L’adonné (el adonado) según Marion:

el sujeto que se recibe de lo dado

 

L’adonné (the gifted) according to Marion:

The subject that is received from what is given

 

Mario Di Giacomo Z.

Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, Venezuela

madigiac@ucab.edu.ve

ORCID: 0000-0001-5170-5906

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt51.26.2023.25-53

 

Resumen: En este artículo se analiza la noción de fenómeno saturado en el pensamiento de Marion, pero, ante todo, y relacionado con dicho fenómeno, el tipo de sujeto que corresponde a la afectación saturante. La discusión se centra en la superación de la figura del Yo trascendental, y de la Modernidad en general, para dar lugar a un sujeto disminuido, a una diminutio ipseitatis, debida fundamentalmente a una iniciativa que, alega Marion, no proviene tanto del sujeto afectado, cuanto del fenómeno que lo afecta. Desalojado de su formidable centro, el sujeto kenotizado emprende una clase de recreación bastante peculiar, la cual consiste en el conjunto de respuestas que habrá de ofrecer a la densidad del fenómeno mencionado. El sujeto se recibe de lo que recibe. En una hermenéutica sucesiva que retoma la afectación, tendrá que hacerse cargo del golpe de lo dado, es decir, de aquello que lo afecta, pero no exactamente de la manera como afectan los objetos a un sujeto cognoscente. A la pregunta de Nancy “¿qué viene después del sujeto?”, hay que responder sin ninguna hesitación: el sujeto, empero ahora disminuido en su capacidad creadora de mundo a través de la síntesis trascendental: l’adonné, el adonado.

 

Palabras clave: Fenomenología francesa, giro teológico de la fenomenología francesa, adonado, fenómeno saturado, diminutio ipseitatis

 

Abstract: This article analyzes the notion of saturated phenomenon in Marion’s thought, but, above all, and related to this phenomenon, the type of subject that concerns to the saturating affectation. The discussion focuses on the overcoming of the figure of the transcendental Self, and of Modernity in general, to give rise to a diminished subject, to a diminutio ipseitatis, due fundamentally to an initiative that, Marion explaina, does not come so much from the affected subject, but of the phenomenon that affects it. Dislodged from his formidable center, the kenotized subject undertakes a quite peculiar kind of recreation, which consists of the set of responses that he will offer to the density of the aforementioned phenomenon. The subject is received from what he receives. In successive hermeneutic that takes up affectation, he will have to take charge of the blow of what is given, that is, of what affects him, but not exactly in the way that objects affect a knowing subject. To Nancy’s question “what comes after the subject?”, we must answer without any hesitation: the subject, however now diminished in its world-creating capacity through transcendental synthesis: l’adonné, the gifted.

 

Keywords: French phenomenology, theological turn of French phenomenology, l’adonné, saturated phenomenon, diminutio ipseitatis

 

Recibido: 06/11/22

Aprobado: 17/11/22

 

Introducción

 

Este trabajo parte de las críticas que Janicaud ha hecho a los filósofos del giro[1]. La luz del mundo en que aparecen las cosas se encuentra precedida por la noche del cuerpo y de la vida, traicionando así los principios de la fenomenología clásica[2]. Al buscar cualquier forma de absoluto, incluso el intramundano, la orientación de los nuevos fenomenólogos comienza a frisar ámbitos vedados a la filosofía propiamente dicha: la religión y la teología. Contra Henry y su reflexión acerca del patetismo de la vida, más que de pathos y asuntos afines a él, la fenomenología aspira a una correspondencia entre su objeto y su método, a la conciencia como sede de clarificaciones noemáticas, a la reducción como suspensión de la vida ingenua y de todo realismo acrítico. A juicio de Janicaud, el espiritualismo henryano no ha hecho sino transformar procedimientos precisos, limitados y aclaradores en un preludio encantador de la absoluta autorreferencia de la vida y su patética sacralidad. Resucitando lo originario, Henry ha intrapolado indebidamente en el método fenomenológico un fundamento críptico, divorciado de la luz y de los ideales de cumplimiento del conocimiento. Contra Marion, el objeto de este estudio, Janicaud reflexionará en torno al fenómeno saturado, cuestionando los excesos propios de una donación intuitiva absolutamente incondicionada que supondría saltarse a la torera el trabajo crítico de la filosofía, cuyas fronteras resultan insuperables. La ilegitimidad de dar un salto hacia atrás involucraría, indica Janicaud, revitalizar tras el fenómeno saturado una aparición nouménica –que no es en lo absoluto aparición–, de la cual la conciencia es incapaz de hacerse cargo. El examen de las nociones de adonado y de fenómeno saturado presentes en el pensamiento de Marion, en especial, en su notable texto Siendo dado, son fundamentales para entender el abajamiento del sujeto, así como de un tipo de fenómeno que no puede ser correspondido por la síntesis subjetiva. La crítica de Janicaud a Marion señala que su discurso fenomenológico posee como stella rectrix una secreta inquietud teológica. Así, pues, la crítica al fenómeno saturado, a la pretendida liberación de todo tipo de horizonte, es decir, de la finitud que acompaña y caracteriza al conocimiento humano, se convierten en los blancos de una intolerancia (la de Janicaud) que adversa la devoción por lo invisible y lo no constituido desde el Yo del ser humano. En cuanto al asunto de los límites, juzga Janicaud que éstos no pueden ser sino indispensables, puesto que no puede existir un conocimiento sin límites, nada puede darse a la conciencia sin los límites en los que se constituye aquello que se da. Invertir un horizonte no significa la liberación de las condiciones que él impone, de modo que lo sublime, tomado de Kant, y ejemplo en Marion, de fenómeno saturado, no puede producirse fuera de todo horizonte. Esto significaría que se produce como por fuera de la conciencia. Mas si el sujeto es ahora, más que constituyente, constituido, ello equivale a decir que su desaparición no es completa, y allí arraiga el espíritu del discurso de Jean-Luc Marion, porque la subjetividad no deja de crecer y de constituirse en esa inversión que se produce ahora entre el Yo y el fenómeno afectante (en términos de Marion, la donación producirá un cierto tipo de sujeto, el adonado). La incondicionalidad del fenómeno saturado no implica la automática desaparición del vínculo que lo liga a una conciencia. El asunto es que el vínculo en este momento no lo determina enfáticamente esa misma conciencia, sino que, justamente, viene establecido por la magnitud (intensidad) del fenómeno que a ella se impone. En suma, se trata del análisis de un nuevo tipo de sujeto, parcialmente neutralizado por la filosofía y fenomenología, que se cumple como sujeto precisamente en la dimensión de una pasividad esencial, receptora de una donación. Éste sería un peculiar modus de “ir a las cosas mismas” (zu den Sachen selbst!), respetando con ello la propuesta central de la fenomenología husserliana.

 

¿Destrucción del sujeto?

 

En El giro teológico de la fenomenología francesa, Dominique Janicaud le ha presentado a sus lectores varias inquietudes, a las cuales habría que responder more husserliano: ¿tiene sentido hablar de una fenomenología atada a la teología o fenomenología y teología son dos disciplinas distintas que se despliegan en horizontes diferentes?; ¿el método fenomenológico no será sometido a perversions (Prusak, 2000, p. 3) tras ser implicado en búsquedas cuyo referente, explícito o no, es Dios, lo Absoluto, lo Incondicionado, el Bien? El lecho de la fenomenología sería una no reconocida teología. Pero, al mismo tiempo, y como contra-crítica, ¿no habrá ocurrido que la fenomenología se ha ido ocupando cada vez más de los objetos físicos, olvidando otras modalidades de donación, derivando así en una doctrina capax entis, pero imposibilitada para tratar con otras realidades del mundo humano (capax passionis)? Janicaud parece estar convencido de algo: que el método fenomenológico no es lo que debería ser en los escritos de Levinas, Marion, Chrétien y Henry, y ello en virtud de que esta segunda generación de fenomenólogos franceses desea implicarse, aunque Janicaud (2000) formula esta afirmación bajo una forma inquisitiva, en la apertura a lo invisible, al Otro, a la donación, a la Archirrevelación: “The opening [ouverture] to the invisible, to the Other [Autre], to a pure givenness [donation], or to an archi-revelation”? (p. 17).

