La sexualidad humana: acercamiento a un enfoque ontológico y antropológico

 

Human sexuality: an approach to an ontological and anthropological perspective

 

Guillermo Salinas

Universidad Católica de Córdoba, Córdoba, Argentina

guillermosalinas@ufasta.edu.ar

ORCID: 0000-0001-6227-1576

 

Araceli Pardo

Universidad Nacional de Mar del Plata, Mar del Plata, Argentina

aracelijazminpardo@gmail.com

 ORCID: 0009-0001-7149-4031

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt54.27.2024.235-274

 

Resumen: La sexualidad humana es uno de los grandes temas en consideración en nuestra sociedad actual. Tanto en el campo de las neurociencias como en el de la filosofía y las ciencias sociales se han realizado diversos estudios que intentan esclarecer el significado de la especificidad sexual humana (femenina o masculina). Sin embargo, estos enfrentan múltiples obstáculos al tratar acerca de las últimas causas del fenómeno de la sexualidad. Atendiendo a las contribuciones del filósofo argentino Juan José Sanguineti, se ofrece una aproximación filosófica que busca ser holística a partir de una perspectiva realista y en diálogo con los aportes neurocientíficos. De este modo, se brinda un tratamiento filosófico de las dimensiones de la persona humana, desde su base biológica hasta su vida espiritual.

 

Palabras clave: filosofía de la mente, neurociencias, feminidad, masculinidad, dimorfismo sexual cerebral, problema mente/cuerpo

 

Abstract: Human sexuality is one of the great topics under consideration in our current society. Various studies have been carried out that attempt to clarify the meaning of human sexual specificity (female or male) both in the field of neuroscience and in that of philosophy and social sciences. However, they face multiple obstacles when dealing with the ultimate causes of the phenomenon of sexuality. Taking into account the contributions of the Argentine philosopher Juan José Sanguineti, a philosophical approach is offered, which attempts to be holistic from a realistic perspective and in dialogue with neuroscientific contributions. In this way, a philosophical treatment of the dimensions of the human person is provided, from its biological basis to its spiritual life.

 

Keywords: philosophy of mind, neurosciences, femininity, masculinity, cerebral sexual dimorphism, mind/body problem

 

Recibido: 05/03/2024

Aceptado: 07/05/2024

 

Introducción

 

La sexualidad humana es uno de los grandes temas en observación dentro de nuestra sociedad actual. De esto dan cuenta la numerosa cantidad de publicaciones que tratan esta temática desde perspectivas filosóficas, sociológicas, etnológicas, culturales, biológicas y neurocientíficas. Tampoco es posible ignorar los estudios y ensayos que, desde variados enfoques (por ejemplo, feminismo), señalan a la sexualidad y apuntan hacia la especificidad sexual para luego reconocer y denunciar las diversas injusticias sociales que existen a su alrededor.

Tanto desde dentro como desde fuera de las teorías de género, la identidad de las especificidades sexuales humanas, esto es, la masculinidad y la feminidad, han sido puestas fuertemente en duda. En medio de las disputas biológicas y sociológicas en torno a la problemática nature/nurture (biológico, innato/sociocultural, adquirido), consideramos pertinente subrayar que la experiencia de la propia identidad sexuada no se cifra en una diferencia únicamente biológica y fisiológica, “sino que atañe a toda la experiencia de autoconciencia del individuo” (Di Pietro, 2005, p. 20).

Esta experiencia tiene lugar en el trayecto vital de la persona humana. Su desarrollo y desenvolvimiento como dinamismo vital existencial exige confrontarse a sí mismo en “la estructuración de su propia identidad, o la capacidad de autorrepresentarse y percibirse como sujeto unitario con características/cualidades estables, permanentes y distintas de los otros” (pp. 28-29). Este proceso gradual y permanente de adquisición de conciencia y responsabilidad de sí mismo, al que con justicia podemos llamar formativo (madurativo/educativo), manifiesta la necesidad individual y personal de concebir al ser humano en toda su amplitud y complejidad. La sexualidad se encuentra implicada en la propia formación tanto como configuración personal individual con la que partimos y atravesamos nuestro trayecto histórico de vida, como en cuanto concepto que poseemos y nos ofrecemos a nosotros mismos.

Es así que el individuo humano en su vida particular, y la filosofía en su horizonte universal, deben interesarse en una mayor comprensión de la complejidad psicosomática sexual de la persona humana. Lecturas o interpretaciones fragmentarias, parciales o reductivas no pueden ser aceptadas. “Reducido a la sola dimensión genital, la sexualidad pierde su significado propiamente humano, así como pierde la complementariedad entre los sexos” (p. 33). Sin embargo, al tener en cuenta los factores biológicos y ambientales, se hace presente la dificultad que conlleva determinar cómo interactúan o se condicionan entre sí. Aun así, “se considera en todo caso incorrecto enfatizar un factor al punto de excluir al otro, así como radicalizar el contraste entre naturaleza y cultura” (p. 32)

Por ello, evitando las visiones biologicistas o sociologistas, consideramos pertinente realizar una aproximación a un enfoque ontológico y antropológico integral de la sexualidad humana. Una mirada holística se torna conveniente, de manera que pueda darse cuenta de los dinamismos neurofisiológicos (neurales, biológicos, fisiológicos), psíquicos (cognitivos, afectivos, conductuales) y personales (espirituales, morales, interpersonales-comunitarios). Así, no será admisible ningún tipo de monismo materialista, ni dualismo antropológico, en los que parecen recaer los determinismos biológicos y culturales. Por el contrario, esto nos conduce a la problemática antropológica y de filosofía de la mente y las ciencias cognitivas en torno a la relación mente/cerebro (o alma/cuerpo).

En nuestro tratamiento, tomaremos como punto de partida las contribuciones ofrecidas por el filósofo argentino Juan José Sanguineti en materia de filosofía del hombre, de la mente y de las neurociencias. Seguiremos sus afirmaciones en torno a la sexualidad humana desde su mismo enfoque filosófico (holista, hilemórfico, realista), atendiendo a su propuesta antropológica de los niveles ontológicos de la persona humana (ofrecida en varios de sus textos). Intentaremos delimitar la naturaleza de la especificidad sexual humana, en primer lugar, esclareciendo su lugar epistemológico, para luego describir su dinamismo psicosomático en las dimensiones orgánica, neurofisiológica, psíquica intencional y personal espiritual.

