pretendida (lo que se procura significar); la interpretación de los cánones, que expresan una eclesiología aplicada; la interpretación de los factores no teológicos (políticos, sociales, culturales, psicológicos, etc.), que muchas veces han sido causas determinantes de las separaciones y que quizá siguen ejerciendo su influjo; y la importancia de la historia (Grupo Mixto Católico-Ortodoxo San Irineo, 2023, pp. 25-35). Pretender descubrir algo semejante en el pasado, que recurriera al menos a algunos de los aspectos mencionados, es una tarea condenada al fracaso. En las relaciones entre cristianos divididos había primado una teología de controversia y, en el caso extremo, de controversia polémica, que se realizaba en el aislamiento confesional, por escrito, y sin encuentro con el otro[19].

Por eso, sólo es posible hablar de un diálogo, calificado con propiedad de “ecuménico”, a partir del siglo XX. Ese diálogo tiene lugar en encuentros directos, orales y presenciales, es decir, cuando la palabra del otro se recibe y al cual se dirige la propia y, a través de este intercambio, se intenta buscar juntos el camino hacia la unidad en la verdad. En consecuencia, sería anacrónico pensar en una tradición dominicana del ecumenismo antes del último siglo y los cuatro autores que ilustraban la convocatoria del coloquio de Roma serían, propiamente, los iniciadores de esa tradición. Pero: ¿es esta la única respuesta? ¿no sería posible, quizá, entre el todo y la nada, descubrir algo así como jalones que, sin la conciencia de aquello que vendría muchos siglos más tarde y en otro contexto, podrían verse ya como signos precursores? Si esto fuera posible, nos permitiría reconocer un cierto modo en el cual la Orden habría abordado el tema de las divisiones entre cristianos, y tratado de sanar la heridas contra la unidad de la Iglesia. Y, en ese caso, no estaríamos ante una nueva tradición o ante una ruptura con la tradición teológica previa, sino en una continuidad con ciertos rasgos que marcaron el acercamiento apostólico y la labor teológica de la Orden en sus orígenes y que, en el presente, con otros recursos, pero en un espíritu semejante, responde hoy a nuevos requerimientos.

El hecho de remitirnos a los primeros tiempos de la Orden delimita el ámbito de nuestra búsqueda a las relaciones entre la Iglesia latina y las iglesias ortodoxas: la única fractura experimentada en el siglo XIII. En ese período, y en lo relativo a un aporte de la Orden, procurando sanar la herida de la división, podríamos señalar tres casos diferentes, pero relacionados, que al contemplarlos desde el presente, nos permiten reconocer valiosos elementos: en primer lugar, la única experiencia cercana a un diálogo de la que fueron protagonistas los frailes de la provincia dominicana de Grecia (siglos XIII-XV); y, en Occidente, sin contacto directo con la otra parte, a nivel teológico y con valiosos aportes hermenéuticos, el Contra errores Graecorum de Tomás de Aquino, redactado para responder a una consulta de Urbano IV (A5-A105); y la propuesta de Humberto de Romans, desde una perspectiva eclesial práctica, en la segunda parte de su Opus tripartitum (1780, pp. 109-132), respondiendo a un pedido de Gregorio X ante la inminencia del  segundo Concilio de Lyon (1274). Por razones de tiempo me centraré en el primer ejemplo, y dejaré los dos últimos para un estudio posterior.

 

El ministerio de los dominicos en la Grecia latina

 

La Orden se hizo presente en Constantinopla y el resto del mundo griego muy poco tiempo después de su fundación. La primera evidencia de la existencia de un convento en la capital del Imperio se remite a 1233. Esa fundación fue obra de la provincia de Francia; algo no extraño ya que, superadas las disputas por el reparto del botín de la Cuarta Cruzada (1204), Constantinopla había quedado en manos de los franceses. Cuando Miguel Paleólogo recuperó la capital del Imperio (1261), ese convento fue suprimido[20]. ¿Cuál era el contexto en el cual se desarrolló esa presencia dominicana?

La relaciones entre el Oriente y el Occidente cristiano se habían caracterizado en la segunda parte del primer milenio por un progresivo extrañamiento. Al iniciarse el segundo milenio, las dificultades y los desacuerdos se agravaron por factores culturales y políticos. Las excomuniones recíprocas entre Humberto de Silva Cándida y el Patriarca Miguel Cerulario (1054), marcaron simbólicamente la ruptura (Congar, 1976, pp. 53-58; Joint International Commission for Theological Dialogue between the Roman Catholic Church and the Orthodox Church, 2023), si bien, a partir de entonces no faltaron intentos de restablecer la unidad. Sin embargo, la conquista de Constantinopla por los cruzados profundizó de un modo dramático la ruptura. Se afirma, cada vez con mayores fundamentos, que el cisma entre las iglesias griega y latina comenzó en realidad en el siglo XIII.