La figura capaz de dar solidez a un tipo de pensamiento que desea ir por detrás del Yo puro se denomina intencionalidad, un concepto que alude a una relación establecida entre la conciencia y el ser, que pretende superar realismos y objetivismos gruesos. La conciencia es siempre conciencia de algo, no únicamente conciencia de ella misma; y cuando pretende ser conciencia de ella misma es que ya ha ocurrido una relación (correlación) anterior a la pureza del Ego cogito vivido en su soledad más absoluta. Por consiguiente, la fenomenología, como era el deseo de Husserl “remained for him a retrospection of the conditions of the appearing of the phenomena (Janicaud, 2005, pp. 20-21). Es Sartre, asegura Janicaud, quien se ha detenido en esta cuasi milagrosa idea husserliana (Janicaud, 2000, p. 18), venciendo desde esta perspectiva los dualismos existentes entre conciencia y ser e idealismo y realismo. La conciencia ha descubierto su falsa soledad en un vínculo que le es inherente por ser simplemente conciencia. Existe, pues, una correlación intencional anterior al Yo puro, correlación que ha permitido a la conciencia ser conciencia de algo, no simple conciencia de sí misma, manifestándose en su completa autosuficiencia. Sin embargo, para no retroceder hacia el idealismo egológico que parece presente en Ideas, el análisis intencional debería desprenderse del imperialismo de la intencionalidad, que es en última instancia un acto de constitución del Sujeto, cambiándolo por un ego prerreflexivo:

 

The primacy of the ego’s intentional activity is challenged in favor of an analysis of passive states, that is, the subject’s non intentional immanence (the autoaffectivity of life or the body in Henry) or a reversed intentionality where the ego finds itself subject to, not the subject of a gaze (the givenness of saturated phenomena in Marion). The I no longer precede the phenomena that it constitutes, but is instead called into being or born as the one who receives or suffers this intentionality. (Kosky, 2000, p. 116)

 

Sin embargo, la inversión de la intencionalidad no equivale necesariamente a un descentramiento del sujeto, como sostiene Schrijvers (2011, p. 95), sino que transporta al sujeto a otra latitud, o a otra instancia, la cual, empero, toma los contornos antes atribuidos al sujeto. Así ocurre también con el icono en el pensamiento de Marion: si bien el ídolo es aquello que se suele escuchar en el ámbito de la opinión pública, al icono por su parte se le adscribe su propia mirada, que se sustituye a la del sujeto. El sujeto de la mirada deja de serlo para convertirse en lo mirado, proceso según el cual lo que aparece no depende en lo absoluto del sujeto que la tradición ha concebido como tal, sino que en un giro deconstructivo el icono nos divisa, nos arroja su mirada, nos subvierte en ella, haciéndonos su espejo: “we become a visible mirror of an invisible gaze that subvert us” (Schrijvers, 2011, p. 93).

En efecto, Janicaud reconoce que Husserl no ha salido de los marcos de un idealismo metafísico en el cual la cogitatio juega un papel determinante. De allí el rechazo de Levinas al absolutismo de una intencionalidad que se planta en la emisión teorética de significados, o en la búsqueda de lo concreto: la intencionalidad entendida como un horizonte que expone la objetualidad de la cosa significada. La phenomenology of the unapparent (Janicaud, 2000, p. 26) quiere dar cuenta de otros modos de donación de la realidad, del ser, de los objetos, desechando la intencionalidad entendida as a question of power (Schrijvers, 2011, p. 95): ¿existe un modo de interrogación más delicado y sutil, una aproximación fenomenológica según la cual no esté sólo en juego el enfoque teórico de las esencias, sino la aproximación afectiva a otro al cual no podemos rehusarnos? Entre la epifanía teorética y la epifanía afectiva, Levinas tomará del brazo a esta última, a fin de que la altura de ese Otro se imponga en un sobresalto encargado de enriquecer la propia subjetividad. El sujeto, en vez de parecer como el constituidor de los significados por medio de la espontaneidad de sus propios recursos subjetivos (more kantiano), parece ahora el rehén al que constituye un tipo de realidad que se impone de una manera categórica. Venida de fuera, la solicitud reclama hasta la obsesión, hasta la obsesión por la obsesión[3]. Es como si el interpelado fuese atravesado de lado a lado por una llamada que no actúa volitivamente y él, el interpelado, acudiese al llamado como sin querer, como si la volición no estuviese de su parte, como si la respuesta ofrecida no fuera deliberada.

Desde la perspectiva de Janicaud (2000, p. 27) no se trata sino de una teología que se ha autodispensado ese título, pero que en realidad ha sido restaurada por el pensador lituano. Sin desconocer la finura del análisis levinasano, el autor, empero, piensa que aquí se ha producido una conversión de la teología a la metafísica (Janicaud, 2000, p. 28), esto es, a una divinidad oscuramente reaparecida[4]. En efecto, se trata de concebir un exceso, una excedencia no reducible al esquema intencional husserliano, invirtiendo la misma intencionalidad y su presunta correlación noesis-noema, “con un polo objetivo sobreabundante y un polo subjetivo desbordado” (Inverso, 2018, p. 78). Es, en corto, tratar con la donación de una excedencia, de un exceso, de una sobreabundancia, dispensada de la lógica objetual. Alega Inverso (2018) que, en 1973, durante el seminario de Zähringen, Heidegger habría planteado:

 

 Una síntesisque resultaría de fundamental importancia para el desarrollo de la fenomenología posterior. Las discusiones asociadas con el llamado giro teológico de la fenomenología francesa contemporánea no dudan en remitir sistemáticamente a este texto como elemento disparador para la legitimación de esta línea. (p. 79)

 

Por su parte, el sujeto no es un imposible, ni tampoco una noción vedada en la Filosofía contemporánea. Él parece resurgir de todas las destrucciones diagnosticadas, aunque atravesado de un cierto debilitamiento. Marion también se encargará de desplazar su antiguo centro y sus pretendidas fortalezas, ello en un acto fundamental: dejará de ser figura constituyente y sede de las síntesis subjetivas, convirtiéndose, a contrario, en foco beneficiario y receptor de un legado invisible o de un obsequio inmemorial. Jamás fenecido, el sujeto se mantiene como un horizonte de atribución experiencial, pero que ahora no domina como un monarca absoluto. El sujeto sigue siendo un centro irrefutable, indica Marion, por consiguiente, de ninguna manera se ha suprimido la conciencia, pero se le confutarán sus viejas pretensiones. Su originariedad activa será puesta en duda, su primacía creadora y su mieidad, porque ahora se encuentra expuesto. Él mismo es una intemperie invadida de fenómenos singulares que no puede controlar (fenómenos saturados). El centro ahora pertenece, pues, a un adonado, capaz de recibir lo que se da sin mesura, y, a su vez, de recibirse a partir de aquello mismo que recibe en la desmesura de sucesivas saturaciones fenoménicas. Afrontará éstas en una trama hermenéutica que pondrá, en el balbuceo, la palabra, es decir, la gloria posterior de la comprensión. Así, pues, la hermenéutica de la saturación jamás podrá ser invertida en una saturación hermenéutica.

A la pregunta de Nancy (2014) “¿quién viene después del sujeto?”, hay que responder: sin lugar a dudas, el sujeto, porque es la potencia lo que permite al sujeto hacerse a sí mismo, es la indigencia, aquello que impide su destrucción. Invertido, esto es, no constituyente, el sujeto, aun en el pathos, sigue siendo sin cesar su propia obra. Destituido de su viejo centro, se ocupa de sí mismo en los quiebres de una pasividad que nunca le abandona. Destruir al sujeto equivale a confirmarlo, así sea despidiéndolo de su volición constituyente: cuando este sujeto viene a despedirse a sí mismo es obrero de semejante adiós. Mejor aún: se reapropia de su extrañeza en cada uno de los adioses que se ha dado a sí mismo, en un proceso indefinido que jamás calma la erosión/reapropiación de eso que se ha denominado “sí mismo”. El sujeto no cesa de advenir a sí mismo porque nunca es el sujeto firme de sí mismo que nos ha legado cierta tradición filosófica. En la ruptura consigo mismo, con su envanecida mismidad, adivinamos una frágil autopresencia, con lo cual el sujeto no para de venir a sí mismo, de advenir, de llegar, no siendo, pues, sujeto de sí mismo (ni siquiera su nombre de pila es, propiamente hablando, suyo). De otra manera: la pretendida destrucción (anéantissement) del sujeto forja un nuevo tipo de sujeto, sujeto invertido, sujeto disminuido, sujeto no egológico, gestando con ello una contradicción performativa que termina por asentar lo destruido (Murga, 2015, p. 117). El proceso a la subjetividad se ha visto como una condena del sujeto moderno, impotente ante su propio ocaso. Declinando sobre su falsa transparencia, semejante sujeto, demasiado sólido y al mismo tiempo autocontradictorio, ha sido movilizado internamente, a fin de llegar a ser más constituido que constituyente. Confiscado el sí mismo, no se concederá “al ego un yo [sino] un yo de segundo nivel y por derivación” (Marion, 2005, p. 90), un sujeto a posteriori afectado notablemente por la facticidad. Sujeto que no cesa de venir a sí mismo, de advenir, respondiendo indefinidamente a las interpelaciones del mundo y a las autointerpelaciones mediando el mundo, la vida, el Otro. Descender desde la luz a una vaga calígine que difumina el poder del sujeto afirmado de una vez y para siempre será un acto en provecho de él, del sujeto que se ve urgido de volver a sí mismo gracias a la diminutio ipseitatis que lo grava, haciendo que su solidez esencial se disuelva en el aire.