Juan José Sanguineti (Buenos Aires, 1946) es Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra con su tesis acerca de la estructura del cosmos en el pensamiento de santo Tomás de Aquino. Es presbítero de la Iglesia católica, incardinado en la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Asimismo, es Doctor en Ciencias de la Educación y obtuvo la Licenciatura en Derecho Canónico. Ha sido docente de Filosofía del Conocimiento, Filosofía de la Ciencias, Lógica, Filosofía de la Naturaleza, entre otras asignaturas, en diversas universidades americanas y europeas. Es autor de veintitrés libros (entre ellos, Filosofía de la mente. Un enfoque ontológico y antropológico y Neurociencia y filosofía del hombre) y más de ciento cuarenta artículos científicos.

 

El abordaje holístico de la sexualidad: intersección epistemológica interdisciplinar

 

Abordaje holístico e interacción interdisciplinar

 

Así como los estudios acerca del ser humano se conforman desde diversas perspectivas científicas y epistemológicas que abordan al anthropos, del mismo modo ocurre con la sexualidad humana. Múltiples estudios publicados recientemente en torno a la diferencia sexual entre varón y mujer se inscriben en el debate entre lo biológico y lo cultural: por un lado, es encomiada la antropología biológica por contribuir a las neurociencias con elementos ontológicos y teórico-metodológicos (González et al., 2023); por otro lado, otros autores advierten que la mayor parte de los estudios sobre diferenciación sexual cerebral están caracterizados por su punto de partida basado en presupuestos culturales. Estos serían aplicados a posteriori en el fenómeno tratado a fin de obtener las conclusiones previamente deseadas (Fausto-Sterling, 2006).

Una de las teorizaciones respecto de lo humano que ha prevalecido desde la segunda mitad del siglo pasado hacia aquí, es el denominado estructuralismo o constructivismo social o cultural. Este tipo de postulados teóricos –asociados, por ejemplo, a conceptualizaciones psicoanalíticas, sociológicas y existencialistas del ser humano– suele vincular la conformación de la sexualidad a la autoconciencia, los mecanismos psíquicos –afectividad, pulsiones–, la interacción social y las condiciones materiales de cada sujeto –sociales, económicas, políticas– (Cueto, 2004; Kuasñosky y Leschziner, 2004). En este sentido, suelen figurarse elementos psíquicos –cognitivos, afectivos y conductuales o fenomenológicos– (Young, 2005) como la autopercepción, el autoconcepto, la afección sexual y los roles sociales –sexualmente divergentes o de género–. Asimismo, componentes biológicos son referidos. Sin embargo, gran oscuridad se ofrece en cuanto a la vinculación entre cuerpo (cerebro) y mente y su impacto en el dinamismo psicosomático de la persona humana. Más bien, se presenta un reducto humano, resultado de una construcción retroalimentativa entre subjetividad apriorística y experiencia social.

Otra de las teorizaciones eminentes, originadas bajo los nuevos hallazgos y posibilidades de las neurociencias del siglo XX, es la posición biologicista, en menor o mayor medida asociada a las reducciones de lo humano a lo biológico (nature), a lo cerebral (brainhood) o a lo ambiental (nurture).

Históricamente, el estudio de las diferencias sexuales estaba orientado hacia la comprensión de los procesos que regulan los desarrollos reproductivos divergentes de varón y mujer, es decir, la diferenciación sexual era tratada como subcampo de estudio de la biología de la reproducción. Estos estudios dieron lugar a teorías generales respecto de la diferenciación sexual basadas en las diferencias moleculares entre los dos sexos. A su alrededor se ha generado un gran debate acerca de los factores relativos a las determinaciones naturales y culturales de la diferenciación sexual cerebral (Arnold & McCarthy, 2016; Ristori et al., 2020).

Más recientemente, junto al crecimiento de trabajos respecto a lo cerebral, se ha dado lugar a la idea de que los procesos cotidianos fisiológicos y conductuales son también sexualmente dimórficos (Arnold & McCarthy, 2016, p. 2167). También, biólogos y fisiólogos han encontrado que las diferencias sexuales se encuentran en otros miembros y funciones del cuerpo. Esto es sugerido, por ejemplo, por la incidencia y progresión de enfermedades que difieren en los dos sexos. Por ello, las teorías biológicas tradicionales en torno a la diferenciación sexual por procesos moleculares están siendo puestas a prueba para dar cuenta de dinamismos fisiológicos y áreas anatómicas orgánicas y cerebrales no-reproductivas. En pocas palabras, la investigación se ha enfocado mayormente en la neuroanatomía y el dimorfismo sexual cerebral en atención a la influencia y rol formativo de ciertos genes y hormonas sexuales (Ristori et al., 2020).

Al mismo tiempo, el estudio de la diferenciación sexual en el cerebro está avanzando a nivel molecular, celular y de circuitos y conexiones neurales, a fin de una mejor comprensión de cuáles son los procesos neurológicos diversos en ambos sexos y cómo estos son diferentemente afectados en la conducta y el funcionamiento neurales (Arnold y McCarthy, 2016, p. 2167). Asimismo, el interés en los factores epigenéticos ha cambiado rápidamente los modelos de diferenciación sexual.

Así, elementos epigenéticos y factores ambientales están siendo fuertemente considerados en el nuevo modelo de diferenciación. Aún el nivel hormonal, cromosómico, genético y epigenético obtiene mayor relevancia, pero los estudios ya se orientan hacia la apreciación del sistema interaccional complejo que influye en el proceso de especificación de la masculinidad o la feminidad. Por ejemplo, Bocchino (2006) destaca la relevancia de los factores psicosociales, culturales, sucesos biográficos, expectativas y valores familiares y del entorno, puesto que estos influyen en la estructuración del aparato psíquico y el desarrollo de la identidad “junto con y más allá de los factores genéticos y hormonales” (p. 174).