Al mismo tiempo, la iglesia de Roma conoció ciertas evoluciones respecto a la que había sido una comprensión eclesiológica común de griegos y latinos a lo largo del primer milenio. La Reforma Gregoriana (1073-1085) puso fin al nombramiento sistemático de obispos y abades por parte de los poderes seculares y recuperó la costumbre de elecciones canónicas hechas por instancias eclesiales. La autoridad del Papa se extendió de modo progresivo al ámbito temporal, mientras se desarrollaba, en vista de ese objetivo, una eclesiología más jurídica, justificada en las Falsas Decretales y la falsa Donación de Constantino. En ese marco, la figura central del Papa se acentuaba en la Iglesia latina. Ese proceso culminó con Inocencio III (1198-1216), quien consolidó la idea del Papa como cabeza que gobierna todo el cuerpo eclesial (Congar, 1976, pp. 115-119); sucesor de Pedro, tenía la plenitud del poder (plenitudo potestatis) y la preocupación por todas las iglesias (sollicitudo omnium ecclesiarum). Los obispos, individualmente, estaban llamados a compartir su solicitud (in partem sollicitudinis), cuidando de sus propias diócesis. Como expresión de esa convicción, Inocencio III dejó de lado el apelativo de “vicario de Pedro”, acuñado por los papas del siglo V, para asumir el de “vicario de Cristo”. Las órdenes mendicantes, exentas de la autoridad episcopal, promovieron esa concepción del papado, algo natural, ya que el papado había sido decisivo en el reconocimiento y la confirmación de las inspiraciones de Francisco y de Domingo. El Concilio IV de Letrán (1215) afirmará luego que “la Iglesia romana [...] por disposición del Señor, tiene sobre todas las otras iglesias la primacía de la potestad ordinaria, como madre y maestra que es de todos los fieles” (Capítulo 5, DH 811); y, en esa línea, exhortaba a los griegos a conformarse “como hijos de obediencia a la sacrosanta Iglesia romana, madre suya, a fin de que haya un solo redil y un solo pastor” (Capítulo 4, DH 819; ver Burkhardt, 2017). Era la primera vez que la sede romana intentaba imponer sus prerrogativas con un vocabulario canónico tan claro y que, más aún, pretendiera extenderlas al Oriente cristiano (Prügl, 2017). Evidentemente, esas determinaciones, recibidas en un contexto convulsionado y humillante para la iglesia griega, no fueron aceptadas, ya que la Cuarta Cruzada no sólo había saqueado la capital imperial y provocado el exilio del Emperador, reemplazándolo por un emperador francés, sino que, además, había establecido jerarquías latinas en las sedes griegas. Inocencio III, que en un primer momento había disuadido a los venecianos de intentar la conquista de Constantinopla, con el hecho consumado, nombró un patriarca latino (Wolff, 1948) y consideró la conquista como un signo providencial para someter a los griegos a la obediencia romana[21].

El clima en el cual se daban las relaciones entre latinos y griegos empeoró con la actitud polémica de aquellos que denunciaban los usos orientales como “errores de los griegos”, o incluso “errores de los griegos cismáticos”. Ese estilo había sido inaugurado por Focio, que había señalado veintiocho errores de los latinos. Casi sin excepción, se trataba de largas listas, elaboradas por ambas partes, sumando todo tipo de diferencias, sin ninguna verificación ni explicación[22]. Esta costumbre la recogieron el cardenal Humberto de Silva Cándida y el Patriarca Miguel Cerulario en las recíprocas excomuniones y, luego, se potenció[23]. Era la clara expresión del mutuo desentendimiento y del intento de justificar a toda costa la propia posición. ¿Qué papel representaron los dominicos en ese contexto?

En su estudio sobre la presencia y misión de las órdenes religiosas en la Grecia latina, N. Tsougarakis (2012), investigador griego, ha dedicado un capítulo a cada orden, según el orden cronológico de fundación y estilo de vida. Al llegar a los mendicantes, se detiene primero en los franciscanos, y pasa luego a los Predicadores (pp. 169-211), cuya popularidad en Grecia rivalizaba con la de los hijos de san Francisco. Como otras órdenes latinas, los dominicos tenían allí dos funciones aparentes: atender pastoralmente a los latinos y reintegrar a los griegos a la obediencia de la Iglesia romana; esto señala que los dominicos, como también los franciscanos, participaban de la visión del Papado que hemos descripto. Según el autor, la Orden de Predicadores realizó su misión a través de relaciones diplomáticas y de un diálogo teológico y cultural de lo que ha quedado abundante documentación, conservada en gran parte, por los frecuentes contactos entre los frailes de Grecia y Occidente, y de la vigilancia que la Orden ejerció sobre sus casas de Oriente. Para este servicio, fue decisiva la planificación previa a la fundación de los conventos y la preocupación por la formación de los frailes en la lengua griega (Rubin, 2018, pp. 266-268). Este segundo aspecto es fundamental.

En efecto, el interés de la Orden por el estudio de las lenguas estuvo presente desde muy temprano, haciéndose más evidente al leer lo estipulado por el Capítulo General de 1236[24], en el cual se expresa la intención de que los frailes pudieran usar las lenguas habladas por las poblaciones vecinas. La razón de esto no se menciona allí de modo explícito, pero probablemente se relacionaba con la predicación a los no latinos. Esta conclusión se sustenta con claridad en dos cartas de Humberto de Romans (1255 y 1256/1956c, pp. 491 y 501), en las que se establecía una conexión explícita entre la predicación y el dominio de lenguas extranjeras, al afirmar que dos obstáculos impedían predicar a cristianos orientales, judíos, musulmanes y paganos: la falta de conocimiento de lenguas y el amor a la patria por parte de los frailes. Humberto instaba, luego, a quienes estuvieran dispuestos a aprender árabe, hebreo, griego o cualquier otra lengua extranjera, y a abandonar su país y unirse a una provincia cercana a territorios infieles, que se lo informaran (1956b, cap. I, VII, p. 1887). La importancia de esto no se puede relativizar, porque conocer bien la lengua de un pueblo es conocer su espíritu, su modo de concebir el mundo, y esta ha sido una de las mayores dificultades en las relaciones entre griegos y latinos, ya que las traducciones o simples transliteraciones, expresaban pobre o sesgadamente lo que la otra parte comprendía.

Los frailes participaron en algunas misiones papales, que comenzaron con ocasión del Concilio de la Iglesia griega en Nicea y Ninfeo (1234), convocado por el emperador griego (Avvamukov, 2007; Stavrou, 2013). En esa ocasión, los nuncios enviados por el Papa Gregorio IX eran dos franciscanos y dos dominicos. Todos, según la versión latina, eran expertos en la tradición teológica griega, razón por la cual habrían logrado poner en aprietos a sus adversarios –¡la versión de los griegos es un poco diferente!–. Los cuatro frailes latinos lo hicieron basando sus argumentos en los escritos de los Padres Griegos, copias de los cuales habían recogido a su paso por Constantinopla. Aparentemente ninguno de ellos hablaba griego, y se ha llegado a la conclusión de que el servicio de intérprete lo habría prestado un dominico del convento de Constantinopla, con gran dominio del griego. A este fraile, A. Dondaine atribuye un servicio más importante, al ser, probablemente, el autor de la obra que presentaré a continuación.