 

La iniciativa del fenómeno

 

Dice Marion (2005):

 

La contingencia original del fenómeno se cumple por su arribo –todo fenómeno, incluso el más subsistente en apariencia, ejerce desde sí mismo la iniciativa de visibilizarse–. Así se confirma uno de los caracteres del don reducido: la donabilidad, la propiedad intrínseca de darse desde sí mismo y a partir sólo de sí. (p. 90)

 

Entonces ¿la fenomenología de la donación se ve eximida de la presuntamente indispensable presencia de un Yo con el cual se vincularía un fenómeno que se da? Porque si algo se da, ¿cómo sabremos que se da sin una conciencia que dé testimonio de esa donación, recobrando así, en consecuencia, el sujeto un mínimo del papel de sujeto que la donación parecería haberle arrebatado? Marion (2008) es consciente de este problema:

 

La vivencia no acaece más que como mi vivencia, el cumplimiento del objeto intencional sólo acaece porque se sucede en mi flujo de conciencia; el útil sólo adviene en la medida en que el aprendizaje de su empleo se temporaliza siguiendo mi modo de ser; la costumbre no se impone más que en la medida en que debo habitar ciertos fenómenos. En definitiva, la contingencia determinaría los fenómenos no tanto a partir de su donación como a partir de sus diversas relaciones con respecto a mi finitud. (p. 228)

 

La donación, incluso en su carácter indubitable, como algo que pertenece intrínsecamente al fenómeno, no asegura a lo que se da una necesidad de darse como se ha dado, de allí que “La primacía absoluta de la donación no equivale pues jamás a la existencia necesaria” (Marion, 2008, p. 234). Lo dado, neutralizador del lumen del Yo y portador de su propia luz, no se inscribe dentro de un régimen de necesidad, ya que podría haberse dado de otra manera, o simplemente no haberse dado. Si bien la temporalidad y la anticipación fenomenológica que intentan dar cuenta de las vivencias de la conciencia se presentan en la uniformidad de un flujo que se prescribe más o menos coherente, el cual permite anticipar y prever, en el caso de la donación lo que se da sigue siendo contingente, ya que Marion apunta discursivamente a aquello que podría muy bien podido no ser, esto es, no apareciendo en régimen de uniformidad, anticipación y previsión, sino según la forma de la discontinuidad en lo homogéneo y la ruptura de la uniformidad. El arribo del fenómeno es más bien discontinuo, disruptivo, atenta contra la homogeneidad y la uniformidad, que es lo que se aspira en la donación clásica de sentido (Sinngebung) cuando apela a los distintos momentos intuitivos en los que ella se cumple. La contingencia no afecta la potencia de la donación, más bien, libera la potencia de la donación al hacer de ésta un socio ineludible del contacto y de la sacudida, de la unicidad y de la singularidad, en una palabra, de un arribo:

 

Es evidente que un tal arribo del aparecer surgiente implica necesariamente lo que, en términos metafísicos, se llama una contingencia –siempre depende del hecho consumado de lo dado que el fenómeno aparezca, aquí y ahora, ni antes, ni después, jamás repitiéndose de ese mismo modo, sin duda alguna por vez primera–. (Marion, 2008, p. 236)

 

El objeto define una obediencia, la obediencia de quien acusa el arribo de una decisión tomada por el objeto, quien hace comunicación de sí mismo solicitando una nueva mirada; el objeto aparece, pues, en una misteriosa analogía teológica, como iluminando (te illuminante), como donándose (te donante). Y como en la teología, el Señor es el fenómeno, una decisión tomada por el objeto para ser ob-jeto de conocimiento de la ciencia teológica, para nuestro caso, de una cierta mirada fenomenológica (Barth, 1965, pp. 225 y 253). Lo que ocurre con esta singularidad ocurre en un tiempo único, un surgimiento irrepetible en un momento también irrepetible, como si el kairós fenomenológico de Jean-Luc Marion ocurriese no una, sino infinitas veces, como contingencia, y, mismamente por ello, siempre como fenómeno originario, por excelencia único e irrevocable (Marion, 2008, p. 242), el cual demanda el ajuste del sujeto a su aparición para que sea posible alguna intención con respecto a ese mismo aparecer. Es claro que Marion intenta liberar la donación de las fronteras subjetivas, como esquivando –“burlándolos” escribe Marion (2008, p. 312) – los límites que supone cualquier egología al tratar con la fenomenicidad. El Yo no puede atribuirse aún ninguna prioridad de constitución fenoménica, antes bien, la mirada recibe algo de lo cual no puede disponer a su antojo, pues ese algo grava sobre ella la misericordia de un peso, una invitación casi ineludible. El fenómeno deja de estar inscrito en la línea de la causalidad, es decir, cuanto menos es producto de la voluntad de saber/poder, tanto menos es asignado a un régimen de causalidades. Por lo tanto, dice Marion (2008), existe una sorprendente isomorfia entre el Dios incausado (incomprensible por demasía) y el fenómeno excluido de la línea de las causas y los efectos (p. 271). En este sentido tales fenómenos se denominan “acontecimientos” (Marion, 2008, p. 274). Si la causa se ha presentado siempre como una asignación de sentido a los estados de cosas y a los entes del mundo, ahora, en este contexto, ello no ocurre, es decir, el fenómeno da testimonio per se (perseidad), desalojándose del espacio de las causas, o siendo objeto de una presunta sobreabundancia de causas, otra manera de aseverar que él, como efecto, es poco explicable si no es a partir de sí mismo.

Al fenómeno atestar su inconstituibilidad, convierte al sujeto en obra de su constitución. Si bien se ha rechazado para el fenómeno incluso la noción de causa sui (hay un autos en el fenómeno que nos impide desechar de plano la noción de causa sui en el acontecimiento), en esta inversión propiciada desde el acontecimiento de la fenomenicidad el fenómeno mismo pasa a ser causa, mientras que el ego pasa a ser un efecto de él. Lo excepcional y extraordinario, características del acontecimiento, funcionan de acuerdo con el imperio de lo extraordinario y excepcional, a saber, no pueden ocurrir sino una vez y de una vez por todas, sin repeticiones ni reiteraciones, de una manera casi mesiánica:

 

Cada acontecimiento, absolutamente individualizado, no acaece más que una sola vez (hapax) y de una vez por todas (ephapax), sin antecedentes que se basten, sin resto, sin retorno. […] La definición de la existencia como la ex-sistencia más allá de sus causas lo expresa de un modo metafisico: existir significa, para un ente, ponerse a distancia de las causas que han producido su existencia. (Marion, 2008, p. 285).

 

He aquí las tres notas del acontecimiento (Marion, 2008, pp. 284-287): irrepetible –autoidéntico, desigual a cualquier otro acontecimiento–, excedente –inexplicable, porque no se coloca dentro de un orden causal de explicación–, posible –se efectúa dentro de la imprevisibilidad, rompiendo con el registro habitual de los fenómenos, incluso reorientando éstos, arribando fuera de la esencia, un arribo que hace de las suyas por allende los linderos de la metafísica. Se manifiesta en tanto que arribo, pero el arribo se desentiende de las condiciones de posibilidad que el Yo le impondría, sujetándose, por consiguiente, el acontecimiento, solamente a sí mismo y a las condiciones que él se auto-impone–. Por lo tanto, la respuesta del Yo entra rezagada con respecto a esa manifestación hurtada a las condiciones subjetivas que provocarían su fenomenicidad, su aparecer como algo. Lo que se nos muestra, paralizando nuestras facultades, nuestra voluntad de saber y de poder, es una suerte de síntesis instantánea (p. 331), la cual tiene lugar como si el propio Yo no interviniera en lo absoluto en su producción.

Si bien la finitud se revela ante la penuria intuitiva, ante el fenómeno pobre en intuición, también ante el fenómeno saturado acontecimiento la finitud queda abiertamente expuesta a sí misma, sufriendo una pasividad esencial e ineludible (Marion, 2008, p. 338) ante un deslumbramiento que sobrepasa el umbral perceptivo de lo tolerable, rompiendo de esta guisa con cualquier tipo de analogía de la experiencia, más bien reservada a los fenómenos pobres que el presente anticipa en el futuro gracias a lo constituido en tiempo pasado. A esto lo denomina Marion “fenómeno incondicionado” (p. 345), pues no se inserta (ni se le inserta) al interior de fronteras delimitadoras que constituirían su ser y lo explicarían en primera y última instancia. Es un fenómeno inadecuado al poder del Yo, aunque en su donación como incondicionado el Yo pueda captar pasivamente un aspecto de su incondicionalidad, una cara siempre parcial de algo que se da totalmente, pero que el Yo no puede atrapar en toda su compleción. A las deficiencias de los tradicionales escorzos (Abschattungen) las compensamos con un tipo de fenómeno al cual el Yo no tiene acceso completo: si bien los escorzos incluyen la adaequatio como un ideal de la razón, el segundo excluye por completo la adaequatio, porque el fenómeno será siempre, por definición, inabarcable. El fenómeno corriente va siendo progresivamente comprendido, porque nadie puede zanjar en qué momento se agotarán los escorzos que dan cuenta de la adecuación entre intención significativa y el momento intuitivo que la cumple; mientras que dicha progresividad no es posible con respecto al fenómeno saturado: su carácter adverbial es innegable, pero al mismo tiempo, incluso en su presencia, hay retraimiento por exceso, esto es, aunque se deje mirar, aunque alguna vez la mirada pueda sostener el padecimiento de su luz, hay algo en él que es inmirable (pp. 348-351), pues no ha sido producido (cosificado, objetualizado) por la intimidad del sujeto, sino que se ha impuesto a ésta más allá de las condiciones que hacen posible toda experiencia. El sujeto existe, sigue siendo el obrero de la verdad (p. 353), pero no en sentido productivo, como si a él se debiera la obra de la síntesis. Será, en todo caso, un testigo (p. 353) del acontecimiento e interpretará lo que el acontecimiento ha dejado en él como obra de su constitución: el fenómeno se abre paso sin el Yo y sus poderes: automanifestación (p. 355). Marion tiende a hablar desde la perspectiva de una muda obediencia, desde la óptica de una adoración reverencial frente al acontecimiento[5], frente al fenómeno saturado en general, como si quien recibe el impacto de su fenomenicidad estuviese a nativitate desprovisto de un poder fundamental para captar algo de lo que en esencia es inaprehensible en su total compleción. El exceso triunfa sobre el defecto, para constituir un nuevo sujeto. Lo ahora visible que abre al sujeto a la cosa misma, resultado de “la presión ejercida por los fenómenos”, sobrepasa “el horizonte de la objetidad (objectité) y la enticidad (étantité)” (Roggero, 2021, p. 132).