En la actualidad, el acercamiento neurocientífico acostumbra atender a que es “lógico inferir que si mujeres y hombres presentan diferencias conductuales y cognitivas, dichas diferencias también deben presentarse a un nivel anatómico, bioquímico, histológico y fisiológico en el SNC [sistema nervioso central]” (Parra Gámez et al., 2009a, p. 178). Un ejemplo de esta inferencia que liga los dinamismos cerebral y psíquico, bajo comprensiones y metodologías biológicas, es la hipótesis que busca explicar las razones por las que las mujeres rememoran sus vivencias emocionales con mayor intensidad y facilidad que los varones. Esta “se basa en que las regiones cerebrales involucradas en el origen de las reacciones somáticas en las mujeres coinciden con las que tienen que ver con el procesamiento de la memoria emocional” (Parra Gámez et al., 2009a, p. 180; Cahill et al., 2001, pp. 1-9). La comprensión antropológica que se presenta aquí es aquella que posibilita entender a los dinamismos neurofisiológicos como “el substrato anatómico del desarrollo psicosexual” (Ristori et al., 2020; Fisher et al., 2018, pp. 3-13).

La vinculación establecida entre eventos físicos (neurofisiológicos) y psíquicos (cognitivos, afectivos, conductuales) puede tomar fórmulas más o menos fuertes. Dada la diferencia observable –incluso en la vida cotidiana– de estos segundos eventos entre varón y mujer, se han propuesto diferencias en lo cerebral más rígidas –ejemplo, la teoría de los cerebros masculino y femenino de Louann Brizendine (Bargas, 2015)– y otras más flexibles (ejemplo, el modelo del cerebro mosaico). La aproximación biologicista a la sexualidad no olvida factores genéticos, hormonales, químicos, psicológicos y ambientales que construyen “el sustrato biológico que media y permite la expresión polimórfica de nuestra sexualidad” (Jorge-Rivera, 1998, p. 10).

Sin embargo, esto no confirma que sea posible determinar de manera total y global, desde el modelo científico, la naturaleza de estas influencias en el establecimiento del dimorfismo sexual en la persona humana. Un ejemplo de esto último lo presentan las vinculaciones entre neurociencias y educación, al lograr demostrar que la evidencia empírica de las neurociencias es insuficiente para abordar ciertos aspectos de la vida humana (Medina-Vicent y Reverter-Bañón, 2018). En resumen, la perspectiva biológica no nos provee de claridad suficiente para comprender la sexualidad en términos humanos holísticos, ya que los alcances de su metodología no permiten esclarecer la vinculación o interacción entre los eventos psíquicos y los neurofisiológicos.

Las neurociencias, junto a la filosofía y el conocimiento ordinario, constituyen tres instancias válidas, irreductibles e insustituibles que mantienen relaciones interactivas entre sí, pudiéndose volver, por tanto, complementarias (Sanguineti, 2014b, p. 19). En este sentido, una posición neurocientífica corriente se presenta como reductivismo fuerte o eliminativismo (Sanguineti, 2015, pp. 383-386), que sitúa a la filosofía como una propedéutica o fase a superar por la investigación científica; contra sus pretensiones, es inconsistente, puesto que su punto de partida es ya un posicionamiento filosófico del que depende (Sanguineti, 2014b, p. 20). La neurociencia descubre, como hemos mencionado hasta aquí, correlaciones causales entre eventos neurales y psíquicos. Así, nuestra materia de reflexión nos implica en el problema del estatuto epistemológico de las neurociencias (p. 24).

La neurociencia trabaja en un campo caracterizado por lo psicológico y lo neural, se trata de un estatuto neuropsicológico puesto que se dedica a un ámbito psicosomático (pp. 24-25). No es psicología en tanto tratamiento de fenómenos psíquicos, sino en cuanto atiende a su base neural, mientras que la psicología los estudia con independencia de su soporte neural. Aquí puede hallarse una “complementariedad entre neurociencia y psicología, que a su vez implica una ulterior complementariedad entre estas disciplinas y la antropología filosófica” (p. 25), así como con la biología evolutiva, la lingüística, la ética, entre otras. Sin embargo, el desenvolvimiento histórico de esta complementariedad dependerá del caso estudiado, puesto que todas estas disciplinas implican un enfoque parcial. La causalidad neural de los actos psíquicos no es capaz de explicar totalmente al mismo acto psíquico causado.

Esta compleja totalidad unitaria psicosomática y sistemática que es la persona humana exige “mantener la pluralidad de niveles epistemológicos explicativos, pues de hecho hay muchos niveles ontológicos y causales en la realidad” (p. 28). Sin dudas, la neuropsicología contribuye con informaciones valiosas para la filosofía del hombre y de la vida en general, por ejemplo, con sus explicaciones significativas, aunque parciales, acerca de los procesos cognitivos, apetitivos y conductuales en su variedad, tipología, funciones e interacciones con otros procesos y patologías. Sin embargo, la neurociencia no tiene, en virtud de su método, un alcance hacia valores éticos, determinaciones esenciales respecto de la naturaleza cognoscitiva humana (inteligencia) o la personalidad humana en sí. Asimismo, no puede orientar su horizonte de observación hacia lo inteligible no-observable, como es el espíritu humano. Puede colaborar a “enriquecer, precisar, ajustar y eventualmente corregir las especulaciones filosóficas relativas a su campo de estudio” (p. 31). Mas todavía guarda relación con la experiencia común y cotidiana, con sus convicciones antropológicas y éticas, así como con ciertos postulados filosóficos presupuestos.

La filosofía puede asumir que “el modo de manifestarse de la verdad en cada ciencia debe ser conveniente a lo que cae bajo la materia de esa ciencia” (Sanguineti, 2019, p. 79). Es aceptable que no se da certeza ni puede exigirse del mismo modo en todos los discursos relativos a alguna temática sobre la cual razonamos. Al tratarse acerca de la persona humana, es posible y adecuada la inserción de los estudios en metodologías con una perspectiva filosófica que acepte los conocimientos científicos como seguros: “una de las tareas de la filosofía es la de dar una interpretación de fondo de los resultados científicos” (p. 121). Estos no pueden demostrar bajo su propio método las afirmaciones filosóficas como una comprobación empírica de estas últimas, sino que la verificabilidad de las ciencias debe entroncar, como en el caso de una teoría general sobre la sexualidad, con una filosofía de la sexualidad en cuanto orientada a los juicios más generales que pueden realizarse acerca del ser humano, puesto que esto exige una comprensión intelectiva de su naturaleza (Sanguineti, 1985, pp. 100-101). La interacción interdisciplinar entre filosofía y ciencias cognitivas debe, por derecho, ampliarse y mejorarse.