 

El Tractatus Contra Graecos (1252): un hito y un inicio

 

En un estudio, publicado en 1958, como parte de su tesis doctoral, M.-J. Le Guillou desarrolló los géneros literarios que caracterizaron las relaciones entre los cristianos hasta llegar al método ecuménico[25]. Al ofrecer testimonios de las controversias del Medioevo y evaluar los rasgos de este modo de abordar la realidad del otro, preponderantemente de modo polémico, Le Guillou (p. 75ss.) se detiene en el Tractatus contra graecos, una obra publicada en Constantinopla en 1252, de la que hasta hoy se desconoce la identidad del autor. Hay indicios de que era un fraile francés, asignado al convento constantinopolitano, que en París habría tenido como maestro a Guillermo de Auxerre, y sobre todo, que era un dotado helenista. Le Guillou sostiene que, si bien la obra permanecía en el estilo de la controversia, se abría, sin embargo, a perspectivas dialogantes, lo que no era habitual en la época, y que esto podía hacerlo por la calidad de la información que manejaba, el recurso directo a fuentes patrísticas griegas en las bibliotecas de los monasterios de Constantinopla, desconocidas aún en el mundo latino, y su preocupación por situar al adversario en el mismo nivel, tomando como punto de partida sus mismas fuentes.

Esta obra fue incorporada en una versión incompleta a la Patrologia Graeca[26], y objeto de estudio de A. Dondaine (1951), quien puso de manifiesto que se trataba de la primera obra en una tradición dominicana de teología de controversia, que se habría prolongado en la Grecia latina hasta el Concilio de Florencia. Por el valor que revestía el Tractatus, el medievalista dominico lamentaba que se careciera de una edición crítica. Felizmente, esto ha sido subsanado en los últimos años, ya que, como resultado de su proyecto de investigación, A. Riedl ha publicado esa edición crítica (2020b) y, de modo simultáneo, una obra monográfica (2020a), en la que sitúa el texto en el contexto eclesial y de la Orden en el mundo griego del siglo XIII, así como ha evaluado las obras que les serían deudoras.

En la obra monográfica, luego de presentar en detalle el Tractatus, A. Riedl esboza el perfil del autor, el método puesto en práctica, los argumentos a los que recurre en cada punto del tratado, y la imagen de Iglesia subyacente. Un elemento clave en la lectura de Riedl es el hecho de establecer una relación entre el método del autor anónimo y su visión de la Iglesia. En esa época la convicción que aún compartían latinos y griegos era que formaban parte de la misma Iglesia, la divergencia se daba en el modo de comprender cómo realizar la unidad. En ese contexto, se explica que la intención del autor anónimo fuera ofrecer un folleto para quienes estaban en debate y confrontación directa con los argumentos griegos, pero con la intención de buscar la unidad.

La estructura de la obra presenta un prólogo, una parte principal con dos momentos diferenciados, y un apéndice. En el prólogo, el autor no sólo anuncia el contenido que pretende abarcar, sino también su método de trabajo, decisivo para la originalidad y difusión de la obra (2020a, pp. 93ss.). Si bien el autor se sitúa en la línea de sus predecesores, anuncia una novedad de la que espera obtener resultados positivos, especialmente en el contexto de controversias: el modo en que se debe debatir con los griegos debe orientarse hacia su enfoque hermenéutico. Por eso, el trabajo de persuasión de los latinos en relación con la verdadera fe debe ampliar, en primer lugar, el camino del procedimiento habitual en la cultura de formación teológica occidental mediante el esquema clásico de disputa escolástica, en la medida en que adopta la argumentación de la otra parte para utilizarla, en un segundo paso, para sus propios fines. El autor justifica esta elección y el éxito esperado de este procedimiento de la siguiente manera: en primer lugar, al señalar el hecho de que en las disputas entre griegos y latinos, las autoridades comunes a las dos tradiciones –incluidas especialmente las Sagradas Escrituras y las decisiones de los concilios recibidos por ambas– cada parte las utiliza e interpreta para sus propios fines, lo que había conducido a un endurecimiento de los frentes. Por lo tanto, ese camino era infructuoso. Más bien, era importante (como segundo paso para justificar su elección del método) interrogar a las autoridades griegas sobre las posiciones latinas y así convencer a los griegos con sus propias armas de lo equivocado y rígido de sus propias posiciones. Si a los griegos, según el autor, se les mostrara que sus propias autoridades no contradicen la posición latina, e incluso la apoyan y respaldan, entonces la consecuencia lógica es obvia: ya no hay ninguna razón por la cual los griegos deban rechazar la verdad –representada en las posiciones latinas–. En estricta aplicación de esta metodología, el autor cita a los Padres de la Iglesia de tradición griega para apoyar las posiciones latinas y difícilmente da un paso sin respaldo greco-patrístico. Esto da como resultado una doble línea de argumentación en muchos puntos de la exposición: primero, se justifica una posición latina con la ayuda de las escrituras relevantes o cánones de los concilios recibidos que ya han sido estandarizados y establecidos en la disputa Oriente-Occidente, para luego, en un segundo paso, respaldarla con autoridades griegas y así verificarla como no unilateral sino universalmente válida. La elección de este método pone de manifiesto el dominio de la lengua griega que poseía el autor, su sólida formación teológica y el conocimiento de la teología griega, sin poner en riesgo la propia identidad.