 

Hermenéutica de la saturación

 

El acontecimiento

 

Sin embargo, ¿cómo arrebatar a lo humano aquello que precisamente lo distingue, esto es, su capacidad de preguntar, así la pregunta llegue tarde, rezagada ante el evento, rebasada por el mismo espectáculo del que no sabrá dar íntegramente cuenta? Ciertamente, la mismidad (ipseidad) no podrá ser la misma ante el sello que imprime sobre el sujeto expectante el evento, pero ello no anula su disposición a seguir interrogando, ora hermenéuticamente, ora desde la multitud de perspectivas que se pueden adoptar frente a eso mismo que se califica de incomprensible. Distingue Marion cuatro tipos de fenómeno saturado: el acontecimiento, el ídolo, la carne y el icono. Todos ellos convocan al espectador, empero, no objetualmente. No hay cosificación del objeto, pues éste es la suma de acuerdos interpretativos, así como de desacuerdos hermenéuticos al interior de una trama de significaciones “sin fin en el tiempo” (Marion, 2008, p. 369), constituyendo no una, sino una multitud de exégesis en torno al mismo fenómeno, según una “hermenéutica del acontecimiento” (p. 370).

 

El ídolo

 

En el caso del ídolo, el esplendor detiene la intencionalidad: ésta acaba justamente allí donde tiene comienzo dicho esplendor, ofreciéndose allende los márgenes del concepto. La intuición es de tal magnitud, que el ídolo (cuadro, lienzo, tela) convoca una y otra vez a la puesta en marcha de la intención, siempre incapaz de agotar lo que se da en esa intuición magnífica e indefinida a la vez. Todo cambio de perspectiva del destinatario se halla instado por ese mismo deslumbramiento, que obliga a cambiar de horizonte, a ver si alguna vez se comprende lo que se da por fuera de las fronteras de la síntesis. Es como si se intentase una y otra vez una síntesis imposible, porque lo intuido no cabe en el aparato conceptual del sujeto. Pero esas mismas modificaciones de perspectiva son el resultado de lo que nos acaece, de lo que nos acontece, rompiendo con la abstracción válida toto caelo de la subjetividad trascendental. El sujeto contraído al “Yo pienso” no es apto para producir individuación alguna, como tampoco la puede producir el entendimiento como agente separado, aunque el primero requiera de las intuiciones y el segundo de los “sensorios de Dios”, es decir, de la sensibilidad aportada por los sujetos concretos, los únicos individualizados, sensibilidad sin la cual ese entendimiento nada sería capaz de pensar (Marion, 2008, p. 403); mientras que el “yo siento” es lo que verdaderamente individúa, porque se salta a la torera toda generalidad basada en el concepto, acampando al interior de las fronteras de la subjetividad empírica, afectada en su haecceitas con cada evento sensible, renovándose íntimamente en cada afección padecida. Se gesta, por ende, una individualización cada vez mayor del destinatario del evento. El ídolo, dirá Marion (2008), no se muestra sino “acaeciéndome” (p. 372), individualizándome. Aludiendo a Heidegger, Marion alega que es ésta una individualización radical, pero es una Jemeinigkeit (p. 372) debida al ídolo, ya no al ser.

 

La carne

 

Con respecto a la carne, entramos en un mundo sin relación. En palabras de Henry, en este absoluto no hallamos ningún éxtasis que nos coloque fuera de nosotros, porque ella, la carne en autoafección, se afecta a sí misma, sin verse y sin ejercer una autodistancia que le permitiría objetivarse. Ella se autoafecta en el sufrimiento, en el dolor, en el placer, en la pequeña muerte, en la agonía de la muerte definitiva (Marion, 2008, p. 373). Mi carne es mía, así como sus autoafecciones, que me hacen a mí constituirme en mi irrevocable mismidad, mismidad a la que no se puede atribuir vínculo sino consigo misma, nunca con otro, con otra carne: es un tipo de fenómeno saturado de acuerdo con la relación, ya que no mantiene relación con otros fenómenos. Es un fenómeno absoluto, en tanto que sólo autovinculado, de modo que la carne representaría el paradigma de ese tipo de fenómeno (Mackinlay, 2010, p. 130). La carne aparece sin relación con otros fenómenos, es un absoluto que prescinde de la relación. De nuevo, la Jemeinigkeit (mieidad) heideggeriana entra en escena, con una restricción importante: no es que mi mismidad se defina únicamente por relación a la posibilidad adusta, temible, de la imposibilidad –la muerte–, sino porque en la carne se encuentra la propia individuación gracias a las autoafecciones que son de uno y de más nadie. Es ésta, mi carne, la que se autoafecta, en la que me siento inmediatamente por obra de tales afecciones, en la que soy yo solo en el ámbito sin distancia de mis propias afecciones carnales, puesto que:

 

Al contrario del acontecimiento histórico, pero sin duda más radicalmente que el ídolo, la carne provoca y requiere solipsismo, ya que ella resulta por definición mía, insustituible –nadie puede sufrir o gozar por mí (incluso si puede hacerlo en mi lugar). (Marion, 2008, p. 374)

 

Es el estremecimiento no de una carne conceptual, no de la impersonalidad de un cuerpo, no de la materia sobre la que viene el soplo constitutivo de una forma, sino que es el estremecimiento de mi carne, de la estidad que soy yo y nadie más puede ser.

 

El icono

 

Por último, tenemos el icono, esa figura que parece privilegiada en tanto que fenómeno saturado[6], puesto que ninguna otra consigna más decisivamente al asignatario su posición de, justamente, asignatario, a quien luego Marion denominará, en el texto que hemos venido siguiendo, siendo dado, adonado. El icono invierte los términos de las definiciones fenomenológicas normales, la mirada echada sobre las cosas por el sujeto se neutraliza, pues la constitución no depende tanto del sujeto como de quien asume esa función para sí, gracias a su poder de automanifestación. El Otro que mira al que habitualmente había mirado no es un espectáculo, sino un peso que grava, una responsabilidad a la que hemos adherido desprovistos de volición, como dando anuencia a una invisibilidad que, más allá de cualquier contexto (como si valiese para todo contexto por igual), interpela, e interpelando significa, afectando al Yo que a duras penas puede resistir su mirada. Un texto sin contexto nos habla e interpela, sin que hagamos ningún objeto de su solicitación. Al encararnos, nos da su rostro, pero también lo que su rostro esconde, nunca completamente visible, ajeno a los procesos de constitución y de síntesis. Si se quiere salvar la diferencia en cada acontecimiento, el icono entendido como el Otro interpela siempre de una manera diferente, de modo que ningún Otro me grava como me gravan los demás Otros que encaro, que me encaran y, por así decir, me doblegan en su mirada: soy responsable sin contratos, sin derecho, sin litigantes. Una ética sin porqué desplaza la dimensión de lo propiamente jurídico, llevado hasta sus inútiles bordes plagados de sentencias y jurisprudencias asentadas que muy pocos se detendrán a leer. Lo que aquí se ofrece, en la dimensión del acontecimiento, se hace como pura gratuidad, como liturgia de una mirada, como ofrenda y donación de una responsabilidad más antigua que cualquier recuerdo. Así, pues,

 

El que mira toma el lugar del que es mirado, el fenómeno manifestado se invierte en una manifestación no solamente en y de sí, sino estrictamente por y a partir de sí (automanifestación) –la paradoja invierte la polaridad de la manifestación tomando la iniciativa y no recibiéndola, dándola y no dándose–. (Marion, 2008, p. 375)

 

El fenómeno saturado versus las categorías del entendimiento

 

Si la noción de fenómeno saturado se repudia, si la paradoja que él instaura depone la prevalencia de ciertos primados, ello se debe a la criptoteología no reconocida que guarda en su intimidad, aseguran sus críticos, o que quiere pasar como filosofía, cuando en realidad hay bastante similitud entre las características del fenómeno que se automanifiesta incausadamente y el Dios no causado de la teología. Pero es exactamente lo anterior lo que nuestro autor rechaza: hay una banalidad en cuya raíz se encuentra la orden del rechazo, más bien, del repudio: “que la causa de Dios resurja”, ya que “como se dice a menudo, lo teológico contradice lo lógico y, así pues, estaríamos preservando la racionalidad al rechazar la cuestión acerca de un punto máximo de la fenomenicidad” (Marion, 2008, p. 378). De lo que se trata, según Marion, es de ir más allá de las fenomenicidades y saturaciones descritas, añadiendo un nuevo tipo de saturación, una saturación de segundo grado de la fenomenicidad, “una saturación de saturación” (p. 379). Bien pensado el asunto, Dios se asoma, se revela, hace presencia como “paradoja de paradojas” (p. 380) en la manifestación del Hijo. Pero ello es la alergia de las alergias, la madre de todas las alergias en el contexto de una autodescripción cultural ufanada de su libre pensamiento, la europea, que ha dejado tanto a la teología como a la criptoteología fuera de juego. Si la obra intelectual ha expulsado la imagen de la cruz del ámbito público (al menos así es la propaganda que corre a diestra y siniestra, en especial, a siniestra), está vedada su reentrada filosófica mediando velos que esconden su verdadera faz.