La articulación entre filosofía y ciencias particulares puede realizarse bajo tres funciones filosóficas específicas. En primer lugar, la función hermenéutica o de esclarecimiento del sentido de las contribuciones científicas, en una significación inherente a los contenidos de estos últimos y en otra asociada al conocimiento esencial total (general, necesario y universal, ejemplo primeros principios y causas últimas de los seres) del objeto material tratado (Sanguineti, 2019, p. 38). La función fundativa, en segundo lugar, hace corresponder a la filosofía el estudio de los presupuestos ontológicos, epistemológicos y éticos de la ciencia, para que puedan así ser extendidos y agudizados los progresos científicos (p. 39). Por último, la función crítica de la filosofía es benéfica para el autoconocimiento mutuo entre las ciencias por medio del diálogo. Esto admite cierta contingencia histórico-cultural de los datos científicos y cierta variabilidad de adecuación según la complejidad de las realidades estudiadas (p. 41).

Esta interacción no confunde metodologías diferentes, sino que ofrece “un cuadro de conjunto de la inteligibilidad del cosmos que él [el científico] investiga parcialmente” (Sanguineti, 1988, p. 15), así como un sentido propio “al objeto formal constitutivo de cada ciencia positiva” y una orientación epistemológica particular para los procesos del trabajo científico mismo. La explicitación y ahondamiento sistemáticos, en los aspectos filosóficos conceptuales fundamentales de los aportes científicos, se torna necesario para evitar simplificaciones y desviaciones (Sanguineti, 2019, pp. 40-41). En este sentido, el punto de partida epistemológico asumido puede, por derivaciones lógico-conceptuales, producir un alejamiento respecto de la experiencia y la racionalidad. Por otro lado, la mayor complejidad de los seres propone obstáculos para ciertas metodologías científicas empíricas, requiriéndose un diálogo con los conocimientos que se posean respecto de las causas intrínsecas y extrínsecas a partir de la rigurosa reflexión, definición y delimitación demostrativa según su necesidad y universalidad. Esto posibilita en verdad una posición epistemológica holística con la que desarrollar un enfoque ontológico y antropológico de la sexualidad humana.

 

Hacia la delimitación de la especificidad sexual

 

En los diversos estudios acerca de la especificidad sexual (masculinidad, feminidad) suele utilizarse el concepto de diferenciación sexual como noción amplia que engloba distintos tipos de diferencias encontradas entre varón y mujer, asociadas tanto a miembros corporales que están vinculados a la reproducción, como a otros que no lo están. La diferenciación sexual es definida usualmente como el proceso biológico por el que los dos sexos desarrollan diferencias en algún aspecto.

En cuanto a las diferencias neurofisiológicas, estas pueden ser distinguidas en tres tipos. El primero de ellos es el dimorfismo sexual, que refiere a diferencias en términos morfológicos, fisiológicos y comportamentales (Arambula & McCarthy, 2020). Dimorfismo (gr. dimorphos) designa variedad morfológica cerebral en razón del sexo (asociado al sustrato anatómico del desarrollo psicosexual, mas no diferencias en habilidades (Ristori, 2020). Este último término suele oponerse al diergismo: resultado del primero, que expresa diferencias en el desenvolvimiento de las funciones y conductas (Parra Gámez et al., 2009a, p. 177; Fox & Tobet, 1992). La diferencia sexual cerebral se asocia a su base estructural celular-molecular y al desarrollo estricto en el espacio y tiempo de los procesos moleculares-celulares, junto a los influjos de estímulos ambientales que constituyen la estructura hipercompleja de las regiones del SNC (Arambula & McCarthy, 2020; Martínez et al., 2013, p. 13). La diferenciación puede verse manifiesta en el mismo proceso de autoorganización: se expresa, por ejemplo, en la regulación del número de células en cuanto mecanismo de estructuración biológica, por ejemplo, en la proliferación celular regulada por el individuo sexualmente especificado; esto ha sido asociado a la neurogénesis (Arnold & McCarthy, 2016).

El segundo tipo de diferencia, asociado al diergismo, es la convergencia o compensación, por el que los dos sexos convergen al mismo punto de llegada desde diferentes puntos de partida. Es comprendido como una diferencia compensatoria el fenómeno en el que tanto varones como mujeres despliegan el mismo comportamiento o proceso fisiológico con procesos neurales subyacentes diferentes según el sexo. La memoria y el recuerdo como procesos neuropsicológicos son un ejemplo en que ambos despliegues son el mismo proceso psíquico, pero bajo dinamismos diversos (Arambula & McCarthy, 2020).

El último tipo de diferenciación sexual es el del comportamiento que, tomado en razón de su base neurobiológica orgánica que lo regula, es asociado a las diversas estructuras cerebrales –conductas y tendencias sexuales– (Pallarés Domínguez, 2011, p. 20). La conducta social, la respuesta al estrés y la ansiedad, la sensibilidad ante el dolor y la adicción a ciertas drogas están relacionadas a diferencias comúnmente evidenciadas entre sexos (Arambula & McCarthy, 2020).

El resultado suele ser modelos cerebrales que, bajo una presentación simplificada, pueden ser recuperados de la siguiente manera: modelo simple o diferenciación sexual a partir de hormonas; modelo complejo o diferenciación sexual a partir de factores hormonales, genéticos y ambientales; y modelo mosaico o fuerte variabilidad de la masculinidad y la feminidad dispuestos en diversos grados en cada organización cerebral individual, según la estructuración molecular específica de cada individuo humano (Joel et al., 2019).