En la parte principal, el anónimo abordó los puntos decisivos de conflicto entre latinos y griegos en cuatro áreas, liberando el camino de la escoria de las largas listas de errores: 1) la adición unilateral del filioque al credo común de las iglesias; 2) la idea del destino de las almas de los difuntos hasta el Día del Juicio, siendo esta la primera vez que se aborda el tema; 3) el uso de pan sin levadura o fermentado en la liturgia; 4) la primacía del Papa romano u obediencia a la iglesia romana. Lo notorio de esta presentación es que esas cuatro áreas serán, a partir de entonces, las habituales en la teología y en los documentos de los Concilios de Lyon II (1274) y de Florencia (1438-1445), al abordar el diferendo entre griegos y latinos. Después de los temas en conflicto, el autor se detiene en la alienación cultural y los obstáculos prácticos entre las dos iglesias, presentando las cuatro causas u ocasiones del cisma (pp. 129-131): i) la división del Imperio, vinculada a Carlomagno y el establecimiento del Imperio Carolingio, que significó que el Imperio Romano tuviera un emperador en Occidente además del emperador bizantino desde principios del siglo IX; ii) el hecho de que la Iglesia griega no haya participado en el proceso de decisión sobre la inserción del Filioque en el concilium ultramontanum (¿Sínodo de Aquisgrán, 809?); iii) las excesivas exigencias monetarias impuestas por los legados papales al clero y al pueblo de Constantinopla que causaban malestar en las relaciones latino-griegas; iv) la deposición del patriarca Focio, que los griegos vieron como una afrenta. Al enumerarlas, el autor reconoce el potencial de escollo que los griegos les atribuyen, si bien las rechaza como un pretexto griego. A pesar de ello, las explicaciones sobre estas cuatro razones del cisma muestran que el autor tiene un gran conocimiento histórico, no como argumento, sino como demostración del conocimiento de la parte contraria. Esto es fundamental, porque mientras haya versiones paralelas de la historia de las divisiones y, en el caso extremo, opuestas, no hay posibilidad de un avance hacia la unidad.

Por último, en un apéndice, el autor reúne las fuentes a las que ha recurrido: i) los concilios generales y particulares; ii) la interpretación de los cánones apostólicos por los concilios; iii) la ilustración de una falsificación del Quicumque vult por un monje griego, según el testimonio ocular de dos cistercienses; iv) el símbolo niceno; v) las excomuniones de 1054, con el informe de Pantaleón de Amalfi; vi) el punto de vista del siglo XII: Hugo Eterianus (De heresibus quas in Latinos Greci devolvunt) y Leo Tuscus (De heresibus et prevaricationibus Grecorum); vii) fuentes dominicanas: los silogismos de Eustracio de Nicea y las refutaciones de los autores dominicos Nicolás de Siria y Jacobo de Milán; viii) fragmento de la carta bilingüe del Patriarca Germanos II y la refutatio del autor anónimo; ix) fragmento de la carta de un dominico de Georgia (Tiflis).

Según Riedl, el Tractatus conoció tres líneas de difusión (pp. 84-91)[27], tanto en Constantinopla y el resto del Oriente cristiano, como en la teología de Occidente: i) inicialmente, sirvió como modelo y punto de referencia para obras escritas posteriormente por dominicos en y del mundo griego, algunas publicadas directamente en griego, en un estilo teológico de controversia[28]; ii) los primeros rastros en la teología escolástica occidental estarían presentes en los grandes teólogos dominicos y franciscanos (Alberto Magno, Tomás de Aquino, Mateo de Aquasparta, Bernardo Gui), cuyo contacto con el Tractatus, muy probablemente, fue a través del Libellus de Nicolás de Cotrona (A109–A151), y sin relaciones directas con el mundo griego[29]; iii) la mayor y más duradera distribución del tratado, reflejada en la tradición del manuscrito, por su relevante contenido, tuvo lugar durante el Concilio de Ferrara-Florencia en el siglo XV.

 

Elementos para recoger

 

A partir de aquí, y antes de pasar al último momento de esta presentación, ¿qué conclusiones podemos sacar acerca del servicio de la Orden en ese contexto y de lo que la experiencia de los intercambios puso de manifiesto en las relaciones entre latinos y griegos?

Según N. Tsougarakis (2012, pp. 281ss.), se debe a los dominicos el avance más significativo en la superación de la fractura entre latinos y griegos, ya que representaron un papel claramente definido en Grecia, acorde con los principios y métodos básicos de su Orden. La producción de tratados teológicos y su formación cultural y lingüística favorecieron un acercamiento a las capas más altas de la sociedad bizantina. Los intercambios culturales que se produjeron entre ambas partes, gracias a su actividad en Constantinopla, tuvieron efectos de gran alcance tanto en Grecia como en Occidente. Como resultado de esos esfuerzos, una parte de la intelectualidad bizantina entró en contacto por primera vez con los avances de la teología y la filosofía occidentales y, a la inversa, mediante la migración de griegos conversos a Occidente, Italia se reencontró con la cultura clásica griega. Este servicio culminó en el Concilio de Florencia que, a diferencia de la unión de Lyon (1274), el acuerdo logrado fue precedido por largas discusiones entre los principales teólogos de ambas partes.

A. Rield (2020a, pp. 229-233), a partir de lo manifestado por los encuentros y las obras teológicas estudiadas, ha señalado la asimetría en las problemáticas y los abordajes teológicos entre ambas partes. Del examen de la imagen de la Iglesia, propia de cada parte, se hace manifiesto el diverso valor que unos y otros concedían a los respectivos puntos de conflicto. El primado de Roma o del Papa y la obediencia asociada a la Iglesia romana sólo existía como supuesta prioridad para los latinos. Mientras que, para los griegos, el Filioque era el principal obstáculo, no como problema teológico, sino por la jerarquía otorgada en Occidente, lo cual alteraba la fórmula del Símbolo. Otro tema importante, punto de conflicto, era cómo se abordaba, si es que se lo hacía, la realidad del Imperio latino, y más concretamente, la conquista de Constantinopla y sus implicaciones. Los griegos acusaban explícita o implícitamente a los latinos de crímenes cometidos por cristianos contra cristianos, atribuyéndoles la ruptura, mientras que los latinos casi no hacían referencia a este acontecimiento. ¿Cuáles eran las razones de este silencio? Es difícil la respuesta. Lo cierto es que el hecho de que estos acontecimientos ocuparan un lugar en la argumentación teológica es particularmente importante porque revela la estrecha conexión entre la realidad de la vida de la Iglesia (exilio, estructuras de liderazgo eclesial destrozadas, cambios pastorales, etc.) y el marco teológico. Por otra parte, quienes de alguna manera fueron responsables de la conquista latina no invocan esas circunstancias porque, a diferencia del papel de víctima, la situación ventajosa ofrece la oportunidad de esgrimir los argumentos más favorables que fortalezcan la propia posición a costa de ignorar los demás. Por último, como resultado del análisis de las obras estudiadas, A. Riedl desarma un lugar común: la afirmación de que latinos y bizantinos no se entendían entre sí debido a diferentes métodos teológicos y que una discusión teológica no podía tener lugar solo por esta razón. El testimonio que dan las obras por ella estudiadas señala las evoluciones experimentadas por cada parte al momento de entablar el diálogo.

