Peccatum naturae y privación de la gracia
en Tomás de Aquino
Thomas Aquinas on ‘peccatum naturae’
and privation of grace
Juan F. Franck
jffranck@yahoo.com
Resumen: El trabajo tiene como objetivo averiguar si para Tomás de Aquino el peccatum naturae consiste únicamente en la privación de la gracia sobrenatural, es decir en un estado en el que la naturaleza humana carece de la gracia divina pero no presenta una debilidad en relación a sus propias fuerzas morales naturales, consistentes en la capacidad de obrar según la razón. El tema está en el límite entre lo teológico y lo filosófico, pero cómo se lo resuelva impacta llanamente en la comprensión filosófica del hombre y de su condición moral. De la revelación cristiana sobre los orígenes de la historia humana no se sigue una lectura ingenuamente optimista ni una irremediablemente pesimista.
Palabras clave: pecado original, Tomás de Aquino, peccatum naturae, antropología filosófica, naturaleza humana.
Abstract: The goal of this paper is to find out whether for Thomas Aquinas the peccatum naturae consists only in the privation of supernatural grace, i.e. that human nature would be bereft of divine grace but would not present an additional weakness relative to its own moral strength, which consists in the capacity to act according to reason. The issue is at the intersection between theology and philosophy but its resolution has a direct impact on our philosophical understanding of man and of his moral condition. Neither a naïvely optimistic nor a hopelessly pessimistic reading of man’s situation follow from the Christian revelation about the origins of human history.
Keywords: original sin, Thomas Aquinas, peccatum naturae, philosophical anthropology, human nature.
Como expresa su título, este trabajo tiene como objetivo averiguar si para Tomás de Aquino el peccatum naturae consiste únicamente en la privación de la gracia sobrenatural, es decir en un estado en el que la naturaleza humana carece de la gracia divina pero no presenta una debilidad en relación a sus propias fuerzas morales naturales, consistentes en la capacidad de obrar según la razón. Para alcanzar una conclusión no se recurrirá a los numerosos comentadores y tratadistas de teología moral, de fines de la Edad Media en adelante. Hacerlo excedería en mucho las posibilidades de un artículo e implicaría enredarse en interminables discusiones de escuela. Por otra parte, la pregunta planteada puede recibir una adecuada respuesta en un trabajo de modestas pretensiones basándose en la sola obra de Santo Tomás. Probablemente la diversidad de lecturas se deba a distintas preocupaciones desde las que se lee a Tomás en este punto, y aunque dichas preocupaciones no resultan por eso invalidadas, es probable que no siempre contribuyan a una interpretación objetiva.
Desde luego, el tema está en el límite entre lo teológico y lo filosófico, pero cómo se lo resuelva impacta llanamente en la comprensión filosófica del hombre y de su condición moral. Muchos obstáculos se oponen en la cultura occidental contemporánea a la aceptación o incluso comprensión del dogma del pecado original. Robert Spaemann enumera cuatro: el naturalismo, al cual resulta inconcebible aquello de lo que no se tiene experiencia y no se puede explicar científicamente; el espiritualismo, que separa el carácter personal de su arraigo en una naturaleza; el individualismo, que rechaza toda dependencia respecto de otros, y el postulado de que todo en el hombre puede ser eventualmente transformado por la técnica (Spaemann, 2007). Que el hombre nazca condicionado por un desorden de tipo moral; que ese desorden afecte al uso de su libertad, se deba además a su misma pertenencia a la especie humana y sea imposible de corregir mediante ningún esfuerzo que esté de su parte hacer sin el auxilio divino, todo eso sencillamente parece en las antípodas de lo que el hombre contemporáneo está dispuesto a admitir. En su conjunto, estos cuatro obstáculos hacen más digerible la idea de que el estado de la naturaleza humana es normal y tienden a exaltar nuestra capacidad de superar los límites y de enderezar lo torcido, o a confiar en todo caso en que ambas cosas se lograrán durante el curso de la evolución y de la historia.
Pero esta especie de optimismo no es la única alternativa. La permanente constatación de nuestra dificultad para obrar de acuerdo a la razón –adecuadamente reflejada por Ovidio: video meliora proboque, deteriora sequor (entiendo qué es lo mejor y lo apruebo, pero hago lo menos bueno)[1]– antes sugiere una actitud pesimista, de la que son una buena muestra también las meditaciones de Immanuel Kant sobre la naturaleza humana, a la que compara con una madera torcida[2]. De la revelación cristiana sobre los orígenes de la historia humana, sin embargo, no se sigue una lectura ingenuamente optimista ni una irremediablemente pesimista. En efecto, ella nos transmite la advertencia de que existe una enemistad entre el hombre y Dios, como consecuencia del desorden interno del hombre causado por un hecho histórico, libre y contingente, pero transmite también la certeza de que con el auxilio divino ese desorden tiene solución y la amistad puede ser restablecida. A mi entender, cómo se responda la pregunta planteada al comienzo resulta decisivo para alcanzar una visión equilibrada de la condición presente de la humanidad. Por esa razón, he querido recurrir a Tomás de Aquino en busca de una respuesta lo más clara que el asunto permita.
1. Planteo del problema
Una lectura del dogma cristiano del pecado original con el que nace todo individuo de la especie humana lo hace consistir fundamentalmente en la privación de la gracia recibida por los primeros padres al comienzo de la historia y que estos debían transmitir al resto de la humanidad. A raíz de la falta cometida, Adán y Eva habrían perdido esa gracia y con ella también los otros dones otorgados a la naturaleza humana, que debían ser transmitidos junto con esta (ciencia, impasibilidad, inmortalidad, etc.). El más precioso de estos dones era la justicia original, consistente en la ordenación de la voluntad a Dios y, como consecuencia de esta ordenación, la sujeción de las potencias inferiores a la razón. Aunque consonantes con su naturaleza, el hombre no podía reclamar ninguno de esos dones como pertenecientes a esa misma naturaleza. Luego del primer pecado se perdió la gracia y la naturaleza fue abandonada a sus propios elementos. De ahí la muerte, la enfermedad, la ignorancia y también la lucha para obrar moralmente bien. La acumulación de pecados a lo largo de la historia habría entenebrecido aún más a la humanidad, haciendo el combate moral más difícil y multiplicando los obstáculos al bien y las tentaciones. Pero la actual condición del hombre sería la correspondiente a su misma naturaleza, sin ninguna gracia añadida.
A primera vista, no habría inconveniente con tal visión. Parece inobjetable que la muerte, la enfermedad y la ignorancia se siguen de la constitución natural del hombre, un ser finito, temporal y corpóreo. Resulta más problemático, sin embargo, tanto desde la consideración teológica como de las consecuencias para la filosofía, que la condición moral actual del hombre sea explicable simplemente a partir de su finitud y de su composición corpóreo-espiritual. Si la condición moral del hombre tal cual nace actualmente es únicamente de privación de la gracia sobrenatural, habría que concluir que sus fuerzas morales naturales están fundamentalmente intactas. Pero se hace muy difícil explicar así la abundancia del mal. Y si esta abundancia se explicara por la misma naturaleza compuesta del hombre, sería ingenuo o hasta pueril sostener que sus fuerzas morales naturales están fundamentalmente intactas. Más bien habría que decir que su composición natural es tal que el mal se hace prácticamente inevitable sin la ayuda de la gracia. En tal caso la inevitabilidad del mal no se seguiría de una debilidad moral fruto de un acto histórico, libre y contingente, sino de la naturaleza misma del hombre.