Aunque el fenómeno saturado parece escapar de cualquier anterioridad delimitadora, esto no significa la prescindencia sin más de horizonte, sino que ese tipo de fenómeno no se deja enmarcar por el binomio intuición-intención, ni por un Yo de factura fabulosa. Marion intentará bosquejar el fenómeno saturado a través de las categorías kantianas del entendimiento, empero, bajo la forma de su negación. Empecemos, siguiendo a Marion:

1. En cuanto a la cantidad, es inabarcable. Ciertamente, según Kant, la cantidad resulta de la composición del todo, partiendo de sus partes, implicando en ello dos cosas, la adición y las partes homogéneas que se adicionan, que nos permiten pre-ver un fenómeno. “Esta síntesis sucesiva permite reconstruir la representación del todo según la representación de la suma de sus partes” (Marion, 2005, p. 21). Pero el fenómeno saturado se impone por su exceso, y su exceso no va a resultar de la adición de partes homogéneas o de los quanta que, sumados, permiten preconcebir un todo. Desde la óptica de Marion, el fenómeno saturado es “inconmensurable, no mensurable (inmenso), desmesurado” (p. 21). Aparece y desconcierta como desafiando la regla de la síntesis sucesiva de partes finitas, sustituyéndola por una “síntesis instantánea” (p. 21). Es un fenómeno que nullam cum reliquis habet connexionem.

2. Según la relación, es absoluto. Es decir, queda sustraído a toda analogía de la experiencia, como si fuera una finitud allende la finitud, irrespetando así la unidad de la experiencia. Sólo respetando la unidad de la experiencia, refiere Kant, puede un fenómeno manifestarse, es decir, “ocupando un lugar en una red tan cerrada como posible de conexiones de inherencia, de causalidad y de comunidad, que le asignan un sitio” (Marion, 2005, p. 29). La pregunta que aflora es si todo fenómeno queda atrapado por la unidad de la experiencia. Desde la perspectiva de Marion, no. Cuando a un fenómeno toca el carácter de evento se despide de dicha unidad, pues éste, el evento, es “fenómeno no previsible (a partir del pasado), no exhaustivamente comprensible (a partir del presente), no reproducible (a partir del futuro), en suma: absoluto, único, adveniente” (p. 30).

3. Según la modalidad, inmirable. La desmesura del fenómeno saturado le impide caer en el plano objetual, ya que, justamente, impide al sujeto todo esfuerzo de constitución” (Marion, 2005, p. 37). El fenómeno saturado pre-prepara más bien la constitución del sujeto, que debe volver al fenómeno saturado en una diversidad de intervenciones hermenéuticas propensas a satisfacer la inquietud cognoscitiva del Yo. Yo disminuido hasta la saciedad gracias al fenómeno saturado, éste “escapa no tanto a la objetividad […] cuanto, más esencialmente, a la objetualidad” (p. 37), o sea, como objeto opuesto a la mirada de un sujeto.

 

El Yo convertido en mártir del fenómeno

 

Si existe una originariedad más originaria que el “Yo pienso”, reconocida en el “yo siento”, es la pasividad de una sensibilidad que es previa y anterior a la capacidad espontánea y creadora del “Yo pienso”. Por eso es que no se trata de una simple inversión de los términos entre sujeto y fenómeno, como si ahora al fenómeno le tocase el papel de sujeto, mientras que al sujeto el papel de fenómeno constituido desde el poder de la donación, es decir, desde el phainestai fenoménico, parido desde sí mismo a partir desde sí mismo. Porque el razonamiento sobre este tópico en Marion es claro y preciso, ya que, sin escabullirnos del marco conceptual kantiano, podríamos asegurar que el momento de la síntesis activa del Yo es posterior al de la recepción intuitiva requerida para que la síntesis sea posible. De manera que la inversión reposaría sobre una lectura kantiana, según la cual el primado no se halla en la actividad espontánea del “yo pienso subjetivo”, sino de una receptividad más originaria que define una afección primitiva del sujeto (Marion, 2008, p. 400). En consecuencia, no es ya el entendimiento el que antecede a la sensibilidad en la apercepción trascendental, sino al revés, es la pasividad sensible, quien recibe la donación, la que se muestra como el genuino a priori del discurso en tanto que, ante todo, y primero que todo, afecta al sujeto: sólo en el embarazo sensible, en la afección recurrente, es que la actividad sintética puede tomar su turno y actuar en consecuencia. La función originaria del Yo se mantiene, pero bajo la forma de la afección, no bajo la forma del pensar, que aparece ahora ante nosotros como secundaria y derivada de la antedicha afección. El origen no está en el pensar, el origen está más acá de él, en la pasividad originaria que permite la afección de una determinada donación. “En efecto, el Yo podría ejercer la función originaria tanto, e incluso más legítimamente, como un ‘yo soy afectado’ que como un ‘’yo pienso’” (p. 401). Así, pues, el fenómeno está allí para donarse y ser recibido en la pasividad sensible de un “yo siento”.

A lo anterior, Marion añade lo siguiente: reducido a su empiria más elemental, el Yo del “Yo pienso” llega siempre con retraso frente a aquello que ya siempre se le ha adelantado en la intuición sensible: la síntesis que el entendimiento produce en la diversidad intuitivamente entregada es siempre posterior a la actividad del “Yo pienso”; o el “yo pienso” se encuentra expectante ante un arribo sin el cual no podría ejercer la síntesis que se le atribuye. Entonces, por ende, “El primer acto –‘yo pienso’– sólo puede ‘acompañar’ secundariamente al arribo de la intuición. Así pues, depende de él” (Marion, 2008, p. 405), es decir, del arribo intuitivo. Existe, en consecuencia, una afección primitiva, primera y originaria suscitada en el sujeto antes del otro arribo, el arribo del “yo pienso”. La afección debe ejercer la obra de su instante para que el pensamiento, secundariamente, pueda llevar a efecto la suya. Solo según esta modulación, la modulación interpretativa que achica el Yo trascendental en provecho de un yo más modesto, procura la concepción de un asignatario, que no se encuentra desprovisto de síntesis o de actividad, pero cuyas actividad y síntesis dependen de un arribo primigenio. Si bien no deja de ser cierto que el Yo trascendental está como al acecho para la producción y precisión conceptual, no lo es menos que esa producción conceptual sólo resulta de un momento no conceptual que el mismo Yo tiene que articular desde sí, echando su luz sobre la opacidad de lo múltiple intuido, esa “esquizofrenia teórica” (p. 439) entre el yo empírico y el Yo trascendental que ha de ser neutralizada. En realidad, Kant se contagia de tal patología disociativa, impidiendo que la sensibilidad procure una determinación del Yo, volcado por completo a la razón pura, a la inteligencia meramente noumenal, como si la empiria ensuciara la universalidad que se tiene por objeto y destino de la inteligencia, incluyendo en ésta la ley moral, no sólo la ley que vale para la constitución fenoménica. Explica Marion que “Humillar [demütigen] equivale a deshacer el espíritu [Gemüt], deconstruir el ‘sujeto’ igual a sí mismo, imposibilitarle que diga “‘yo [me] pienso‘’ y que se crea de esta manera que se encuentra y que se funda” (p. 442), anticipando de esta manera algunos rasgos de eso que Marion ha bautizado como el adonado (p. 443).

 

El adonado: el sujeto que se recibe de lo que recibe

 

Marion ha querido expulsar al Yo de su soledad trascendental, para, de esta manera, condescendiendo al yo empírico, poder recibir una alteridad que de otra manera no aparecería. Empero, el aparecer fenoménico debe ser de tal magnitud cualitativa, intensiva, magnífica, que el Yo se vea incapacitado de abordar el océano sin orillas que se presenta ante él, impidiéndole la formación conceptual a la que siempre se encuentra dispuesto. El fenómeno saturado, paradoja, esa invisibilidad-visibilidad invencible resistida a los arrebatos conceptuales, alcanza a deponer el magisterio de un Yo en el cual la misma alteridad toma su forma subjetiva. Es como si el fenómeno permitiese la inversión por la cual la palabra se cede ante todo al phainestai fenoménico antes que a la capacidad sintética del sujeto. Utilizando una imagen bíblica podríamos aseverar que el Yo se inclina ante el fenómeno, expresándole sin rodeos: “hágase en mí según tu voluntad”.