 

¿Una nueva tradición o la respuesta de una tradición viva en un nuevo contexto?

 

Llegamos a la última etapa de este recorrido, el último paso en nuestro intento de respuesta a la pregunta formulada al inicio de esta segunda parte acerca de la comprensión de una tradición dominicana del ecumenismo. Lo primero que se debe decir es que, respecto al siglo XIII, el actual contexto es otro y las preguntas que se formulan diferentes. Después del fracaso en la recepción de la unión sellada en el Concilio de Florencia y la fractura de la cristiandad occidental en el siglo XVI, la visión eclesiológica de la Iglesia católica proyectó sobre las iglesias orientales, la misma visión que tenía respecto de los grupos protestantes: ante la única verdadera Iglesia, ellas no eran la Iglesia. Esto se acentuó a partir del siglo XVIII, con el proyecto romano de captar los fieles de esas iglesias, estableciendo jerarquías paralelas subordinadas a Roma. El siglo XIX significó el momento de mayor alejamiento. Cuando se produjo, además, otra evolución en la Iglesia católica, esta vez a nivel dogmático, con la definición relativa al primado. Lo que este tema exige de análisis y de elementos para tener en cuenta es enorme, y supera una síntesis, siendo un tema en la agenda actual. Por eso, me limitaré a enunciar algunos elementos recogidos de la visión de los pioneros dominicos del ecumenismo. Ellos habían recibido en la Orden la formación propia de nuestra tradición tal como se impartía en esa época, es cierto que con una impronta ya de renovación en el acercamiento a santo Tomás. Pero hay un elemento para tener en cuenta. La provincia de Francia, a la que pertenecían Congar y Dumont, tenía presencias en los países escandinavos, es decir luteranos, y en la Rusia ortodoxa. Cuando el peso del régimen bolchevique se hizo sentir con toda su dureza, se debió abandonar esta segunda presencia. Sin embargo, se sumaron las presencias en Mossul (Irak) y El Cairo (Egipto), junto a las misiones en el África occidental. Esto ofrecía un horizonte amplio de misión y de relación con otros cristianos.

Ch.-J. Dumont (1954), en su camino de descubrimiento de la ortodoxia, en los años 40 del siglo pasado, había llegado a la conclusión de que la Iglesia católica y las iglesias ortodoxas eran la misma Iglesia. Se trataba, pues, de recuperar aquello que, a pesar de las dificultades y tensiones, aún era evidente en el Medioevo. Por eso, si Dumont aceptaba incluir a las iglesias orientales en el ámbito del diálogo ecuménico lo hacía por la sola razón de que esas iglesias se habían enrolado ya en ese movimiento, pero, desde su perspectiva personal, entre católicos y ortodoxos se trataba de un diálogo ad intra de la única Iglesia. Y más aún, consideraba que sólo cuando la Iglesia católica lograra realizar la unidad con las iglesias ortodoxas, reconociéndolas en su diversidad, estaría en condiciones de abordar la fractura de la Reforma protestante, fruto no querido del aislamiento y la pérdida de una visión más amplia, padecido por la Iglesia latina a partir del Cisma con Oriente. Una interpretación que también hizo suya M.-J. Le Guillou (2021, pp. 87-88).

En Y. Congar, con mayores recursos teológicos e históricos que Dumont, primó claramente un abordaje de acercamiento a las otras iglesias viéndolas como verdaderos sujetos, con los cuales era posible, de acuerdo con la identidad de cada tradición, establecer un diálogo. Esta visión manifestaba su comprensión de la catolicidad, abriendo el horizonte respecto de la visión jurídico-disciplinar de la Iglesia entonces predominante en los ámbitos católicos. Desde esta perspectiva, los puntos de conflicto no podían considerarse ya aisladamente, y para evaluarlos era necesario ver el lugar que ocupaban en la otra tradición; es el tema de la hermenéutica de la que fue consciente a su modo el autor anónimo del siglo XIII. Congar puso en práctica esta convicción ya en épocas muy tempranas de su trabajo teológico, por ejemplo, en el estudio redactado en 1950 y publicado en 1954, sobre las verdades y paralelos entre dogma cristológico y eclesiología. Allí al final del estudio, en un lenguaje aún de tipo escolástico, aplica sus conclusiones a las iglesias que aún califica como nestorianas y monofisitas, y sostiene que:

 

[…] a juzgar por lo que se puede ver, su posición cristológica no se traduce de una manera especial en una posición eclesiológica original. ¿Será porque esas Iglesias no tienen apenas una eclesiología explícita y menos aún una eclesiología elaborada? ¿Será porque en el fondo su nestorianismo y su monofisismo son más verbales que reales?[30] (Congar, 1954/1965, pp. 94ss.)

 

Claramente, poseía una visión capaz de relacionar los misterios y percibir como uno se refleja en el otro. Si en el caso que alude, se hubiera tratado efectivamente de una herejía cristológica, la realización de la Iglesia debería haberse visto afectada, algo que no había sucedido.