La teología católica enseña que luego del bautismo permanece en el hombre el fomes peccati, una forma de concupiscencia que si bien no es pecado en sí misma, inclina al mal. Pero si la concupiscencia así entendida fuera un elemento de la naturaleza pura –de una naturaleza como habría podido ser creada– esta sería tal que por sí misma inclinaría al hombre a pecar. Es decir, si fuera correcta esta interpretación del misterio del pecado original, sería muy difícil armonizar con la bondad divina que Dios hubiese podido crear en tal estado al hombre. Aun si se afirmara que no podría ser de otro modo debido a los diversos elementos que componen la naturaleza humana, no se podría hacer consistir al pecado original en la simple carencia o privación de la gracia sin admitir también que sería esencial a la naturaleza humana un estado de desorden moral. Que pudiera no haber recibido la llamada de Dios a participar en la vida divina, y que tampoco podría responder a esa llamada sin la misma gracia, sería verdadero en cualquier situación –de justicia original, de naturaleza caída o de naturaleza pura– pero no puede aceptarse sin más que la naturaleza misma del hombre sea tal que lo pondría en contradicción con el fin propio de esa misma naturaleza. En definitiva, en dicha interpretación no se ve por qué el hombre sin la gracia tendría tanta facilidad para el mal. Si la raíz de esta facilidad estuviera en la naturaleza misma, no en una inclinación desordenada adquirida de algún modo, ¿no habría que responsabilizar a Dios por ella? Es comprensible que haya cierta lucha o combate en una naturaleza compuesta de apetitos sensitivos y de voluntad racional, ordenada al bien universal, pero no podría decirse lo mismo de la facilidad para el mal y la debilidad de la voluntad.
La cuestión desborda la teología apoyada en la revelación, ya que incide también en cualquier consideración profunda de la realidad, de la naturaleza del hombre y de Dios. En sus consecuencias para el conocimiento de la naturaleza humana esta visión coincidiría con la negación ya sea del carácter histórico de la caída, ya sea de la relevancia de considerarlo a los fines de conocer nuestra condición moral actual. En efecto, si su condición sería de todos modos la misma, daría igual que el hombre hubiese sido siempre como es o que hubiera perdido un don que de todas formas no le era debido.
El famoso teólogo del siglo XIX, Matthias Scheeben, sostiene meridianamente esta posición, llegando a decir que el estado postlapsario de la naturaleza humana “es una impureza natural, inherente de suyo a la naturaleza humana, debido a la unión del espíritu con la materia” (Scheeben, 1950, p. 299). En ese estado el hombre puede ser llamado pecador “solamente con una denominación puramente exterior”, añadiendo que “de ninguna manera podremos ser tachados de una injusticia y culpabilidad inherente y propia de cada una de nosotros en particular” (Scheeben, 1950, p. 302). La perversión que resulta de perder la justicia original habría que entenderla relativamente al estado sobrenatural. Tomada materialmente, esa perversión no es un desorden que solo podría haberse originado mediante el pecado. Ahora bien, así quedan igualados el pecado original, tomado materialmente, con la concupiscencia natural. En definitiva, esa ‘mancha’ no es más que la “impureza natural del ser humano, puesta al descubierto” (Scheeben, 1950, p. 321).
Por eso, la diferencia “entre el estado del hombre con pecado original y el del hombre puramente natural, que nunca hubiese estado dotado de la gracia sobrenatural … [es que] el último nunca tuvo la justicia sobrenatural, ni había de tenerla” (Scheeben, 1950, p. 322). En su estado actual el hombre “no responde ya a la idea original de Dios” (Scheeben, 1950, p. 322), pero la denominación extrínseca de pecado que afecta a la carencia de la gracia, debido a que resulta de la pérdida de lo que Dios quería que el hombre tuviese, “no rebaja al hombre … a un nivel inferior a su naturaleza”; su único castigo es “quedar abandonado a toda la miseria de su naturaleza, de la cual le había arrancado la gracia” (Scheeben, 1950, p. 323). El pecado original es un misterio por la sola razón de que solo por revelación se puede saber que el estado actual de la humanidad es penal (Scheeben, 1950, p. 324).
Algunos atribuyen expresamente a Santo Tomás esta opinión. Para Martin Rhonheimer, por ejemplo, el estado de naturaleza pura es el considerado por la filosofía y es idéntico al de naturaleza caída, propio de la consideración teológica de la historia de la salvación. La antropología aristotélica describe “la naturaleza humana tal como es, pero no puede explicar por qué es así” (Rhonheimer, 2000, p. 321). El ser caído se entiende en relación a la situación original del hombre en el paraíso, no en relación a la naturaleza considerada en sus propios elementos.
El autor de un reciente tratado teológico sobre el pecado original y la gracia interpreta a Santo Tomás como sosteniendo la idea de que tras el pecado el hombre pierde la gracia, pero mantiene la condición natural propia: “El pecado ha devuelto al hombre a la condición que por su naturaleza le corresponde, dejándolo privado del auxilio de la justicia original” (Ladaria, 2001, p. 95)[3]. Es decir, la posición tomista sería que la naturaleza no ha sido alterada en sus elementos propios y el estado de la humanidad luego de la caída se ha de entender en términos de privación de la gracia. Eso concuerda con otra afirmación del autor, en la línea de lo sostenido por Scheeben: “la privación de la presencia de Dios y de la gracia que quiso darnos, en la concreta situación supracreatural que es la nuestra, es ‘pecado’” (Ladaria, 2001, p. 115)[4].
Un estudio minucioso de 1930 sobre la posición de Tomás, debido a Jean Baptiste Kors, llegaba a conclusiones similares. En el capítulo conclusivo, luego de reconocer que tras el pecado original las potencias de la naturaleza quedaron en un estado de desorden, se plantea si la naturaleza pura estaría afectada por ese mismo desorden. La respuesta es positiva: haber perdido la gracia, que es un don agregado, no afectó a la naturaleza misma: “si existe un desorden en la naturaleza caída, debe tener su razón de ser en la naturaleza misma y, en consecuencia, debe ser igualmente atribuible a la naturaleza pura” (Kors, 1930, p. 162). La diferencia entre naturaleza pura y naturaleza caída se refiere a la pérdida del orden sobrenatural, pero el pecado original “no ha disminuido la inclinación [a la virtud] que resulta de la naturaleza pura. (…) La ignorancia de la inteligencia, la malicia y la debilidad de la voluntad, la concupiscencia de la carne, habrían sido inherentes a la naturaleza pura” (Kors, 1930, p. 163). De hecho, dice Kors, “[l]o ‘contra-natural’ no excluye lo natural en el sentido estricto de la palabra”, es decir que habría un “desorden natural” en la naturaleza misma (Kors, 1930, pp. 164 y 163).
Sean Otto, en cambio, advierte que no debemos entender nuestro estado actual como de naturaleza pura, reconociendo que ese estado es pecaminoso e implica un desorden de la naturaleza. Dice, sin embargo, que “hay que pensar el pecado original en términos de una privación de la gracia, como la carencia de un don sobrenatural, más que como una falta o un defecto biológico” (Otto, 2009, p. 784)[5]. Es cierto que no puede hablarse del pecado original como de un pecado actual libremente cometido por cada persona individual ni tampoco como de algo biológico. Lo primero sería absurdo dado que el uso de razón, y por lo tanto también del libre albedrío, tienen lugar muy posteriormente en el desarrollo de un ser humano, y en el segundo caso carecería de moralidad. Pero la dificultad fundamental es si resulta suficiente entender el pecado en términos de privación de la gracia o, dicho de otra manera, si entenderlo así es la única alternativa a entender el pecado de la naturaleza como un pecado libremente cometido. No hay respuesta para esto en el trabajo de Otto.