En términos filosóficos clásicos, la sexualidad como diferenciación entre varón y mujer ha sido considerada en relación con la identidad ontológica de la persona humana. Los órganos sexuales como parte de la sustancia del ser humano y en cuanto lugar de su potencia generativa, son parte de la corporalidad orgánica humana que es raíz de la sexualidad (Echavarría, 2019, p. 351). De este modo, la diferenciación de varón y mujer no se produce por una distinción esencial, puesto que, de ser así, esto comportaría dos especies diferentes dentro de un mismo género, es decir, una especie varón y una especie mujer dentro de un único género humano. Por el contrario, “varón y mujer comparten la misma esencia; en este sentido las diferencias sexuales son accidentales” (pp. 351-352) y, en específico, son un accidente propio, es decir, aquel que, dependiendo por necesidad natural a la esencia específica del individuo, no es constitutivo de la esencia de este, sino que de esta emana[1]. Esto condice con lo expresado por Sanguineti (2018) acerca del proceder esencial de la diferenciación sexual (p. 65). Asimismo, al tratarse de la misma corporalidad humana en cuanto configurada de un modo específico, no se trata más que de un accidente lógico, que distingue de razón aquello que es en realidad miembro de un todo sustancial como los órganos sexuados en el individuo humano (Echavarría, 2019, p. 353).

Actualmente sabemos que las diferencias sexuales no se presentan únicamente en ciertos órganos, sino que se manifiestan en diversos aspectos del organismo, incluidos la organización y funcionamiento de los sistemas neurológico y endocrino junto a variadas características psicológicas individuales. Por ello, atendiendo a la unidad sustancial de cuerpo y alma espiritual que es el ser humano, seguimos las consideraciones ontológicas mencionadas, a fin de establecer un acercamiento a la sexualidad humana considerando el aporte biológico-neurológico y el filosófico. En este sentido, la vinculación cuerpo/alma o cerebro/mente que define la comprensión antropológica esgrimida, supone la posibilidad de distinguir también la existencia de una mente masculina y otra femenina.

En primer lugar, debemos afirmar que la mente tomada in abstracto, en tanto elemento compositivo determinante de la naturaleza humana, no puede ser masculina o femenina. Sin embargo, tomando al individuo humano en particular podemos afirmar, junto a la experiencia cotidiana y las ciencias particulares, que se da una diferencia psicológica y orgánica, entre tales o cuales varones y mujeres. Para comprenderlo, las aseveraciones del filósofo argentino Juan José Sanguineti en torno a la sexualidad humana y los niveles ontológicos de la persona humana son capaces de esclarecer el modo en que esto acontece. Inscripta así en una perspectiva ontológica hilemórfica, es decir, que considera a la mente (alma) como forma del cuerpo, se posibilita mencionar estos niveles ontológicos como el tratamiento del ser humano, en términos análogos, según sus diversos dinamismos causales somáticos, psicológicos y espirituales (la mente espiritual o trascendente).

 

La sexualidad desde la perspectiva de las dimensiones ontológicas del ser humano

 

Los cuatro niveles ontológicos distinguidos por el pensador argentino se imponen como modos de conocer específicos a partir de modos de ser naturales (Sanguineti, 2014b, p. 164). Se trata de los grados del ser: el estrato inorgánico, el de la vida vegetativa, de la vida sensitiva y de la vida racional humana. En ellos se expresa una jerarquía y gradación según las perfecciones naturales en modo diverso y complejo (p. 165). Los primeros estratos, que son los inferiores y más simples, funcionan como miembros de la materialidad de los superiores o más complejos, adquiriendo alteraciones en múltiples caracteres. Las dimensiones, niveles o estratos superiores formalizan los inferiores, actuando sobre ellos al modo de una información, estructurando y otorgando funcionalidad a la dimensión material inferior. Esta última, a su vez, no es prescindible, sino necesaria al modo de una sustentación analógica esencial, pudiendo también separarse y desenvolver sus propiedades (p. 169).

Es en este sentido en que el ser humano es sustancia orgánica que posee una constitución unitaria hilemórfica y una estructuración resultante de un “proceso espontáneo natural llamado auto-organización, que hace que las partes se agrupen de un modo selectivo preciso para constituir la unidad substancial” (p. 168). De esta manera, se presentan distintos tipos de interacción entre los grados o niveles ontológicos del ser humano, puesto que hay vinculación tanto entre sus partes constitutivas como con los individuos o grupos de otros niveles (p. 166). Luego, por ser el primer nivel el del grado de lo inorgánico, podemos decir que, en relación a nuestra materia de trabajo, la primera dimensión debe ser entendida en vinculación a la dimensión siguiente, o sea, el viviente orgánico, que incorpora en sí como un complejo total y estructura nueva emergente al estrato previo. Este es, por tanto, el estrato fisicoquímico constitutivo que es base y sostenimiento de todo funcionamiento orgánico (p. 166; Sanguineti, 2019, p. 131): se trata, en cierto sentido, de la corporalidad dimensiva, objeto material de las ciencias naturales. Por consiguiente, comenzaremos por mencionar qué es afirmado respecto de la diferenciación sexual en el ámbito neurobiológico, es decir, en el campo de la dimensión orgánica primera, neurovegetativa o biológico-estructural de la persona humana.

 

La dimensión neurovegetativa o biológico-estructural de la sexualidad

 

Determinación biológico-evolutiva de la sexualidad: aspectos filogenéticos

 

La determinación de la sexualidad en la persona humana está biológicamente vinculada tanto al proceso ontogenético como al filogenético. Ambas miradas acerca de lo humano proveen de conocimiento útil para el tratamiento filosófico en esta materia. Sin embargo, las dos visiones son fragmentarias y, hasta cierto punto, deudoras de un posicionamiento filosófico previo, puesto que es posible interpretar los datos biológicos en un nivel filosófico e intentar sustentar diversas posiciones respecto de la humanidad a partir de aquellos.

En primer lugar, desde una perspectiva filogenética, la diferenciación sexual, como proceso biológico complejo y presente también en la anatomía cerebral, está relacionada con el desarrollo coevolutivo del ser humano (Burgaya-Márquez, 2019, pp. 125-126). En esta vinculación, se atiende, por ejemplo, al acrecentamiento del volumen cerebral (o los efectos en el sistema límbico como en las regiones relativas a las redes cerebrales de asociación sensorial, intermedia y alta) y las dinámicas sociales de mayor complejidad establecidas por el ser humano (Kiesow et al., 2020; Pallarés Domínguez, 2011). Este tipo de acercamientos evolutivos a la complejidad de la sexualidad, que aquí rebasan nuestra materia de reflexión, poseen la capacidad de apreciar la temática trabajada en términos de diversos niveles de causalidad a lo largo del tiempo de una especie (o historia filogenética).