A juicio de Marion (2008), un conjunto de aporías se mantendrá sobre el tapete siempre que se comience por el Ego, el Sujeto, el Dasein, todos ellos resumidos como principio de todo lo demás, como origen dimanante de lo que ellos no son, pero que son en gracia de ese principio (pp. 413-414). Para que no haya ni sustancia ni sustrato, ni siquiera en sentido lógico, parece que hay que rebasar un origen que nunca se da alcance a sí mismo, postulado firmemente como autoidentidad umbrátil capaz de regir los avatares del fenómeno. Demolido como autoidentidad y subsistencia, el Yo se inclina a la condición de asignatario urgido a la recepción de la facticidad misteriosa del deslumbramiento. La paradoja que lo desconcierta le permite salir de su estrecha ínsula gnoseológica, abriéndose a las amplias extensiones de un territorio ora inexplorado, ora nunca completamente conocido. Es justamente esa factura la que le pasa el acontecimiento en su arribo, la factura que rompe un encierro solipsista y la firmísima estructura de una sustancia, de manera que el Yo pienso y su actividad se ven antecedidos por una afección y su pasividad. Con ello no quiere decirse sino que el asignatario sigue siendo un sujeto, pero liberado de toda subjetividad sintética, porque ha sido emancipado de la producción fenoménica, de la responsabilidad de ser el punto–dimanante del mundo entendido objetivamente (p. 414). Estamos en las antípodas, en la experiencia de la contraexperiencia, en la acera opuesta a la de la síntesis. La constitución le viene al sujeto no desde sí mismo, sino desde fuera, sea en el descubrimiento que se ha hecho de la precedencia del fenómeno, incluso si éste es un fenómeno corriente, desprovisto de cualquier cláusula espectacular, sea en el tipo de fenómeno que no se deja abrazar dentro de los márgenes de una actividad sintética subjetiva, dentro de un horizonte de recepción. La postura de Marion, invirtiendo el proceso intencional, es consignar un fenómeno que se da, y en esa misma donación él se procura su propio asignatario: “la fenomenicidad no se comprende, sino que se recibe” (p. 418), sostiene Marion; pero no por no comprendida no es recibida ni deja de ser susceptible de un acogimiento al interior de una subjetividad ahora liberada del compromiso lógico de la síntesis.

Por consiguiente, ingresamos en las fronteras de una “contraintencionalidad” (Marion, 2008, p. 421) que somete al sujeto al imperio de esa afección primigenia: una palabra primera ha sido ya proferida antes de que mi palabra entre en juego. Cuando ella entra en juego, entonces es ya respuesta a esa primera llamada, ante cuya presencia no puedo permanecer en la integridad de mí mismo como si no hubiese sucedido. El sucesor del sujeto aparece como ése a quien se le consigna una palabra a la cual él responde, respondiendo siempre en diferimiento, con retraso, porque una voluntad, por así decir, sin ser voluntad, ya ha jugado sus cartas y ha afectado al otro, cuya jugada es subsidiaria. En otros términos, la llamada aparece en esa segunda actividad que no es sino su respuesta, la respuesta a la llamada: “la llamada se muestra en la respuesta” (p. 446), en “el retraso del responsorio” (p. 451). Si somos seres responsoriales es porque la afección cobra un rango primordial en un sujeto disminuido a la condición de asignatario, la única posible para que la individualización de ese mismo sujeto tenga lugar y oportunidad de producirse. El asignatario es un resultado, ya no es el sujeto que cobra y al mismo tiempo da el vuelto. No es el origen del mundo, como estando por encima de él. Según Marion, el fenómeno saturado invierte la intencionalidad, disminuye al sujeto tradicional, produce en él una afección de la cual él mismo se recibe: recibe una llamada que le permite recibirse de ella, esto es, individualizarse, singularizarse, hacer efectivo el principium individuationis, extraviado, por su parte, en el horizonte de la pureza nouménica: “Nace así el adonado, al que la llamada hace sucesor del ‘sujeto’, como aquel que se recibe enteramente de lo que recibe” (p. 423).

La substancia (así sea en su presunta y estricta condición de posibilidad lógica) ablanda en rigor su autoposición y unicidad, su autoidentidad firmísima, así como el nominativo se desplaza hacia la condición bien de dativo, bien de acusativo: no es un Yo autoidéntico lo que se halla a la base de la teoría que da cuenta de lo real, sino una subjetividad ya siempre previamente impactada por un suceso afectivo que la coloca en situación de relación y de respuesta. La soledad filosófica única se encuentra entonces acompañada y precedida por algo, ese algo que la depone de su habitual señorío. Así las cosas, el golpe de lo que llega, y que ha llegado siempre antes, transmuta al yo inmediatamente en un me, en un a quien; el paso del nominativo al caso de régimen (acusativo, dativo) invierte así la jerarquía entre las categorías metafísicas: la esencia individualizada (ousia prote, tode ti) no precede ya la relación (pros ti) y no la excluye ya de su perfección óntica; al contrario, la relación precede aquí a la individualidad (Marion, 2008, p. 424). El fenómeno saturado ha invertido la intencionalidad –“contra-intencionalidad” la denomina Marion al comentar a Levinas (p. 421)– y nos ha descubierto en régimen de vinculación, jamás en el espacio de una sobria soledad, como si fuésemos motores inmóviles a los cuales la realidad sensible no produce afección alguna. En cuando adonado, el sujeto, resemantizado en la contraintencionalidad, se recibe, cualifica y enriquece justamente con aquello que no puede pensar clara y distintamente, y que, no obstante, se le impone sorpresivamente: es “sor-prendido por una cierta supremacía” (p. 424), mientras tanto, esa misma sorpresa viene a contradecir “la intencionalidad, ese éxtasis conocido y cognoscente desplegado por el Yo a partir de él mismo” (p. 425). Stricto sensu, el Yo no emite la primera palabra, pues se encuentra con un mundo ya significativo, por lo tanto, llega siempre con retraso a una semántica que lo recibe. Se constituye en y por la palabra ya dicha, ya donada, ya proferida, jamás a partir de su propia soledad (baste con decir que ni siquiera los nombres propios son propios)[7]. El sujeto, pues, hereda un patronímico que sólo es suyo en la medida en que no es suyo y que no le es propio (p. 457): la identidad misma le adviene sin él y como desde fuera de él, lo que le proporciona una identidad familiar-nacional y una pertenencia que es suya en la medida en que no es suya, o sea, en la medida en que no es un acto suyo. Por eso insiste Marion en la mentira de la autoidentidad del sujeto, en cambio, “el reconocimiento de la inautenticidad fundamental, de la inapropiación originaria permite acceder a la verdad del adonado. Yo es otro –eso es decir poco–” (p. 456). “Yo soy por otrosparece ser una mejor descripción de la alienación fundamental inscrita en la inversión de la intencionalidad y, junto con ella, en la disminución del sujeto, ahora entendido como inauténtico en el sentido de postularse y constituirse en una auto-posición absoluta.

 

El responsorio del adonado

 

Hay que comprender que de lo que allí aflora no es la ausencia de conciencia, sino una conciencia que se auto-recibe de lo dado, esto es, del fenómeno que nunca se deja ver del todo, ni, mucho menos, cercar del todo. Pero la experiencia de su llamada, de la llamada del fenómeno, la experiencia del asombro y del desconcierto, no implica una anulación de la conciencia en cuanto tal, sino su propio movimiento hacia sí al interior de esa experiencia en que la inicial afección obrada por el desconcierto recibe de ella, de la conciencia, una determinada respuesta, un responsorio marcado por el horizonte en que la experiencia se ha desplegado: estético, ético, erótico, gnoseológico, teológico y, por qué no, místico. En realidad, hay una faceta mística en todo este asunto, por no explicable del todo, en la afección que concurre al establecimiento del propio asombro, lo cual equivale a afirmar, en los términos del autor, que el responsorio dará visibilidad al fenómeno saturado en una serie indefinida de implicaciones parciales y provisionales, pues la deficiencia del adonado, si se lo mide con el fenómeno, limita el acceso (o la producción) a una situación responsorial única que se haría cargo del fenómeno (Marion, 2008, p. 477). Esto, per deffinitionem, es imposible. En esa afección establecedora es precisamente la altura del sujeto la que viene a ser menoscabada por una intensidad que el Yo no sabe ni cómo medir ni cómo aprehender, pero a la cual no puede no responder, siempre y de alguna manera.

El Yo se viene a menos, inclinándose a su propia particularidad como un yo entre tantos, pero singularizado como ningún otro yo, del mismo modo como se singularizan los demás egos. Es ésta la coincidencia que existe entre yoes tan absolutamente diversos, exactamente su singularidad, el acto procesual de contestar a una afección de manera afinadamente individual, contestación que no se replica, debido a su irreductibilidad, en ningún otro interpelado. El riesgo de tomar la llamada en el propio responsorio significa asumir una actitud en la que nadie puede reemplazarme. El “heme aquí” (¡hineni!) de Levinas se reitera, suo modo, en la revisión fenomenológica de Marion y, como en todo “heme aquí”, la respuesta es siempre un riesgo, es más, es abrirse de par en par a un riesgo cuya apuesta paga quien involuntariamente abre sus más íntimas puertas: por allí podrán entrar la fragilidad, el gozo, el amor, el padecimiento, la piel, la riqueza de la vida, en última instancia, aunque ella –la vida– pueda ser continuamente traicionada o prostituida, con los gestos o con las palabras. También lo último enriquece en el dolor, pero la apuesta no pide ni una devolución ni una ganancia, pues no existe una prenda entregada como aval de un trato, así como tampoco una juridicidad infalible que garantizara los debidos retornos. No hay, entonces, intercambiabilidad en esta mieidad (Jemeinigkeit) radical, de allí que mi respuesta ante la afección suscitada en la paradoja del fenómeno saturado será tan singular como la singularidad de la que voy provisto.