En cuanto a la situación postlapsaria de la humanidad, se reconoce una clara tendencia a resaltar el ‘optimismo’ tomista frente al ‘pesimismo’ agustiniano (Dubois, 1983), debida seguramente a la preocupación de la teología posterior a Trento de evitar la posición luterana. Pero Santo Tomás, ajeno a esa preocupación y más atento quizás al error contrario, de tipo pelagiano –probablemente igual que las declaraciones tridentinas (Ladaria, 2001, pp. 98-105)– subraya el desorden presente de la naturaleza humana, que lo enemista con Dios.
Evidentemente, no existe un acuerdo completo sobre el auténtico pensamiento de Santo Tomás respecto de cómo hay que considerar el estado moral de la naturaleza humana luego del pecado de Adán. Con la salvedad de admitir que hubo un estado previo de justicia original, incluso entre quienes sostienen que nuestra condición actual equivale a un estado de naturaleza pura no hay acuerdo en cuanto a las implicancias de esa condición, yendo desde la aceptación de una comprensible lucha debido a la naturaleza compuesta del hombre hasta la admisión de un verdadero desorden como su estado natural. Pasemos ahora al examen de la posición de Tomás.
2. Posición de Santo Tomás
Hay ciertamente algunos textos que dan pie a una interpretación en el sentido de que el peccatum naturae consistiría en la carencia de una gracia indebida y equivaldría, por lo tanto, al estado correspondiente a la naturaleza en cuanto tal, sin ninguna gracia especial de Dios. Sin embargo, en varios de esos lugares puede encontrarse también con suficiente claridad cuál es la verdadera posición de Santo Tomás al respecto.
En el cuerpo del segundo artículo de la cuarta cuestión disputada De malo, por ejemplo, donde se pregunta qué es el pecado original, afirma que las fuerzas inferiores no se someten a la razón (inferiores vires non subduntur rationi), sino que se vuelcan a los bienes inferiores según su ímpetu propio (ad inferiora convertuntur secundum proprium impetum), sugiriendo que ese ímpetu les es connatural y no consistiría en nada sobrevenido. Es cierto que poco antes en el mismo artículo, como en general cuando habla del pecado original, Santo Tomás habla de un desorden de esas potencias, pero se podría inferir que tal desorden se debe más bien a un defecto de la naturaleza en cuanto tal, la cual tras el pecado es abandonada a sí misma (sibi relicta; De malo, q. 4 a. 2 co.)[6].
En la Summa Theologica, en pleno tratado sobre el pecado original, hay otra afirmación, hecha al responder a la objeción de que los defectos resultantes del pecado original no son iguales en todos los hombres, de modo que la misma muerte no debería considerarse un efecto de ese pecado. Allí responde Santo Tomás que la pérdida de la gracia significó la remoción de un impedimento (removens prohibens), de modo que la naturaleza del cuerpo humano fue abandonada a sí misma: remota originali iustitia, natura corporis humani relicta est sibi (Ia-IIae q. 85 a. 5 ad 1). Aunque podría responderse fácilmente que aquí no se discute un defecto propiamente moral, sino físico, como es la muerte, la expresión sibi relicta se repite y parecería confirmar la idea de que representa el estado postlapsario de la naturaleza, en el cual esta sería simplemente como habría sido si hubiera sido creada al principio sin la gracia.
Esta posible interpretación podría cobrar mayor fuerza a partir de otro lugar del mismo tratado, dos cuestiones más adelante, al señalar como la principal penalidad debida al pecado que la naturaleza haya perdido la justicia original y quedado abandonada a sí misma, de lo cual se siguen todas las demás penalidades que padecen los hombres por el defecto de su naturaleza: principaliter quidem poena originalis peccati est quod natura humana sibi relinquitur, destituta auxilio originalis iustitiae (Ia-IIae q. 87 a. 7 co.).
La comprensión de la justicia original como lo que impedía el desorden de las inclinaciones, que sería natural al hombre en virtud de su composición, parece sugerida también en otros lugares del mismo tratado. El siguiente texto reconoce como consecuencia del pecado original que el hombre tenga una inclinación desordenada. Pero aclara que tal cosa no ocurre directamente, como si se añadiera a la naturaleza una nueva inclinación, torcida, sino indirectamente, ya que es precisamente consecuencia de retirar la justicia original, que impedía los movimientos desordenados (Quamvis etiam ex peccato originali sequatur aliqua inclinatio in actum inordinatum, non directe, sed indirecte, scilicet per remotionem prohibentis, idest originalis iustitiae, quae prohibebat inordinatos motus) (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 3). Al disolverse la armonía original, las distintas potencias del alma se dispersan cada una buscando su propio fin (soluta harmonia originalis iustitiae, diversae animae potentiae in diversa feruntur) (Ia-IIae q. 82 a. 2 ad 2). Y nuevamente, discutiendo la pena del pecado original, subraya Tomás que tras haberse quitado el impedimento, los hombres, abandonados por el auxilio de la gracia, no pueden sobreponerse a sus pasiones: remotio prohibentis (…) deserti homines ab auxilio divinae gratiae, vincuntur a passionibus (Ia-IIae q. 87 a. 2 co.).
En el Comentario a las Sentencias, tras mencionar los dones preternaturales de la sujeción de las potencias a la razón para que el hombre pueda fácilmente tender a Dios y alcanzar su fin último, y la impasibilidad del cuerpo para que no impida la contemplación, Santo Tomás señala que la naturaleza humana no disfrutó ya de esos bienes luego del pecado y al hombre quedaron únicamente los que se siguen de sus principios naturales: facta deordinatione a fine per peccatum, haec omnia in natura humana esse desiere, et relictus est homo in illis tantum bonis quae eum ex naturalibus principiis consequuntur (Super Sent., lib 2. d. 30 q. 1 a. 1 co.).
En ese artículo, sin embargo, discute si se debe considerar los defectos de la naturaleza debidos al pecado del primer hombre como una pena, y excluye explícitamente a la concupiscencia propia del hombre caído como algo que habría pertenecido de todos modos a la naturaleza humana. Tender a lo deleitable es propio del apetito concupiscible, pero en el hombre ese apetito debe tender a su bien bajo el gobierno de la razón (sub regimine rationis). De ahí que tender sin freno a su bien es contrario a la naturaleza humana (quod in suum objectum tendat irrefrenate, hoc non est naturale sibi inquantum est humana, sed magis contra naturam ejus inquantum hujusmodi). Está respondiendo en ese lugar a la objeción de que habría una lucha natural (pugna naturalis), debida a que cada apetito tiende a su fin propio. Pero dice Tomás que, si bien cada elemento puede tener su naturaleza propia, al integrar un conjunto le corresponde otra cosa de acuerdo a la naturaleza del todo del que forma parte (aliquid convenit sibi secundum naturam totius). La caída respecto de la condición inicial del hombre incrementa el carácter de pena de ese defecto actual (maxime es el adverbio empleado por Santo Tomás), ya que la distancia y la desproporción son aun mayores, pero no deja de ser un defecto con respecto a la naturaleza en cuanto tal, inquantum hujusmodi, no únicamente respecto de esa condición inicial. Carecer de la visión divina luego de la caída no es simplemente una negación, sino una privación, puesto que es un bien perdido que debía y podía ser conservado, pero se añade a esa privación una cierta molestia (cum quadam obnoxietate). Se ve entonces que Tomás entiende que el estado actual de nuestra naturaleza no es puro y solamente sin la gracia, sino que tiene en sí un impedimento –una molestia– que no es esencial tampoco a los elementos que la componen[7].