En términos evolutivos, un sistema complejo adaptativo es aquel que presenta dificultad para predecir su evolución dinámica a largo plazo, puesto que la complejidad viviente es auto-organizada y, a la vez, adaptativa o alterable en razón de los ambientes fluctuantes con los que se relaciona (Sanguineti, 2014b, pp. 202-205). Cierta retroalimentación (feedback) tiene lugar en estos sistemas que son los vivientes, aun cuando este mejoramiento se vea ordenado a partir de una teleología propia. Según el autor, la reproducción sexual es un ejemplo de esto, ya que “añade biodiversidad y así permite la generación de individuos más diversos, lo que enriquece a las totalidades colectivas” (p. 204). Asimismo, ofrece división de tareas, ampliación de la riqueza del intercambio entre individuos y, al fin, una especial flexibilidad al sistema para dar respuesta a las dificultades del entorno con una resistencia especial (resiliencia, resiliency).

Esto posee una riqueza mayor en relación proporcional, podríamos decir, al nivel de perfeccionamiento (complejidad) del viviente, y tal es el caso del ser humano. La adaptación del sistema implica también cierto aprendizaje (en sentido análogo) para la especie, en una dinámica retroalimentativa superior a, por ejemplo, la vida vegetativa. Esto se debe a que la interacción con el ambiente en los seres vivos con capacidad intencional por experiencia (facultades psíquicas como la memoria y el aprendizaje) es más compleja. Acaba por ser visible dicho proceso en las redes, circuitos y funcionamientos neurológicos asociados a la causalidad en red. Así como la comunicación de información (por ejemplo, genética o neural) tiene carácter causal, del mismo modo se torna adaptativo el sistema viviente: “los flujos de información en el seno de subunidades del sistema permiten su adaptación a variaciones y a situaciones adversas” (p. 207).

Se introduce, por tanto, una historia (análoga a la humana libre) irreversible en la complejidad sistemática del viviente. He aquí cierto grado de determinación natural en la teleología intrínseca, armonizada con un modo específico de indeterminación intrínseca positiva para el sistema, esto es, cierta variabilidad no legalizable (bajo el sistema nomológico-deductivo) capaz de alteraciones como adquisición de formalidades (accidentes) previamente no poseídos. Por tanto, la sexualidad humana no puede someterse a una visión biologicista, como aquellas que intentan reducirla a una cantidad de hormonas en el individuo, a la posesión de ciertos órganos genitales o a la pura indeterminación por posibilidad de variación evolutiva. Todo esto adquiere valor únicamente, como veremos en adelante, en cuanto integrado en la totalidad unitaria del complejo sistema psicosomático humano (Di Pietro, 2005, p. 21).

 

Proceso de desarrollo del individuo humano sexuado: aspectos ontogenéticos

 

Luego, en un segundo lugar, en términos ontogenéticos, es posible mencionar diversos “mecanismos genéticos que sostienen el desarrollo somático [y] la diferencia sexual de anatomía y fisiología” (Di Pietro, 2005, p. 28). Nos interesamos aquí en los principales aportes brindados en los últimos tiempos por las ciencias biológicas y cognitivas, de manera que estos se expresarán acerca del dimorfismo sexual cerebral, desde un nivel genético o cromosómico hasta uno anatómico o fisiológico.

La especificidad sexual del individuo (masculinidad o feminidad):

 

tiene su punto de partida en el sexo genético o cromosómico, ya definido en el embrión unicelular y resultante de la información que surge de la función entre la célula huevo con el espermatozoide en el momento de la fecundación. (p. 30)

 

La presencia de un patrimonio cromosómico específico (46XX en la mujer, 46XY en el varón) intervendrá en el desarrollo del sexo gonadal (gónadas primitivas en testículos u ovarios), hormonal (producción de testosterona o estrógenos en la organisational exposure), ductal (ductos genitales internos en sentido masculino o femenino) y de los genitales externos (Burgaya-Márquez, 2019, p. 53; pp. 55-56).

Suele considerarse que la mayor parte de las diferencias sexuales dimórficas en los encéfalos tienen lugar por la acción de las hormonas esteroideas o gonadales (andrógenos, estrógenos, etc.) reguladas por la expresión genética (pares genéticos XX y XY), entendiéndose esta acción como la base del desarrollo de dicha diferenciación y, posiblemente, también de la identidad sexual/de género (Jessel et al., 2000; Gilbert, 2005; Parra Gámez et al., 2009a; Ristori et al., 2020; Bargas, 2015; García García, 2003; López Moratalla, 2012; Garcia-Falgueras et al., 2010; Marocco & McEwen, 2016; Imperato-McGinley et al., 2004).

La actividad hormonal influye en la estructura neural de un modo sexualmente especificado en un estricto momento del desarrollo (Arambula & McCarthy, 2020). Se trata de una actividad considerada organizacional –hipótesis organizacional; en niveles genéticos, neurales y comportamentales (Ben-Shahar & Leitner, 2019)-, es decir, diferencia u organiza sexualmente de manera que pueda ser activado posteriormente, en el desarrollo, el sustrato neural que posibilita funciones y comportamientos humanos (Arambula & McCarthy, 2020; Bargas, 2015). Durante el desarrollo se conforma el sexo genético, gonadal y fenotípico (Imperato-McGinley et al., 2004). Esta base se vincula a menudo con la interacción con el entorno o los estímulos exógenos (estrés, malnutrición) y la edad o etapa vital del desarrollo (Jessel et al., 2000; Gilbert, 2005; Parra Gámez et al., 2009a; Ristori et al., 2020; Arambula & McCarthy, 2020; Arnold & McCarthy, 2016; Bargas, 2015; García, 2003; Hines, 2020). Es decir, las hormonas causan cambios epigenéticos como parte del proceso de diferenciación sexual, interviniendo en el proceso en que actúan organizacionalmente las hormonas esteroidales (Arnold & McCarthy, 2016; Morocco & McEwen, 2016). Ejemplo de esto puede ser, en relación con los múltiples sucesos en la vida de la madre, que en la gestación tengan lugar diversas influencias epigenéticas, afectando así las gónadas, las características sexuales secundarias (crecimiento de mamas, pilosidad, organización ósea y muscular) o determinados circuitos cerebrales (Burgaya-Márquez, 2019, p. 58).