El otro ejemplo, tema clásico de divergencias entre latinos y griegos, es el relativo a la procesión del Espíritu Santo. En su erudita obra sobre la tercera persona de la Santísima Trinidad, Congar (1983) aborda el tema de la procesión del Espíritu -Filioque-, señalando la importancia de una hermenéutica de las definiciones dogmáticas y aportando elementos para un acuerdo. Esto lo hace fundado en una convicción, católicos y ortodoxos profesan la misma fe trinitaria, pero lo hacen a través de diversas formulaciones teológicas (pp. 608ss.). Esta distinción marca las posibilidades reales en el camino hacia la unidad, y afirma que:

 

Cada una tiene su propia coherencia. Cada una de ellas es irreductible a las categorías y al vocabulario de la otra. A lo largo de diez siglos de debate, ninguna de ellas ha sido capaz de convencer a la otra ni de obligarla a cambiar de campo. Ni existe la posibilidad de que se produzca en el futuro. Diremos más: No debe perseguirse esa meta. Queremos proclamarlo sin ambigüedades. (p. 635)

 

Luego de haber reconocido la fe común confesada y celebrada en el bautismo, Congar señala los ámbitos en los que reside la diferencia, a saber, en la inadecuación del vocabulario latino para traducir los matices de la terminología griega y en el empleo de dos principios diferentes para fundar la distinción de las personas. En el intento de colocar en su lugar la diferencia, Congar hace suya una reflexión de S. Boulgakov (1946):

 

Ambas partes […] no pueden probar prácticamente diferencia en su veneración del Espíritu Santo, a pesar de su desacuerdo en su procesión. Parece muy extraño que una divergencia dogmática aparentemente tan vital no tenga repercusión práctica alguna, siendo así que el dogma tiene siempre una importancia práctica y determina la vida religiosa. […] Puede decirse que ni la Iglesia oriental ni la occidental conocen la herejía vital sobre el Espíritu Santo, algo que habría sido completamente inevitable si hubiera existido herejía dogmática. (p. 141) citado en (Congar, 1983, p. 643)

 

De allí la convicción de Congar de que ambos pulmones de la Iglesia han conservado una misma fe, vivida en cuanto es celebrada, a cuya luz hay que contemplar la relación entre fe y formulación dogmática. La primera realidad no es la adhesión del espíritu nocional a fórmulas dogmáticas, por más útiles y santas que ellas sean, sino la confianza vital del corazón, la apertura y el don total de todo el ser a Cristo, nuestro camino hacia el Padre, verdad y vida (Congar, 1981, pp. 28-29).

Un ejemplo tan central como este, porque hace a la misma fe trinitaria, es un caso tipo para el modo en el que Congar llegó a comprender la relación entre la Iglesia de Occidente y de Oriente, al sostener que entre ellas todo lo esencial es idéntico y diferente. Es lo idéntico lo que es diferente, por eso, las diferencias deben ser reconocidas y respetadas, ya que se trata de diferencias en la identidad profunda (Congar, 1974a, p. 108; Clancy, 2004). En la última etapa de su vida, después de cincuenta años de estudio, se preguntaba si en el caso de las relaciones entre la tradición católica y la tradición ortodoxa no es posible hablar de una complementariedad, no exactamente en la línea formulada por N. Bohr. Esto significaría, en el ámbito de la fe que, al nivel del dogma, es posible que se sitúen dos construcciones diversas, pero dos construcciones del misterio que buscan expresar la misma fe, porque la Iglesia “respira por sus dos pulmones” (Congar, 1982, pp. 112ss.).

Imagino que a esta altura de la lectio, la pregunta de alguno será y ¿santo Tomás? Claramente he hablado de una tradición dominicana y Tomás es un eslabón en ella. En este tema en concreto, ciertamente no tuvo un contacto directo con otros cristianos. El Contra errores graecorum ha sido un informe técnico en respuesta a una petición de Urbano IV, sobre el opúsculo de Nicolás de Cotrona (Torrell, 2002, pp. 179-181). Allí Tomás toma distancia de ese texto, al que considera poco fundado y cuestiona el recurso a fuentes en las cuales percibe una falta de veracidad. En ningún momento aborda los “errores de los griegos”, sino que busca fundamentar teológicamente las posiciones de la Iglesia latina. Lo cierto es, sin embargo, que Y. Congar (1987) se reconocía deudor de santo Tomás, afirmando de modo testimonial:

 

¿Qué le debo a santo Tomás, a quien he seguido frecuentando mucho? En primer lugar una cierta estructura de espíritu. Y allí se encuentra aún su actualidad. Tener orden en las ideas. Y también el sentido de apertura e incluso del diálogo. Porque santo Tomás, con su capacidad increíble de dialéctica, ha pasado toda su vida buscando nuevos textos, en hacerse de nuevas traducciones, en discutir con todas las personas de su época: judíos, musulmanes, averroístas, agustinianos, etc. El tomismo es la apertura al diálogo. Es verdaderamente una estructura del espíritu que debo a santo Tomás y por lo cual le estoy infinitamente agradecido. (p. 91)[31]

 

Si bien reconocía con honestidad que, personalmente, había evolucionado y que, de cierta manera, había dejado el tomismo en dos puntos específicos: el estudio de la historia y el ecumenismo. En un extenso y documentado estudio sobre Y. Congar y la eclesiología de santo Tomás, J.-P. Torrell (1998) recoge el texto que acabo de citar, convencido de que la toma de distancia a la que aludía Congar, por la descripción que realiza, no se refería al Aquinate sino a cierto neo-tomismo predominante en la primera mitad del siglo XX, y concluye:

 

Eso es incuestionable [la evolución de Congar], pero no cabe duda tampoco de que eso lo honra. Hubiera deseado personalmente que hubiera tenido el tiempo para darnos un tratado de la Iglesia de inspiración tomista más sintético que las breves anotaciones que ha repetido en diversas contribuciones, pero después de haber releído como acabo de hacerlo por las necesidades de este estudio un cierto número de sus trabajos, creo poder decir que permanecerá en la memoria histórica de la teología como uno de los más inteligentes lectores de santo Tomás en el siglo XX. (p. 242)

 

Y, a propósito de la estructura de pensamiento de santo Tomás, de la que hablaba Congar, y su relación con el ecumenismo, recomiendo la lectura de las dos contribuciones que publicó con ocasión de los 700 años de la muerte del Aquinate, el primero de ellos sobre el valor y la envergadura ecuménica de algunos principios de santo Tomás y, el segundo, sobre santo Tomás y el espíritu ecuménico (Congar, 1973; 1974b).