En la respuesta a la objeción anterior de ese mismo artículo hay otro indicio importante sobre cómo entender la disminución que supuso la caída. Cuando se plantea que ni los ángeles ni el hombre habrían perdido nada de su naturaleza al pecar, Tomás lo acepta en cuanto a los principios o elementos propios de sus respectivas naturalezas: por el pecado ninguno perdió ni sufrió una disminución (nec homo nec Angelus per peccatum aliquid naturalium amisit; vel in aliquo diminutus est). Sin embargo, acto seguido dice que los bienes naturales ciertamente han disminuido en ambos en cuanto a la ordenación al fin último (in utroque bona naturalia diminuta sunt quidem). Igual que el ángel, el hombre se ha hecho menos capaz y ha quedado más lejos de alcanzar su fin (minus habilis et magis distans a finis consecutione). Esa sería la explicación de la fórmula tradicional: gratuitis spoliatus et in naturalibus vulneratus. Sería forzar el texto, y desatender el contexto, pretender que la naturaleza y los bienes naturales se refieren al estado del hombre en el paraíso. Está claro que la disminución se refiere a los bienes de la naturaleza sin más (Super Sent., lib. 2 d. 30 q. 1 a. 1 arg. 3 et ad 3).
Según otro texto, que el hombre esté compuesto de cuerpo y alma, y que posea una naturaleza tanto intelectiva como sensitiva, explicaría que un ser dejado a estos elementos naturales se sienta impedido de algún modo en el ejercicio de sus actos superiores: gravan y hacen pesado su intelecto, de modo que pierde libertad para llegar a la máxima cima de la contemplación (intellectum aggravant et impediunt, ne libere ad summum fastigium contemplationis pervenire possit). Este defecto parecería algo natural y a eso se debería que Dios otorgó al primer hombre un auxilio especial en razón de esa composición (aliud supernaturale auxilio, ratione suae compositione) (De malo, q. 5 a. 1 co.).
En un artículo posterior de esa cuestión se pregunta si los defectos de esta vida son una pena del pecado original. Una objeción cita a Séneca diciendo que la muerte es propia de la naturaleza del hombre, no una pena (mors est hominis natura, non poena)[8]. La respuesta de Santo Tomás es que la justicia original fue algo gratuito y que la razón no puede conocer su existencia por sí misma; por eso los filósofos gentiles no supieron que tales defectos eran penales (illud auxilium datum homini a Deo, scilicet originalis iustitia, fuit gratuitum; unde per rationem considerari non potuit; et ideo Seneca et alii gentiles philosophi non consideraverunt huiusmodi defectus sub ratione poenae) (De malo, q. 5 a. 4 ad 1). Parece así favorable a la idea de que la naturaleza en cuanto tal no ha sufrido variación y que solo por la revelación sabemos de la condición penal de la humanidad. Pero en este lugar, como en muchos otros, se está refiriendo nuevamente a defectos físicos, que a veces llama naturales, no a defectos morales, de modo que no es posible apoyarse en esos pasajes para sostener tal posición.
Con independencia de esto, conviene no olvidar que en la Summa contra gentiles sostiene que hay algunos signos que hacen probable la existencia de un pecado de origen de la humanidad, entre los que incluye tanto los defectos corporales como la dificultad para conocer la verdad y vencer a los apetitos (peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa apparent … satis probabiliter probari potest huiusmodi defectus esse poenales) (Contra Gentiles, lib. 4 cap. 52, in principio et n. 4).
No hay duda de que muchos textos sobre el pecado original pueden leerse tanto bajo una interpretación como bajo la otra y que, tomados aisladamente, pueden no ser capaces por sí mismos de resolver la pregunta planteada. Pero además de que casi siempre el contexto es suficiente para aclarar el sentido de cada expresión, abrumadoramente más abundantes son los lugares en los que Santo Tomás realiza afirmaciones que o bien excluyen expresamente la interpretación mencionada al comienzo de la sección 1, o bien la hacen imposible o en todo caso sumamente improbable. Vale la pena detenerse en un cierto número de esos lugares.
2.1. Las cuestiones disputadas De malo
Varias respuestas a las objeciones en De malo 4, 1 son muy clarificadoras. Dice Santo Tomás que, si nos referimos a la persona individual, el defecto contraído se debe a un pecado actual de otro (Adán), no del hombre que lo contrae. En cambio, si nos referimos a la naturaleza, el defecto se debe a un principio intrínseco (quasi a principio intrinseco) (De malo, q. 4 a. 1 ad 5). Y poco más adelante explica que, aunque la justicia original fue un don totalmente gratuito de Dios, que después del pecado de Adán el hombre no la reciba no es solamente por una decisión divina de no otorgar la gracia, sino que se debe a que en la naturaleza humana hay algo contrario a la gracia que impide recibir ese don (ex parte humanae naturae, in qua invenitur contrarium prohibens) (De malo, q. 4 a. 1 ad 11). Es decir, hay en la naturaleza un obstáculo a la gracia, pero decir que tal cosa es inherente a la naturaleza misma sería atribuir a Dios la creación de algo cuyos elementos esenciales se opondrían a la gracia. En tal caso también al elevar al hombre originalmente esa oposición habría tenido que ser vencida o suprimida.
Este principio intrínseco contrario a la gracia no es una expresión que pudiera referirse igualmente al estado de naturaleza pura y a un estado de naturaleza caída y desordenada. Es cierto que la visión divina no es debida a la naturaleza sin más, que en ese sentido carecería de ella aun sin cometer pecado (carentia divinae visionis competeret ei qui in solis naturalibus esset etiam absque peccato), ya que ese defecto o carencia es propio de toda naturaleza creada. Pero no debemos entender así la privación de la visión divina en nuestro estado actual, sino más bien como la consecuencia de que hay algo en nosotros en virtud de lo cual es justo que carezcamos de esa visión divina (hoc modo ut habeat in se aliquid ex quo debeatur ei quod careat visione divina). Santo Tomás distingue entonces tres situaciones: la de naturaleza pura, la de naturaleza herida por el pecado original, y la de pecado actual. La carencia de la visión divina es penal solo en las dos últimas y en ambos casos no responde únicamente a una decisión divina, sino a algo intrínseco de la naturaleza: sic carentia visionis divinae est poena et originalis et actualis peccati (De malo, q. 4 a. 1 ad 14). Los nexos conjuntivos et … et indican que se trata de dos situaciones distintas, y que tanto en una como en otra corresponde la privación de la gracia.