Revestido de singularidad, a partir de ahora el sujeto se hará a sí mismo en la respuesta que otorgue al llamado de la afección, llegará a sí mismo en función del tenor de la respuesta que procure a la llamada, incluyendo una respuesta que sea la misma ausencia de respuesta, es decir, que la respuesta consista en una simple huida ante la interpelación suscitada que ha dado “la palabra a la llamada” (Marion, 2008, p. 453), permitiendo la respuesta originada su visibilidad, la visibilidad de la llamada, y la siempre instituida antelación de ésta (lo que funda la diferancia, el diferimiento, el rezago) con respecto al “responsorio” (p. 453). Al ingresar en el tiempo, al formular el responsorio desde una condición adverbial determinada, el adonado se historiza inacabablemente en su gozo y en su sufrimiento. Al hacerse respuesta de una solicitación inabarcable, ni la respuesta ni su sí mismo se satisfarán de una vez y para siempre, como tampoco en la sucesión continua de respuestas entregadas:

 

la historia del adonado radica en la suma de respuestas, que lo acercan y lo alejan a la vez de la llamada. […] Podemos, en efecto, considerar la llamada como el pasado inmemorial, pero también como el porvenir hacia el que remontan las respuestas y como el presente que convoca en cada instante al adonado”. (Marion, 2008, pp. 462-463)

 

¿Renace entonces el sujeto? Tal vez, pero en la pasividad. ¿Supera sus pretendidas destrucciones, se somete a las afecciones de este mundo? (Marion, 2008, pp. 497-498). Quizás, pero abandonando su espeso centro, cediendo la palabra a quien le ha sido arrebatada, o parcialmente confiscada, revinculándose a un mundo y encontrándose en continuo diferimiento con respecto a éste. ¿Es la donación el nuevo sujeto capaz de ocupar aquí el centro del que ha sido desplazado el Yo y sus síntesis, el Yo y sus horizontes, el Yo en su antelación absoluta con respecto a todo lo demás? Acaso lo sea, pero entendiendo que la conciencia no ha sido –ni será– jamás borrada, ni siquiera en la pasividad que se requiere para dejarse gobernar por el fenómeno.

En suma, “el adonado resulta al final el único maestro y sirviente de lo dado” (Marion, 2008, p. 494). El adonado se recibe involuntariamente en lo que acoge, se configura en el servicio, se hace en aquello a lo cual renuncia, es obligado a una diaconía. Diaconía apta para romper con la clausura imponente de un Yo que avanzaba, como fortaleza vaciada de todo, salvo de sí mismo, sobre el mundo, ámbito de una conquista. La penuria de intuición sensible deja al descubierto la riqueza de lo invisible que invita al adonado a hacerse a sí mismo en esa misma penuria. En efecto, es en la “derrota” (p. 488), en la resignación y en el ocaso del sí mismo pleno de voluntad donde radica la solidez del asignatario (adonado). Es como si un criptosacramento habitase sigilosamente en la intuición habitual, haciendo de ésta aquello que es incapaz de ser acogido por completo dentro de los límites de un Yo constituyente, Yo en el que diferencias no existen. Existen diferencias en un asignatario que se va haciendo a sí mismo de acuerdo con la manera como responde al sigilo abarcador del llamado. La situación responsorial nos pone de cara a la individuación, conforme a la respuesta que en cada caso se dé a los excesos. Rebasado por la saturación fenoménica, por los goces y sufrimientos “demasiado pesados” (p. 490), el adonado recibe la desmesura de la intuición: el testimonio del sufrimiento es siempre menos que el sufrimiento efectivamente padecido, bordear la muerte todos los días es menos un testimonio que una experiencia, y aquélla desborda la experiencia atestiguada de la muerte. Por eso es mejor, a veces, callar ante la eminencia no de los testimonios, sino ante aquello de lo cual el testimonio es apenas un pálido reflejo. Lo que satura no es el testimonio, sino la experiencia radical de habitar continuamente en el límite, entre la vida y la muerte, o entre la dicha y la incapacidad de decirla. Hay, pues, que recibir, más que constituir. O, al menos, en cuanto a los fenómenos desmesurados, hay que renunciar a constituir para así dejarse invadir por ellos. Según Marion, la filosofía de la donación acabaría con el sujeto y sus “recientes avatares” (p. 497), pero, como hemos visto, es una extinción muy particular, relativizada por el hecho de que la donación, en la pasividad, hace ser al sujeto aún más sí mismo. En efecto, el sujeto resurge de todas sus asumidas destrucciones y de todas aquellas precauciones que le permiten ser él mismo bajo el sello de la violencia y el dominio, pero bajo el influjo de un desplazamiento fundamental: no ser ya centro constituyente, sino centro beneficiario, el receptor de un legado invisible (p. 498), de un obsequio inmemorial. Con mucho tiento, hay que alegar aquí que el sujeto, entonces, resucita, o jamás ha fallecido, pues él se mantiene como un horizonte de atribución, pero que ahora no domina como un monarca absoluto. El sujeto sigue siendo un centro, indica Marion, siendo esto una condición irrefutable (p. 498), respondiendo de esta guisa a quienes asumen que el autor ha suprimido la conciencia y sus actos por completo, “pero se le refutará el modo de ocupación” (Roggero, 2019, p. 212). El centro no pertenece a ningún sujeto, a ningún origen originante, sino a un adonado, que es todavía capaz de recibir lo que sin mesura se da y cuyo privilegio (como figura constituida) es el de recibirse a partir de aquello mismo que recibe (desmesura de sucesivas saturaciones fenoménicas).

Conclusiones

 

Marion llega a reemplazar el Yo soberano y solipsista con un recipiente mucho más pasivo, el adonado. El reemplazo del soberano por el vasallo pasivo involucra en Marion no la destitución de la subjetividad, sino un modo diferente de concebirla, tanto a ella, como al objeto que debe presentarse a sí mismo, excediendo la capacidad de síntesis del sujeto. No se es ya el Señor del ente, sino pasividad, receptividad y afección ante un fenómeno saturante. En la pasividad, el Yo abdica tanto de su señorío como de sus antiguos derechos. La crítica de Janicaud a Marion insiste en que su pensamiento se orienta por y culmina en una inquietud teológica. La crítica del fenómeno saturado derivará, sostiene Janicaud, en la pretendida, pero falsa, liberación de todo tipo de horizonte. El Yo es disminuido e invertido en la aparición del fenómeno saturado, como si el poder de constitución ya no proviniese del sujeto, sino del objeto que supera las cláusulas de toda constitución finita. En cuanto al asunto de los límites subjetivos, juzga Janicaud que éstos no pueden sino ser inexorablemente indispensables: no puede existir un conocimiento sin límites, nada puede darse a la conciencia sin los límites en los que se represa aquello que se da. De acuerdo con Janicaud, invertir un horizonte no significa a la postre la liberación de las condiciones que impone un horizonte, de modo que lo sublime, tomado de Kant, y ejemplo en Marion de fenómeno saturado que neutraliza la actividad del sujeto, no puede producirse fuera de todo horizonte. De ser así, se produciría por fuera de la conciencia, asemejándose en consecuencia a la cosa en sí, cuya presencia no puede ser elucidada.

Sin embargo, la subjetividad no deja de crecer y de constituirse (de ser constituida) en esa inversión que se produce ahora entre el Yo y el fenómeno afectante (en términos de Marion, la donación). Incondicional, casi un absoluto, el fenómeno saturado no implica la desaparición del vínculo con la conciencia, mas dicho vínculo se esboza desde la magnitud de un apareciente que a ella se impone. El sujeto, nuevamente abajado (kenotizado), es la tierra de promisión para que el fenómeno se dé en su completitud, en la medida en que ahora no es preformado por una subjetividad. Éste sería un peculiar modus de ir a las cosas mismas, respetando con ello la propuesta central de la fenomenología, sin que por ello la conciencia quede fuera de juego, es decir, sin un retorno al estado precrítico de la filosofía, pues el fenómeno se da a alguien, que, impresionado hasta cierto punto, tiene que volver una y otra vez al mismo fenómeno, interpretando sin cesar su posible significado. El Yo se constituye, pero no desde sí mismo, sino a partir de la donación del apareciente que se muestra desde sí mismo, arrebatándole al viejo Yo la capacidad productiva de significaciones (Sinngebungen). El poder del self ha sido transferido desde sí mismo hacia las fuentes creadoras del mismo fenómeno. En el fenómeno saturado la excedencia modifica al Yo, mientras que la intuición saturante de este tipo de fenómeno provoca la sucesiva activación hermenéutica del afectado. En fin, es el sujeto quien viene después del sujeto. El sujeto, testigo del fenómeno saturado, da testimonio de lo que ve, pero lo visto no es inscrito –por desmedido– en la síntesis, por medio de reconocimiento a través del concepto. El testigo testifica, sabe lo que dice, acoge el fenómeno en la intuición, lo expresa en un testimonio, pero éste no lo capta en toda su profundidad conceptual, precisamente porque la significación es excedida por la intuición. El exceso intuitivo sobre la significación veda conocer adecuadamente, porque el testigo ve en demasía. Superabundante, la intuición no se inscribe en una síntesis a través del reconocimiento en el concepto. El conocimiento de la desmesura pasa por un cuerpo sucesivo de aproximaciones hermenéuticas para dar a entender lo que se ha hurtado al acto de síntesis cognoscitiva. La contraexperiencia de la saturación procura, así, la contraexperiencia de una nueva subjetividad. La anamorfosis (nueva forma) del fenómeno alinea al sujeto al fenómeno, más por disposición del fenómeno que por decisión del mismo sujeto, sometiéndolo a la modalidad del nuevo aparecer.