 

Una conclusión más personal

 

Para concluir, de un modo más testimonial, quisiera retomar, la enseñanza de Humberto de Romans –“estar dispuestos siempre a admitir la propia ignorancia y a aprender de los demás”–. Es una actitud que desearía que me acompañara hasta el final de la vida. Ahora bien, esa actitud requiere la apertura de nuestro espíritu a las preguntas que nos invitan, cada día, a buscar una repuesta, porque son las preguntas las que fecundan la inteligencia.

Los autores de un libro, del cual se ha publicado recientemente la versión en castellano, han recogido una expresión de R.-L. Bruckberger (1971), relativa a santo Tomás, que me ha conmovido no sólo por lo que afirma, sino también por la imagen a la que recurre:

 

Hoy llamamos maestros, no a los que nos obligan a cuestionar, sino a aquellos que te doblegan con afirmaciones o negaciones perentorias. [Santo Tomás] sabe que el acto intelectual termina y encuentra su propia fecundidad sólo en el juicio; pero la respuesta, siempre propuesta nunca impuesta, viene sólo después de la interrogación, después de la objeción, como la siembra después del arado. Y el campo de la siembra nunca es más extenso que aquel que ha sido arado. (pp. 81ss.) citado en (Festa y Laffay, 2024, p. 151)

 

Nunca se me había ocurrido relacionar lo intelectual con una imagen que ha sido parte de mi paisaje originario. Y es una evidencia, el campo de la siembra nunca es más extenso que aquel que ha sido arado. Las preguntas, la necesidad de seguir aprendiendo, horadan nuestra inteligencia, como el arado a la tierra, para acoger las semillas del conocimiento. También es cierto que el campo en el que cosechamos nunca es más extenso que aquel en el que hemos sembrado. Pero, según Jesús, uno es el que siembra y otro el que cosecha… (Jn 4, 37).

Por eso, debemos continuar, bajo cierto respecto, siendo discípulos, dando muestras de una ciencia humilde. Y, como dominicos, pienso en una paradoja. Hemos sido reconocidos por la Iglesia, desde los tiempos fundacionales, como servidores de la verdad y mendicantes ante los hombres. Sin embargo, si la verdad que procuramos servir es la del Evangelio, podemos decir, al mismo tiempo, que somos mendicantes ante una verdad que siempre nos supera, siempre nos invita a ir más allá de nosotros mismos, y lo hacemos porque estamos llamados a ser servidores de los hombres.

 

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[1]  En realidad, se accedió a las primeras cátedras cuando ingresaron en la Orden algunos Maestros de la universidad: Rolando de Cremona (1229), Juan de St. Giles (1230), Hugo de San Caro (1231) y Reginaldo de Chartres (1241). Para la lista de los Maestros dominicos del siglo XII, ver Glorieux (1933).

[2]  Para que un centro de estudios fuera general debía ser erigido por el capítulo general y administrado por este junto con el Maestro de la Orden. Era la versión dominicana del studium general secular fundado por el papa o el emperador, y gozaba del privilegio otorgado por el papa o el emperador que le permitía recibir anualmente un cupo de estudiantes de todas las provincias de la Orden y, a diferencia de otros centros de estudio, operaba de forma permanente. Era también una escuela de teología por excelencia, dirigida, salvo en el caso de Saint-Jacques con sus dos cátedras, por un solo profesor, que podía o no ser un maestro acreditado, pues solo París y Oxford exigieron originalmente esa condición a los lectores generales de la Orden (Mulchahey, 1996, p. 107).

[3]  No se puede desconocer el aporte en la configuración del ideal dominicano de Humberto de Romans, cuarto sucesor de santo Domingo (1254-1263), cuando la Orden vivió su primera gran crisis al ser cuestionado su ministerio eclesial y el mismo carisma. Se debe a Humberto una interpretación de la regla de san Agustín, el comentario a las constituciones, una reflexión sobre los oficios en la vida dominicana, la armonización de la liturgia, el estatuto definitivo de las monjas en la Orden de Predicadores, la reformulación de los estudios con la introducción de la filosofía, y una visión amplia de la misión de la Orden y de los medios con los cuales anunciar el Evangelio.

[4]  Este texto ha sido recogido por el actual LCO 77 § I. Para los estudios en la primera etapa de la Orden, ver Duval (1967) y Bataillon (1997).

[5]  Tomando la expresión del Contra impugnantes, interpretada por Mulchahey (2005).

[6]  De acuerdo con Tolomeo de Luca; ver De ente et essentia (p. 319); Mulchahey (2005, p. 5, nota 19).

[7]   El Doctor de la verdad católica tiene por misión no sólo ampliar y profundizar los conocimientos de los iniciados, sino también enseñar y poner las bases a los que son incipientes, según lo que dice el Apóstol en 1Cor 3,1-2: “Como a párvulos en Cristo, os he dado por alimento leche para beber, no carne para masticar”. Por esta razón en la presente obra nos hemos propuesto ofrecer todo lo concerniente a la religión cristiana del modo más adecuado posible para que pueda ser asimilado por los que están empezando (STh., Prólogo).