Por si quedara alguna duda, en la última objeción de ese primer artículo recuerda que el castigo por el pecado del primer hombre no es un castigo por el pecado de otro, sino por un pecado propio. Ahora bien, está fuera de discusión que el pecado original no es un pecado actual de cada hombre, ya que se contrae con anterioridad al uso de la libertad. Por consiguiente, solo queda que se trate de un pecado de la naturaleza, que merece un castigo. Es decir, el castigo no es el pecado mismo, entendido como la privación de la gracia del paraíso, sino que el castigo (la privación) sigue al pecado. ¿Pero qué castigo va a merecer una naturaleza en estado puro? Y si se dijera que no es por su estado puro que se castiga la naturaleza con la privación, sino por ser recibida de Adán, quien sí pecó y debía transmitir la gracia junto con la naturaleza, esa lectura está expresamente excluida por Santo Tomás en la misma respuesta: quien es castigado por el pecado del primer progenitor, no es castigado por el pecado de otra persona, sino por un pecado propio (cum aliquis punitur pro peccato primi parentis, non punitur pro peccato alterius, sed pro peccato suo) (De malo, q. 4 a. 1 ad 19). No se trata ciertamente de un pecado actual, pero sí de un verdadero pecado.
Las respuestas a objeciones en el segundo artículo de la misma cuestión, que trata de la esencia del pecado original, también contienen afirmaciones importantes. Recordemos que era allí donde se hablaba de la naturaleza abandonada a sí misma (sibi relicta). Respondiendo a la octava objeción, la concupiscencia como apetito natural es distinguida de la concupiscencia propia del estado de naturaleza caída, resultante del pecado de Adán. Dice Santo Tomás que es algo adquirido y que hablando con propiedad no es algo natural: habitualis concupiscentia quae pertinet ad peccatum naturae, est acquisita ex voluntario actu primi parentis; non autem est naturalis, proprie loquendo (De malo, q. 4 a. 2 ad 8). Este proprie loquendo excluye que la concupiscencia pueda referirse a una naturaleza considerada en cuanto tal.
Al perder la justicia original se contrae una malicia, de la que se deriva la propensión a elegir el mal (malitia contracta … inde incurrit omnem pronitatem ad mala eligendum) (De malo, q. 4 a. 2 ad 10). Ahora bien, resulta claro que esa malicia, que se llama además contraída, no podría pertenecer a la naturaleza por sí misma, ya que en ese caso habría que atribuirla al creador. El pecado original es llamado también por eso un accidente antinatural (accidens innaturale; De malo, q. 4 a. 2 ad 12), es decir algo que la naturaleza no posee esencialmente –por eso es un accidente– pero que es contrario también al orden propio de esa naturaleza. De ninguna manera un accidente antinatural podría ser la simple carencia de algo indebido.
Dice también que es un desorden de la naturaleza que se sigue de la sustracción de la justicia original (inordinatio naturae per subtractionem originalis iustitiae) (De malo, q. 4 a. 2 ad 13). Por las mismas razones antes mencionadas, no habría dicho esto Santo Tomás si pensara que esa sustracción hubiera dejado a la naturaleza simplemente en estado de privación de una perfección que no le era debida.
El séptimo artículo de esa cuestión está motivado por la pregunta si todos los hombres, todos los individuos que participan de la naturaleza humana recibida de Adán, contraen el pecado original. Al igual que en la Summa Theologica, Santo Tomás sostiene que no es suficiente con provenir materialmente de Adán, sino que solo quienes lo hacen por vía seminal (seminaliter) lo contraen. Si un hombre fuera producido de la tierra, no tendría el pecado original, porque lo decisivo es el agente del que proviene, el cual transmite la forma, no la materia de la que está hecho. Respondiendo a la tercera objeción dice claramente que el pecado original no pertenece a la naturaleza humana de manera absoluta (peccatum originale non pertinet ad naturam humanam absolute) (De malo, q. 4 a. 7 ad 3), sino en cuanto que proviene de Adán por vía seminal. Pero no pertenecerle absolute implica que el defecto de que se habla no es inherente a la naturaleza humana en cuanto tal, ya que de lo contrario cualquier individuo de la humanidad estaría en las mismas condiciones que cualquier otro. Y si la diferencia estuviera solamente en el agente que transmite u otorga la naturaleza humana, la atribución del pecado original sería únicamente extrínseca y no diría nada del estado moral de la misma naturaleza recibida en este individuo particular, algo imposible de armonizar con la doctrina sobre el pecado original.
En el primer artículo de la quinta cuestión del De malo se sostiene que carecer de la visión de Dios es una pena debida al pecado original. En el cuerpo del artículo se recordaba la composición de alma y cuerpo de la naturaleza del hombre, de lo intelectivo y lo sensitivo, y que esa composición dificultaba al hombre la contemplación. Por el don de la justicia original, que suplía los defectos de esa composición, la mente estaba sometida a Dios y las potencias inferiores a la razón. Una típica objeción a la privación de la visión divina como pena por el pecado original se refiere a los niños muertos sin el bautismo, ya que parecería que su castigo y su sufrimiento se debieran al vicio de otro y que por lo tanto deberían ser objeto de misericordia. La respuesta es que el niño muerto sin el bautismo sufre ciertamente por el vicio de otro, que es la causa por la que recibe el pecado, pero que sufre también por un vicio propio, ya que contrae la culpa. Por eso es digno de que la misericordia divina disminuya la pena, pero no de que la alivie por completo (iste puer decedens sine Baptismo, laboravit quidem vitio alieno quantum ad causam, quia scilicet peccatum ab alio traxit; laboravit tamen vitio proprio, in quantum a primo parente culpam contraxit; et ideo dignus est misericordia diminuente, non tamen totaliter relaxante) (De malo, q. 5 a. 1 ad 11).
Tanto la objeción como la respuesta tocan dos puntos difíciles: por una parte, la discusión sobre el destino de los niños muertos sin bautismo y la cuestión del limbo; y por otra, cómo hay que entender la contracción de una culpa sin haber realizado ningún acto libre. No es el lugar de discutir ninguno de estos puntos, sino únicamente de subrayar una vez más que para Tomás todo ser humano que recibe la naturaleza por vía seminal de parte de Adán tiene un vicio propio y su estado moral no consiste solo en una cualificación extrínseca, por referencia al vicio o pecado de otro (Adán), sino en un desorden propio, a pesar de no haber cometido ningún pecado actual.
Hay que entender también la respuesta a la última objeción a la luz del desarrollo anterior, aunque fuera de contexto pudiera interpretarse diversamente. La objeción dice que un hombre constituido en la sola naturaleza (in naturalibus constitutus) también carecería al morir de la visión divina, aun cuando no hubiera pecado nunca, pero no se podría considerar una pena, ya que esa visión solo se alcanza por la gracia. Por lo tanto, carecer de la visión divina no es una pena. Por supuesto, responde Santo Tomás, tal hombre carecería de la visión divina, pero hay que distinguir entre una situación en la que no corresponde que tenga algo (non debere habere) y otra en la que corresponde que no lo tenga (debere non habere). La primera es un defecto, pero la segunda tiene razón de pena: aliud est enim non debere habere, quod non habet rationem poenae, sed defectus tantum; et aliud debere non habere, quod habet rationem poenae (De malo, q. 5 a. 1 ad 15). Si ese debere non habere se explicara totalmente de manera extrínseca, no se habría hablado de un accidente contrario a la naturaleza ni de un vicio propio. Se trataría de la naturaleza en el mismo estado en uno y otro caso, solo que por razón de su procedencia le correspondería un castigo o no.