En la etapa embrionaria, ciertos autores consideran que el cerebro comienza como un órgano bi-potencial, es decir, igualmente capaz de tomar un fenotipo masculino o femenino (Arambula & McCarthy, 2020; Arnold & McCarthy, 2016), aun cuando la organización oficiada por la regulación hormonal se haga presente desde los primeros meses de vida intrauterina (García García, 2003). Por el contrario, “la génesis del cerebro ya está condicionada por el sexo” (Burgaya-Márquez, 2019, p. 53) y, por tanto, las anteriores afirmaciones deben comprenderse en relación al cerebro tomado in abstracto, y no como el miembro de este o aquel ser humano en desarrollo. La sexualidad, en el nivel biológico estructural originario (masculina o femenina), se halla presente de uno u otro modo (varón o mujer) en la persona desde la fecundación (Di Pietro, 2005, p. 20). Es en la fecundación donde se observa la primera manifestación de dimorfismo, puesto que allí tiene lugar la determinación del sexo genético (Gilbert, 2005; Parra Gómez et al., 2009a) posteriormente visible en términos de niveles hormonales en la octava semana de gestación (Hines, 2010; Wheelock et al., 2019).

Luego emerge el dimorfismo sexual en los sistemas funcionales cerebrales durante el período de gestación: tanto dentro de redes cerebrales como entre ellas, varían las asociaciones entre la conectividad funcional cerebral y las etapas de gestación en varones y mujeres. Por ejemplo, en mujeres se observan asociaciones de la etapa de gestación con el cíngulo posterior-polo temporal y de la conectividad funcional fronto-cerebelosa; en el varón, se presentan asociaciones más fuertes entre etapa de gestación y acrecentamiento de la conectividad funcional intracerebelosa (Wheelock et al., 2019).

Durante el período prenatal, las hormonas sexuales organizan la determinación de un sexo. Así, en la etapa perinatal se producen los efectos de hormonas gonadales en el desarrollo cerebral, actuando sobre receptores específicos (esteroideos); dichos efectos regulan el desarrollo diferencial en regiones cerebrales, promoviendo el aparecer de caracteres de un sexo u otro y deteniendo los del opuesto en el cerebro. Esto es una masculinización o feminización del cerebro en un proceso complejo de auto-organización celular-hormonal (Martínez et al., 2013; Burgaya-Márquez, 2019). Luego, en el período de la pubertad, las hormonas median nuevamente para la aparición de características secundarias y la proporción de capacidades reproductivas (activational exposure) (Gilbert, 2005; Parra Gómez et al., 2009a; Di Pietro, 2005).

Factores postnatales, como la producción de hormonas gonadales, se asocian a factores psicosociales en cuanto partícipes en el desarrollo de la naturaleza dimórfica en circuitos cerebrales que median las conductas sexuales (Parra Gámez et al., 2009b, p. 112; Jorge-Rivera, 1998). Estos mismos influjos socioculturales son tenidos en cuenta para explicar la conformación de la conducta sexual y la respuesta cerebral a estímulos sexuales (Deshmukh et al., 2023).

Se afirma, asimismo, que el resultado es un cerebro diferenciado sexualmente bajo la figura de un mosaico, es decir, que hay un cerebro diverso en cada individuo, no habiendo un cerebro uniformemente masculino o femenino (Arnold & McCarthy, 2016). Sin embargo, podemos afirmar que este modelo representa una medición biologicista del cerebro, que toma la cantidad de hormonas asociadas a la masculinización o feminización cerebral y, dando por resultado variaciones, se niega a afirmar que haya un cerebro masculino o femenino. Por el contrario, la auto-organización biológica desde los niveles celulares demuestran una estructuración del individuo en sus complejos sistemas orgánicos (reproductivo, neurológico, nervioso central, inmunológico). Esto es dado con una especificidad masculina o femenina, de modo que puede afirmarse uno u otro sexo aun cuando haya diversidades particulares en cada caso (individuos con diversidad hormonal en el cerebro). También cuando, en la etapa adulta de desarrollo, ciertos individuos puedan manifestar comportamientos sexuales característicos del otro sexo en dependencia de contextos sensoriales, hormonales o sociales. Esto último ha sido utilizado como argumento contra la idea de una inflexibilidad del sexo biológico (Martínez et al., 2013).

La sexualidad y la especificidad sexual humana tienen como punto de partida no sólo la naturaleza humana compartida por varón y mujer, sino a la estructuración genética hormonal como dinámica estructural desde abajo (causalidad del bajo, upward o bottom-up). Se presenta al modo de una causalidad material que es alcanzada por los estratos ontológicos superiores, mientras que la auto-organización, que interviene con ellos como miembros, a la manera de una causalidad formal eficiente (del alto, downward o top-down). Hablamos aquí de un dinamismo psicosomático circular de la parte al todo y del todo a la parte. Podríamos decir que se trata, en términos ontológicos, del desenvolvimiento psicosomático del accidente propio (condición sexuada) emanado de la esencia (naturaleza humana), esto es, como procedente del cuerpo (Sanguineti, 2018, p. 62).

A fin de esclarecer mejor esta comprensión del ser viviente, es necesario atender que, en el nivel neurovegetativo o biológico estructural, la sexualidad es entendida como una función fisiológica vital, siendo la reproducción sexual ejemplo de la vinculación biológica entre individuos (2018, p. 78; 2014c). En este sentido, la división de sexos a nivel fisiológico (estrictamente biológico) manifiesta la necesidad de la relación con otro, al punto que los cuerpos sexuados están fisiológicamente diseñados el uno para el otro. Podemos afirmar que ya la sexualidad en este nivel indica el carácter relacional del ser viviente –y social, en caso de la persona humana– (2018, pp. 78-79).