 

Referencias

 

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[1]  Abusar de los límites que caracterizan a la fenomenología significa desviarse hacia la prohibida dimensión de lo divino. Esta tendencia a violar el marco del phainestai, del aparecer, es cuestionado por varios autores contemporáneos. “El primero que puso en tela de juicio el valor fenomenológico de la nueva fenomenología francesa fue Dominique Janicaud, cuyo libro Le tournant théologique de la phénoménologie française, se volvió una referencia obligada en el estado de cuestión de la fenomenología francesa contemporánea. Publicada en 1991, la obra de Janicaud ciertamente tiene como proyecto más inmediato realizar un diagnóstico de una época. Con esa intención, reúne bajo una misma rúbrica los trabajos del último Merleau-Ponty, de Levinas, Henry, Marion y Chrétien. Todos ellos habrían utilizado su inicial formación en fenomenología como un trampolín hacia la trascendencia divina” (Szeftel, 2016, p. 33).

[2]  Coincidimos con Canullo (2009) cuando escribe que en estas nuevas fenomenologías (reconociendo así la diversidad existente), “no se intenta decir que Dios es, sino interrogar las formas en que esta pregunta puede realizarse, puede darse” (p. 80). Lo cual, nuevamente, puede suceder al seguir la corriente porque rebelarse contra corriente es la cuestión de Dios –rebelión que a su vez hace que las obras de estos autores sean –fenomenologías rebeldes–. Respetando las diferencias entre tales fenomenologías, “se les definirá con el adjetivo rebeldes para indicar que estas se renuevan y se sustraen a reducciones y restricciones temáticas demasiado simplificadas. Esta renovación se da gracias a la vitalidad de las cuestiones que afrontan porque en ellas se impone. Entre estas cuestiones también está la cuestión de Dios, cuestión rebelde ya en el fundador de la fenomenología” (p. 80). Es decir, esa diversidad de autores y las maneras de abordar el aparecer no pueden ser descartadas como si fuesen un bloque unitario de doctrina, tampoco se trata del Dios de la teología sobre el que reflexiona la metaphysica specialis, ni el Dios de una determinada devoción, sino de comentar el tipo de aparición concerniente a lo que podríamos denominar un absoluto intramundano, derivando así, especialmente en Henry, en una restauración de la metafísica, a saber, en una metafísica rebelde.

[3]  Hasta qué punto podemos los seres finitos llevar a cabo esta obsesión con los rostros que nos interpelan es una cuestión que dejo abierta. El samaritano que asiste al hombre herido y lo deja a cargo de un posadero, ¿puede brindar socorro a todos los prójimos necesitados que salen a su paso? Ciertamente, Deo gratias, la vida cotidiana está sometida a sobresaltos que no dejan indemne a quien recibe la visita de la demasía de un afuera, sin embargo, cabe preguntarse si el sujeto puede atender a cada rostro interpelante o a cada fenómeno extraordinario. El pensamiento de Levinas, bajo esta pregunta, se presenta como una ética sobre-exigente. ¿No habría que vivir más ordinariamente una vez que nos saturamos de excesos fenoménicos quae non videntur, sobresaltos y rostros marcados por una epifanía? ¿Pueden nuestras vidas soportar el hospedaje perpetuo de cierta calidad de fenómenos, asistiendo responsorialmente a ellos, o esta pretensión es ya, en sí misma, un exceso que se exige irracionalmente a la persona? Vivir al borde del estremecimiento es algo eventual (y no una constante) para los seres humanos. Vivir de continuo en la afección de lo irregardable, insupportable e invisable, también (Katz, 2019, p. 394). Ahora bien, la pregunta anterior no tiene mucho sentido si atendemos a la caracterización de que ciertas vivencias o eventos nos pasan, ya que no se encuentran sujetos a nuestra dimensión volitiva. Si un interpelado, según Levinas, no atiende al rostro que le solicita, ese interpelado, incluso en su negación voluntaria al Otro interpelante, ya ha sufrido el rigor de una interpelación, aunque ella no haya sido efectivamente respondida.

[4]  A juicio de Bassas Vila (2008) “pueden encontrarse huellas del lenguaje teológico en el léxico. El término ‘responsorio’ como una alternativa de ‘respuesta’, el campo semántico de la ‘llamada’ en el sentido de ‘vocación’, el verbo ‘estigmatizar’ aplicado a ciertos gestos limitadores de la metafísica, así como toda la dimensión del ‘abandono’, noción capital que subraya la finitud del ‘adonado’, nutren también el lenguaje fenomenológico desplegado en esta obra” (p. 25).

[5]  Canullo, expresa Roggero (2021), “destaca que el aporte fundamental de la fenomenologia rovesciata es señalar el carácter acontecial de lo dado” (p. 132).

[6]  “El icono ofrece finalmente una característica sorprendente (o más bien esperada): reúne en él las características particulares de los tres tipos precedentes de fenómenos saturados. Como el acontecimiento histórico, requiere una adición de horizontes y de narración, puesto que el Otro no puede constituirse objetivamente y adviene sin un fin asignable; el icono abre pues una teleología. Como el ídolo, el icono reclama ser visto una y otra vez, aunque bajo el modo de la resistencia incondicionada; ejerce como él (pero de una manera más radical) una individuación de la mirada que lo encara. Como la carne, finalmente, el icono cumple esa individuación que afecta al Yo tan originariamente que afecta su función trascendental; y la originariedad de esa afección la acerca tangencialmente a una auto-afección. En esta reunión de los tres fenómenos, en esta condensación de las paradojas en el icono vemos aflorar hermenéutica, individuación y auto-afección” (Marion, 2008, p. 376). En términos más breves, es la singularización progresiva y radical de quien recibe una cierta mirada por parte de la automanifestación fenoménica. El sujeto, ahora mirado, no puede escapar, argumentando una presunta autonomía, a lo que esa mirada que lo encara le suscita. Incluso en el desvío de la mirada, incluso en la huida ante la responsabilidad por el Otro que clama al cielo, la individuación propiciada por esa misma mirada ha cumplido su cometido, que no es cometido, ni causa, ni producto de una voluntad decidida a dar cumplimiento de un designio. Aquí el designio ocurre como un portento incausado, doloroso y gozoso, pero ocurre sin que nadie ponga las manos en obra para que eso ocurra deliberadamente.

[7]  Mutatis mutandis, tal vez estemos en el adonado encarando una cierta devaluación del tipo de sujeto al que, a menos teóricamente, nos hemos acostumbrado, el sujeto constituyente y, moralmente hablando, dominus sui actus. Es decir, estamos volcados a la actual moda post, en este caso, a la moda post-humana que “suscita al mismo tiempo, entusiasmo y ansiedad, respecto de una seria descentralización del Hombre, primera medida de todas las cosas. Existe una difusa preocupación sobre la pérdida de importancia y supremacía que está afectando a la visión dominante del sujeto humano, y al campo de estudio contiguo a él, o sea, las ciencias humanas” (Braidotti, 2015, p. 9). Parecen estar amenazadas las instituciones fundadas en el saber ilustrado, las Universidades, sometidas a la lógica mercantil, así como el currículo en el cual las Humanidades gozaban de esplendor. A las puertas de la Filosofía parece haber tocado una cierta evasión esteticista y un olvido de su papel crítico en la esfera público-política. Los distintos carismas, incluyendo los religiosos, se han ido reduciendo paulatinamente a las nociones de mercado, emprendimiento, eficiencia, calidad, ajustándose al corsé tecnocrático que transforma a la misma educación en una fuente de negocios. Dominadas por el antropocentrismo, las ciencias humanas parecen desfasadas con respecto a la realidad actual, dicho centrismo “es sustituido por esta compleja configuración del saber dominado por los estudios científicos y tecnológicos sobre la información” (p. 144). Con ello llegamos en lo que estamos, la crisis del “excepcionalismo humano” (p. 145), dadas la necropolítica y tecnopolítica de las prácticas gubernamentales allende las fronteras de los Estados, el manejo de los datos de las personas y las fuerzas productivas expandidas a escala global por el capitalismo cognitivo.