2.2. La Summa Theologica
Una de las primeras cuestiones en el llamado tratado del pecado original de la Summa Theologica es acerca de Dios como su causa, exterior ciertamente. Tiene mucho sentido preguntarse algo así, y más aún contestar afirmativamente diciendo que Dios es causa exterior del pecado original, si se lo entiende como una privación, en este caso como la sustracción de un don que fue perdido por una falta cometida. Hasta se podría pensar que una parte de la respuesta de Santo Tomás abona la comprensión del pecado original como privación o carencia, ya que Dios evidentemente no va a ser causa de un desorden, pero sí es lógico pensar que sea causa de que la gracia no sea conferida al hombre. Es más, parecería decir que es de esta sustracción que se sigue la oscuridad de la mente y la tibieza del corazón humano (ex qua sequitur quod mens divinitus non illuminetur ad recte videndum, et cor hominis non emolliatur ad recte vivendum) (Ia-IIae q. 79 a. 3 co.).
Sin embargo, Tomás distingue allí a Dios del sol, cuya luz ilumina a todos los cuerpos salvo que haya en ellos algún impedimento: una casa, por ejemplo, se mantiene a oscuras si sus ventanas están cerradas. Dios, en cambio, resuelve mediante un juicio no otorgar la gracia; no podría establecerse una comparación con el sol en el sentido de que la gracia divina sea un don que emana constantemente de Él y que el hombre se cierra a ella. En el caso del pecado original Dios es entonces la causa externa de la privación de la gracia, pero no del obstáculo puesto por la naturaleza, del cual es causa ciertamente el hombre. Para nuestro propósito es suficiente constatar, nuevamente, el contrarium prohibens de las cuestiones disputadas sobre el mal, aquí como obstaculum, una nueva evidencia de que la carencia de la gracia no responde únicamente a una causa extrínseca al hombre: Deus autem proprio iudicio lumen gratiae non immittit illis in quibus obstaculum invenit. Unde causa subtractionis gratiae est non solum ille qui ponit obstaculum gratiae, sed etiam Deus, qui suo iudicio gratiam non apponit (Ia-IIae q. 79 a. 3 co.).
Al examinar de qué manera el hombre es causa del pecado original lo refiere naturalmente al acto libre de Adán, ya que no puede responsabilizarse de un pecado actual a quien no tiene todavía uso de la libertad. Sin embargo, especifica que junto con la naturaleza se transmite su infección (simul cum natura naturae infectio) (Ia-IIae q. 81 a. 1 ad 2). No se transmiten los pecados actuales posteriores, sino solo el desorden producido por el primer pecado, cuando Adán tenía la justicia original. Así como habría transmitido este don junto con la naturaleza, así también transmite ahora la naturaleza con el desorden opuesto (Unde sicut illa originalis iustitia traducta fuisset in posteros simul cum natura, ita etiam inordinatio opposita) (Ia-IIae q. 81 a. 2 co.). Por supuesto, un pecado actual –grave, se entiende– sería suficiente para enemistarse con Dios, pero la situación de quien no ha realizado aún actos libres es también de oposición a la gracia.
Está claro que, en todas las obras de Santo Tomás, así como en toda la tradición, se habla del pecado original más frecuentemente en términos que denotan algo más que una simple privación o carencia. Prueba, indirecta es cierto, pero no despreciable, de que no se lo entiende solo como la pérdida de un don gratuito es también la variedad de términos profundamente negativos empleados: corrupción (corruptio), infección (infectio), desorden (inordinatio), enfermedad (languor), herida (vulneratio), vicio (vitium; vitiata dispositio), etc. Si se tratara solo de no poseer algo que de todas formas no sería exigible por la naturaleza, la consecuencia sería que esos defectos y deformidades corresponderían de todos modos a la naturaleza humana en cuanto tal[9].
La cuestión 82 se ocupa de la esencia del pecado original. Además de encontrar allí las expresiones de costumbre, es posible relevar en las respuestas un par de elocuentes observaciones. La primera, al abundar sobre la comparación con una enfermedad, dice con toda claridad que, así como la enfermedad corporal tiene algo propio de la privación, porque quita la salud, y algo positivo, a saber, el desorden de los humores, el pecado original es la privación de la justicia original, y junto con esta privación la disposición desordenada de las partes del alma (peccatum originale habet privationem originalis iustitiae, et cum hoc inordinatam dispositionem partium animae). Y sigue diciendo: “de ahí que no es una pura privación, sino que es un cierto hábito corrompido”[10]. No es posible una definición más clara.
Se recordará, no obstante, que en ese mismo conjunto de objeciones una frase sugería que la justicia original prohibía los movimientos desordenados, los cuales parecían formar parte de la misma naturaleza (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 3). No obstante, toda aparente contradicción se resuelve si se piensa que en la naturaleza humana en estado puro podría haber una cierta lucha o contrariedad natural, pero sin que esos movimientos inclinasen necesariamente a obrar mal. En el estado de justicia original incluso estos movimientos estaban impedidos, facilitando los actos buenos y ordenados. Al perder la gracia y la justicia original por el pecado, no solo no son impedidos, sino que adquieren una mayor fuerza para inclinar a la voluntad a obrar mal.
La segunda observación está en el cuerpo del tercer artículo. Allí expresa la ya clásica doctrina de que el pecado de la naturaleza consiste materialmente en la concupiscencia y formalmente en la carencia de la justicia original (materialiter quidem est concupiscentia; formaliter vero, defectus originalis iustitiae) (Ia-IIae q. 83 a. 3 co.). Ahora bien, esta doctrina podría también tomarse en los dos sentidos posibles: o bien únicamente como privación, si se entiende que la concupiscencia es algo natural, o bien como una proclividad que no sería propia de la naturaleza, tampoco en estado puro. En sintonía con el De malo, admite que la conversión a un bien mudable puede llamarse con el nombre general de concupiscencia, pero al responder una de las objeciones subraya que la concupiscencia que va más allá de los límites de la razón es contraria a la naturaleza del hombre (concupiscentia autem quae transcendit limites rationis, est homini contra naturam) (Ia-IIae q. 82 a. 3 ad 1). Es decir, que fruto del pecado se originó una concupiscencia que no estaba en el estado original, por supuesto, pero que tampoco corresponde llamar propia de la naturaleza, sino contraria a ella.
Antes de continuar podrá ser útil considerar que todo el trabajo que no solo Tomás de Aquino, sino también la inmensa mayoría de los teólogos católicos, se han tomado para intentar explicar la transmisión del pecado original, no tendría gran sentido si lo entendieran como una simple privación o carencia. En efecto, de una privación entendida como la no posesión de un don gratuito, no haría falta explicar la transmisión, ya que lo que no se tiene sencillamente no se transmite.
El sujeto del pecado original es la esencia del hombre, pero entre las potencias la voluntad es la más afectada, ya que es la que tiene la inclinación primera a pecar (quae primam inclinationem habet ad peccandum) (Ia-IIae q. 83 a. 3 co.), idea reiterada más adelante en la cuestión al decir que pertenece principalmente a la voluntad esa parte del pecado original que inclina a cometer pecados actuales (peccatum originale ex ea parte qua inclinat in peccata actualia, praecipue pertinet ad voluntatem) (Ia-IIae q. 83 a. 4 ad 1). Pero sería verdaderamente raro que por su propia naturaleza la voluntad tuviera una inclinación a pecar. Por consiguiente, dicho movimiento de la voluntad que pertenece al pecado no puede ser natural, de naturaleza pura.