[8]  In aedificio autem spirituali sunt quasi manuales operarii, qui particulariter insistunt curae animarum, puta sacramenta ministrando, vel aliquod huiusmodi particulariter agendo; sed quasi principales artifices sunt episcopi, qui imperant, et disponunt qualiter praedicti suum officium exequi debeant; propter quod et episcopi, id est superintendentes, dicuntur; et similiter theologiae doctores sunt quasi principales artifices, qui inquirunt et docent qualiter alii debeant salutem animarum procurare (Quodlibet I, q. 7, art. 2).

[9]  Sobre el riesgo de la ostentación en los maestros seculares, Marmursztejn (2007, pp. 27ss.).

[10]  En esa época se consideraba que la búsqueda de la vanagloria era el pecado propio de los maestros, así como el orgullo era el de los caballeros y la codicia el de los comerciantes (Marmursztejn, 2007, p. 30).

[11]  Quodlibet V, q. 12, a. 1 (Si doctor semper praedicavit aut docuit principaliter propter inanem gloriam, utrum habeat aureolam, si in morte poeniteat).

[12]  Quodlibet III, q. 4, a. 1 (Utrum liceat quod aliquis pro se petat licentiam in theologia docendi).

[13]  Me he preguntado cuál habrá sido la relación personal entre ambos: los años de Tomás en París, como fraile estudiante (1245-1248), y más tarde los tres primeros años de enseñanza como Bachiller (1251-1256), fueron bajo el provincialato de Humberto de Romans (1244-1254). Tomás se convirtió en Maestro y Regente en París (1256), siendo Humberto Maestro de la Orden (1254-1263), y bajo diferentes respectos, ambos sentaron las bases para la presencia de los frailes en la Universidad de París y para la acreditación definitiva de la Orden. No es difícil pensar que ellos se hayan complementado, siendo uno más práctico-político y el otro teórico especulativo.

[14]   Nostra cum doctrinali traditione theologiae scientificae bene concordat hodiernum opus prudenti oecumenismo tam ab Ecclesia desiderátum (Actas del Capítulo General de Bogotá, 1965, n. 307).

[15]  Se trataba del Centro Istina (París), de la integración del centro de estudios de la Provincia de California, en la Graduate Theological Union de la Universidad de Berkeley, y de la creación de un Instituto de Estudios Ecuménicos en la facultad de Teología de la Universidad de Friburgo.

[16]  Sobre la evolución del pensamiento ecuménico de Congar, Legrand (2004), Jossua (2014).

[17]  Al dividirse esa entidad (1958), miembro de la provincia de Santo Tomás de Aquino en Bélgica.

[18]  Para la participación de Dumont, Congar y Hamer, ver De Mey & Marotta (2025).

[19] ¿Cómo definir la controversia y, más aún, cuándo puede calificársela de “polémica” en las relaciones entre cristianos? Se han ofrecido diferentes caracterizaciones, de acuerdo con las experiencias abordadas y el marco conceptual de interpretación al que se recurre, sin embargo, hay tres características reconocibles: a) el conflicto en forma de demarcación; b) no hay consenso/convergencia/compromiso, sino más bien una orientación hacia salir victorioso o exitoso de un debate o confrontación; c) adaptar los medios para alcanzar este objetivo. Ver Riedl (2020a, pp. 5-8).

[20]  La actividad y organización dominicana en la Grecia medieval se ha estudiado de forma mucho más sistemática que la de cualquier otra orden. Gran parte de la investigación la realizó R. Loenertz, quien, en la década de 1930, publicó una serie de artículos sobre la provincia de Grecia y la Sociedad de Hermanos Peregrinos. El tema ha sido tratado con mayor profundidad en dos monografías más recientes: Violante (1999) y Delacroix-Besnier (1997).

[21]  Como resultado de la primera cruzada (1095-1099), se habían establecido ya un patriarca y una jerarquía latinos en Antioquía (1098) y en Jerusalén (1099), en lugar o paralelamente a los patriarcados griegos. La tercera cruzada (1189-1192) estableció una jerarquía latina en Chipre (1191) y, en contra de los cánones, abolió la autocefalía de esa Iglesia. Los obispos griegos, reducidos en número de 15 a sólo cuatro, fueron obligados a obedecer a la Iglesia romana y a prestar juramento a los respectivos obispos latinos.

[22]  Para una publicación ilustrativa, ver Kolbaba (2000).

[23]  En ese estilo es posible señalar en las obras de la época tres elementos como puntos en común: i) las obras polémicas tratan de la contraparte –real o ficticia– de maneras diferentes y están escritas en contraste con esta; ii) no se buscan consensos ni soluciones de compromiso, sino que se centran en la defensa y/o comunicación de las propias ideas; el objetivo es salir victorioso de un debate y adaptar los medios para el mejor logro posible de este éxito; iii) el uso consciente del argumentum ad hominem, es decir, la difamación o devaluación de la opinión, de la experiencia o, en general, de la persona del otro, a quien se presenta así como irrelevante, risible o incluso sacrílego y cuya opinión, en este contexto, requiere aún más corrección y revocación. Ver Riedl (2020a, p. 7).

[24]  Monemus quod in omnibus provinciis et conventibus fratres linguas addiscant illorum quibus sunt propinqui (ACG, 1236, i, 9); citado por Rubin (2018, p. 254).

[25]  Se trata, de modo sucesivo, de los géneros de controversias, concordancias, historia crítica y simbólica.

[26]  Impreso en 1616, se basa en un manuscrito de mala calidad (como lo señala el editor Petrus Stevartius en su prefacio). Anonymous (1894, 140, cols. 487–574).

[27]  La autora dedica el cuarto capítulo de su obra a estudiar los autores que han recibido el influjo del Tractatus; ver pp. 163-227.

[28]  Además de lo desarrollado por Riedl, ver Delacroix-Besnier (2011).

[29]  En lo que respecta a santo Tomás, ya lo había señalado A. Dondaine (1950).

[30]  Para esta afirmación, al publicarse el texto, Congar contaba con lo señalado por Pío XII en Sempiternus Rex (1951), a lo que se remite en la nota 58.

[31]  Sobre el tomismo de Congar, Montagnes (2005); Kerr (2018).