La cuestión siguiente trata cómo un pecado puede ser causa de otro. Además de mencionar los pecados capitales, se distingue allí entre la raíz y el inicio de todos los pecados, algo muy a propósito, ya que la multitud de pecados actuales tiene alguna conexión causal con el pecado original. La raíz se atribuye a la sensualidad, puesto que de algún modo esta nutre y alimenta el pecado, como si dijéramos desde abajo, en cuanto el pecado implica una conversión al bien mudable (ex parte conversionis ad bonum commutabile) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). Pero el inicio es atribuido a la soberbia, en cuanto que esta encierra la aversión a Dios, cuyo mandamiento se niega a obedecer (ex parte aversionis a Deo, cuius praecepto homo subdi recusat) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). La soberbia conlleva una cierta inclinación a despreciar a Dios y se debe a la corrupción de la naturaleza (ex corruptione naturae) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). De nuevo, malamente se podría entender la corrupción de la naturaleza como el abandono de esta a sí misma, si eso implicara necesariamente el desprecio de Dios.
Es fundamental la cuestión 85, en la que se habla del efecto principal del pecado original, que es la corrupción del bien de la naturaleza. Allí Tomás explica cómo habría que entender la célebre frase de Beda el Venerable sobre el estado del hombre luego de la caída: expoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus. El bien de la naturaleza se puede entender de tres modos distintos. El primero se refiere a los principios mismos que constituyen la naturaleza, como las potencias y las propiedades esenciales. En este sentido el pecado no lo quita ni lo disminuye. Un segundo modo es la inclinación a la virtud, y el tercero es el don de la justicia original, que constituyó también un bien de la naturaleza que habría sido transmitido de no haber pecado Adán. Este último bien se perdió por completo. Pero el segundo resultó disminuido, ya que el pecado es contrario a la virtud (medium bonum naturae, scilicet ipsa naturalis inclinatio ad virtutem, diminuitur per peccatum) (Ia-IIae q. 85 a. 1 co.).
En una cuestión de la primera parte de la Summa Theologica se lee que la sujeción del cuerpo al alma y de las fuerzas inferiores a la razón, es decir la justicia original, no es un don natural, ya que en ese caso se habría conservado luego del pecado (Manifestum est autem quod illa subiectio corporis ad animam, et inferiorum virium ad rationem, non erat naturalis: alioquin post peccatum mansisset) (Ia q. 95 a. 1 co.). Pero que esto sea verdad no dice nada del estado de la inclinación a la virtud luego del primer pecado.
Una preocupación de quienes defienden la idea de que el pecado original no alteró la naturaleza humana en cuanto tal es que no se incurra en el error de decir que el pecado original corrompió la naturaleza. Y ciertamente, Tomás de Aquino es muy claro en este punto, pero también es claro en qué sentido de los tres anteriormente mencionados hay que entender su posición. Los lugares en los que cabe apoyarse para sostener la tesis de que la naturaleza no sufrió disminución luego del pecado se refieren en realidad a bienes no morales de la naturaleza, en los cuales no cabe una alteración sin modificar la misma esencia del ser en cuestión. Es meridianamente clara la respuesta a la primera objeción del primer artículo, que invoca a Dionisio Areopagita (De divinis nominibus, n. 23) para decir que el bien de la naturaleza se mantuvo íntegro en el hombre, igual que en los ángeles pecadores: “Dionisio habla del primer bien de la naturaleza, que es el ser, la vida y la inteligencia, como es evidente para quien pone atención a sus palabras”[11].
La respuesta a la segunda objeción del primer artículo y el cuerpo del segundo artículo son también elocuentes en cuanto a cómo hay que entender esa disminución del bien de la naturaleza, que es la auténtica posición de Santo Tomás. La objeción dice que la variación de un accidente como la disposición de la voluntad no modifica la sustancia. Y esto es así en tanto que la naturaleza es anterior a la acción voluntaria, pero también le es natural la inclinación a alguna acción voluntaria. Ahora bien, la inclinación varía de acuerdo al término al que se ordena o tiende (ipsa inclinatio variatur ex illa parte qua ordinatur ad terminum) (Ia-IIae q. 85 a. 1 ad 2). En el cuerpo del artículo siguiente dice que el bien de la inclinación a la virtud no puede disminuir en cuanto a su raíz, que es la naturaleza racional, porque en ese caso ya no sería capaz de pecar (iam non esset capax peccati) (Ia-IIae q. 85 a. 2 co.). Pero sí disminuye en cuanto a su término y fin, ya que el pecado es un impedimento para alcanzarlo, tanto más cuanto mayor sea el pecado.
Es así entonces que el bien natural puede sufrir variación. De modo que la naturaleza puede estar íntegra en cuanto a sus elementos esenciales, pero como uno de esos elementos es la voluntad, a la cual corresponde naturalmente una inclinación mayor o menor a su término, en virtud de esa inclinación puede decirse que su bien ha disminuido. La naturaleza, considerada en los mismos elementos que tendría tanto al ser elevada como luego del pecado, como también si nunca hubiera recibido el don de la justicia original, puede tener un estado moral diverso. El desorden moral no afecta entonces a la naturaleza humana en su sustancia, ya que en ese caso la transformaría en otra o la destruiría, sino a su disposición respecto del bien y, por consiguiente, a su mayor o menor integridad o corrupción.
La malicia, adecuadamente llamada herida de la naturaleza (vulnus naturae), no se da solamente en el pecado actual, sino que es también una cierta propensión de la voluntad al mal (sumitur … pro quadam pronitate voluntatis ad malum) (Ia-IIae q. 85 a. 3 ad 2), algo que no puede ser propio de una naturaleza en estado puro.
Algunas cuestiones más adelante, Santo Tomás toca el tema de la ley del fomes peccati. Dice que en contraposición a la ley que regía en la primera condición del hombre, en la cual obraba de acuerdo a la razón, luego del pecado es el ímpetu de la sensualidad lo que arrastra al hombre, quien queda de algún modo asimilado a las bestias (ut sic quodammodo bestiis assimiletur) (Ia q. 91 a. 6 co.). Puede decirse que este ímpetu, el fomes peccati, tiene razón de ley en virtud de la pena instituida por la justicia divina, lo cual tiene como consecuencia que el hombre quede destituido de su propia dignidad (hominem destituente propria dignitate) (Ia-IIae q. 91 a. 6 co.). Esa dignidad es la que le corresponde por su naturaleza humana, no la que tenía en el paraíso, ya que no cabe pensar que la sola pérdida de la gracia asimile al hombre a las bestias.
3. Conclusiones
Puede decirse que la respuesta de Santo Tomás a la pregunta planteada en el título del artículo es que el peccatum naturae no consiste únicamente en la privación de la gracia, sino también en que en cada individuo de la naturaleza humana hay un desorden intrínseco, previo a todo acto libre suyo. Por consiguiente, se puede hablar de un estado moral debilitado de la voluntad, que no implica una corrupción total de la misma naturaleza, pero sí disminuye las fuerzas morales e incrementa la dificultad para obrar bien. Plantear la existencia de ese desorden no equivale tampoco a suprimir toda ley o finalidad naturales, sino que, por el contrario, las confirma, ya que ambas son condición para hablar de desorden.
Que la naturaleza no se haya corrompido totalmente no excluye una debilidad moral congénita. Por lo tanto, el estado actual de la naturaleza humana previo al bautismo no es de naturaleza pura, si esto significara una naturaleza intacta en su vigor moral natural prescindiendo de la gracia divina[12]. Pero, aunque dicho estado jamás se haya realizado históricamente, es una teorización válida, porque existe un orden y un fin propios de la naturaleza humana, susceptible de ser elevado al orden de la gracia y perfeccionado por ella. No hay que perder de vista además que las expresiones sibi relicta y puris naturalibus aparecen sobre todo en el contexto de bienes o perfecciones no morales. En materia moral, el desorden, la desobediencia y el pecado son la condición presente de la naturaleza.
En el fondo, la idea misma de una corrupción total de la naturaleza es incomprensible, ya que equivaldría a su aniquilación o a su transformación en otra. Pero que el hombre no haya perdido nada de lo que corresponde a su esencia no implica eo ipso la normalidad del estado postlapsario. Tampoco en la más profunda corrupción moral se pierde nada de la propia esencia. Si así fuera, tal condición dejaría de ser algo lamentable. Lo característico de un estado moral es precisamente la determinada relación que una naturaleza racional tiene respecto de su fin. Así, ni un hombre redimido ni un hombre condenado dejan de ser individuos pertenecientes a la naturaleza humana, pero su estado moral es diametralmente opuesto. Una inclinación al mal no implica tampoco necesariamente una facultad o hábito de realizar determinado tipo de actos malos; basta el desorden de las potencias para generar esa inclinación.
De la posición de Santo Tomás se sigue que el dato revelado arroja luz sobre la condición del hombre no solamente en relación a su destino trascendente, sino a todo su obrar en el ámbito de lo moral. La finalidad natural de las pasiones es obedecer a la razón, pero eso mismo, que podríamos llamar el orden natural, resulta sumamente dificultoso y hasta imposible sin el auxilio de la gracia. La posición clásica de la fe cristiana y de la teología es que existe una razón histórica de tal situación, un hecho contingente en los comienzos de la humanidad fruto de un acto libre de desobediencia al creador. Y que no solo es necesaria la gracia para alcanzar la visión divina, sino también para restaurar el orden de la misma naturaleza, de modo que aunque ambos aspectos puedan distinguirse, tampoco se podría alcanzar el orden natural propio de las potencias humanas sin la gracia.
Por otra parte, no es suficiente con aceptar un origen histórico de la condición actual, ya que así no se despejan las dudas sobre esa condición. Si se entendiera el acontecimiento histórico de la caída únicamente respecto de un estado elevado, pero que dejaría intactas todas las fuerzas naturales, se debería atribuir la proclividad al mal a la misma naturaleza. Aun si el hombre hubiera sido creado sin la gracia, su naturaleza tendría entonces de por sí una deformidad, que no podría ser suprimida ni siquiera por el bautismo sin violentar la misma naturaleza.
Pero si se entendiera que la debilidad moral del hombre es fruto de un pecado en los comienzos, pero contraria a su misma constitución, entonces la naturaleza podría ser reparada y restaurada, no solo elevada. En otras palabras, que el hombre sea pecador por naturaleza no significaría que la naturaleza sea necesariamente pecadora, sino que lo es de manera contingente, en razón de un estado que tiene una explicación histórica. Podrá parecer una sutileza filosófica, pero la diferencia entre ambos escenarios es abismal. Contribuir a reconocer esa diferencia ha sido el objetivo del presente trabajo, que quisiera concluir con palabras de Michael Schulz: “identificar la naturaleza humana con la pecaminosidad pondría forzosamente al hombre en una contradicción metafísica. (…) La redención llevaría a una nueva contradicción. Que en la historia de la salvación el hombre haya sido modificado para peor evita esta contradicción metafísica” (Schulz, 2002, p. 504).
Referencias
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Recepción: 10.10.18
Aceptación: 12.01.19
[1] Ovidio, Met. VII, 20-21.
[2] La frase completa es: “Aus so krummen Holze, als woraus der Mensch gemacht ist, kann nichts ganz Gerades gezimmert warden” (“De una madera tan torcida como de la que está hecho el hombre, no puede construirse nada totalmente derecho”) (Kant, 1974b, p. 41 [A397]). También en Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft (Kant 1974a, p. 760 [B141/A133]).
[3] Se refiere allí a S. Th. I-II, 87, 7.
[4] La situación actual del hombre había sido anteriormente descripta diciendo que “[e]l Espíritu de Dios ha de vencer una resistencia al bien que no existiría si los hombres hubiéramos sido siempre dóciles a sus inspiraciones” (Ladaria, 2001, p. 50), pero esto evidentemente no resuelve la inquietud de si esa resistencia al bien sería propia de la naturaleza o una herida contraria a la naturaleza. Es decir, si la naturaleza transmitida por Adán es la naturaleza tal como habría podido ser creada, sin la gracia, o si es transmitida con alguna debilidad moral.
[5] También Rudi Te Velde señala que el pecado original es una disposición desordenada de la naturaleza, no simplemente “la trágica pérdida de su perfección moral original” ni la “condición humana” (Te Velde, 2005, 159).
[6] Eso parece poder desprenderse también de un lugar de la Summa Theologica, donde al hablar de los actos imperados por la voluntad, ve precisamente ese abandono de la naturaleza a sí misma al perder el don divino como la razón natural de que el hombre no pueda dominar el movimiento de los órganos genitales: per peccatum primi parentis … natura est sibi relicta, subtracto supernaturali dono quod homo divinitus erat collatum; ideo consideranda est ratio naturalis quare motus huiusmodi [genitalium] membrorum specialiter rationi non obedit (Ia-IIae q. 17 a. 9 ad 3).
[7] El texto completo es el siguiente: vis concupiscibilis naturale habet hoc ut in delectabile secundum sensum tendat; sed secundum quod est vis concupiscibilis humana, habet ulterius ut tendat in suum objectum secundum regimen rationis; et ideo quod in suum objectum tendat irrefrenate, hoc non est naturale sibi inquantum est humana, sed magis contra naturam ejus inquantum hujusmodi: et secundum hoc rationem poenae habere potest, maxime considerata natura humana, secundum quod tota est sub regimine rationis, ut in prima conditione fuit (Super Sent., lib. 2 d. 30 q. 1 a. 1 arg. 4 et ad 4).
[8] Clásica cita tomada del De remediis fortuitorum, de Séneca. La frase correcta es: Morieris, ratio confortat. Ista hominis natura non poena est.
[9] Si así fuera, la bondad divina estaría en haber preservado al hombre en el paraíso de esa miseria, también moral. Pero en ese caso, sería la naturaleza misma la que estaría ya caída –con independencia del pecado del primer hombre y presumiblemente como consecuencia del pecado angélico– de modo que la ‘reducción’ al estado de pura naturaleza no sería tampoco al de un estado de simple privación de la gracia, sino al de un estado también moralmente desordenado y, por consiguiente, al de una naturaleza caída respecto de su misma perfección natural.
[10] Unde non est privatio pura, sed est quidam habitus corruptus (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 1).
[11] Dionysius loquitur de bono primo naturae, quod est esse, vivere et intelligere; ut patet eius verba intuenti (Ia-IIae q. 85 a. 1 arg. 1 et ad 1).
[12] Steven Long adopta el concepto como significando la existencia de una finalidad natural, conservada luego del pecado, y tal como también habría podido ser creada. Pueda o no hablarse de una finalidad natural en el sentido adoptado por Long, el tema es independiente de cuál sería el estado moral actual del ser humano. Su discusión concierne la relación de la naturaleza con la gracia, no específicamente la pregunta que motiva este artículo (Long, 2010). Una discusión actualizada del debate reciente en torno a esta cuestión puede verse en (Sánz Sánchez y Watson, 2017).