El cuerpo viviente se encuentra “dotado de una unidad funcional teleológica por la que se constituye y opera como un fin para sí mismo” (2019, p. 92), es decir, es capaz de modificarse y moverse en un ambiente, puesto que su fin es preservar su propia identidad formal (2014b, p. 171). La operatividad que de esto depende es aquella de las funciones vitales cuyo conjunto llamamos vivir (crecimiento, nutrición, homeostasis, metabolismo). La reproducción es una de ellas y, en específico, es necesaria para la preservación de una morfología, funcionalidad corpórea y especificidad más allá del individuo. Se refleja esto en la interacción entre individuos requerida para la reproducción: ninguno de los individuos (macho o hembra) agotan per se las potencialidades de la especie, sino que se necesitan. Estas operaciones nacen de la potencia formal propia del viviente en cuanto informa la materia e introduce en ella movimiento y actividades vitales, logrando operaciones que constituyen una cierta conducta finalizada, esto es, una praxis sexual específica. Así, las energía recibidas desde el exterior junto a la propia constitución físico-química orgánica y activa del viviente, controlando un contenido informativo para realizar las funciones, son integradas en un nivel orgánico superior al nivel físico-químico primero, elevándose desde el nivel genético cromosómico al nivel orgánico y destinado a una praxis superior.

Se trata de una causalidad sistémica, compleja y distribuida (no lineal) del organismo viviente, en que los agentes de control (código genético) y otros realizadores de la información genética que presiden el desarrollo y mantenimiento del viviente, son asumidos como parte para la estructuración total del ser humano al modo de una regulación de conjunto. Esta se encuentra presidida por la genética, que se dirige del todo a las partes, esto es, una causalidad formal-eficiente llamada auto-organización (pp. 172-173). Por tanto, no puede reducirse la sexualidad del ser humano total a la implicancia que posee una hormona (o conjunto de ellas) en el proceso de constitución de la condición sexuada de un ser humano en específico: “los principios más altos no pueden definirse en base a las leyes inferiores” (2007, p. 54). En la auto-organización celular de la diferenciación sexual interviene una causalidad no material, pero estrechamente vinculada a ella, es decir, una causalidad formal, que provee de un modo de organización y administración de las fuerzas físicas y substancias químicas (pp. 51-52). Se trata, entonces, de una compleja causalidad psicosomática interna y natural del ser vivo humano que esclarece el proceso de diferenciación sexual como auto-organización, es decir, modo de unidad activa entre su causalidad formal y su causalidad material (p. 61). Asimismo, esta autopóiesis funcional del individuo no lo exime del vínculo con el exterior, sino que todo input como añadido particular funciona como causa material (factores exógenos mencionados), integrada por actividad de la causalidad formal, para la organización del todo: causalidad del todo a la parte (downward, top-down).

Sin embargo, la sexualidad humana no es esclarecida con suficiencia sino al ser asumida por estratos superiores, como lo son el psíquico-intencional y el personal-espiritual. En este sentido, el gustar y desear experimentados por el sujeto animal, con sus momentos y modalidades, ya indican una relación entre la función reproductiva (con toda la estructuración auto-organizativa del viviente) y su vida intencional. Ejemplo de esto es el deseo sexual (como también la atracción, la cópula, las inclinaciones paterno-maternales psicobiológicas con relación a la prole) que, con su base neurofisiológica necesaria (regulación desde el hipotálamo), es experimentado en un dinamismo complejo de deseo, satisfacción y bienestar gobernado por procesos cerebrales específicos (2014c). Es acompañado por otras diversas dimensiones psicológicas (por ejemplo, reconocimiento cognitivo, memoria, inclinación, deseo, conducta, sensación) con sus respectivas bases neurales, dando cumplimiento íntegro a la función (de otro modo, se padecen consecuencias de corto o largo plazo). La operatividad es, por tanto, psicosomática, mas no física por un lado, mientras psíquica por otro, o sea, todo el dinamismo de la sexualidad, desde su estructuración neurofisiológica hasta su desenvolvimiento personal, comporta un desarrollo y despliegue de un único dinamismo psicosomático humano que goza de una unidad multidireccional y pluridimensional.

 

Diferencias en las regiones cerebrales, del SNC y en el desempeño en tareas, habilidades y conductas

 

Según el filósofo nacido en Buenos Aires, la sexualidad “debe estudiarse primeramente en su nivel básico neurofisiológico, para pasar de ahí a cuestiones relacionadas con sus repercusiones en la percepción, la emotividad y por fin la conducta” (Sanguineti, 2018, p. 62). Tanto las diferencias de sexo, como el comportamiento sexual y la relevancia de estos dos últimos en los aspectos de la vida humana, como sus analogías y diferencias con la sexualidad de los animales, “son una premisa y parte constitutiva de la antropología del amor humano y de la familia” (2015, p. 396). De modo que esto pueda ser comprendido en términos antropológicos, debe atenderse a que la sexualidad (como sucede en las especies animales) afecta también la modalidad neuropsicológica de las personas humanas masculinas y femeninas, “creando así una variación en el seno de la especie humana que trasciende la finalidad procreativa (sin excluirla)” (2018, p. 62). Por tanto, para Juan José Sanguineti, existen dos modos peculiares de ejercer la razón, experimentar la afectividad y de vivir y poseer cualidades psicológicas; dos modos típicamente masculino o femenino, en que factores biológicos y culturales convergen, sin necesidad de olvidar que pueden gozar de “una plasmación biológica (neural) en ciertos grupos” (p. 62).

En el ámbito de las neurociencias, diversos autores (Bargas, 2015; García García, 2003; Jorge-Rivera, 1998) concluyen con frecuencia la dificultad de establecer correlaciones entre los eventos cerebrales y los psíquicos como unitaria y linealmente entendidos o causados. Por ello, la dificultad se presenta a la hora de comprender las conductas, preferencias e identidades sexuales como procesos también psíquicos. En principio, podemos afirmar que la comprensión de las dimensiones ontológicas y las causalidades (del alto, del bajo y horizontal) presentada por Sanguineti, resolvería más de una de las complejidades u obstáculos presentes en monismos o dualismos neurocientíficos. Sin embargo, presentamos aquí algunas de las diferencias que han sido apuntadas como de mayor relevancia en términos neurológico y psíquico.

Es sabido que no es únicamente el aparato genital lo que diferencia a un sexo de otro, sino que también lo es el cerebro (o el sistema nervioso central en su conjunto). En medio de un cúmulo de transformaciones que modelan de modo diverso al varón y la mujer, respecto de las áreas del encéfalo, “los investigadores han intentado sugerir una relación entre estas diferencias y algunas actividades cognitivas y experiencias del conocimiento” (Di Pietro, 2005, p. 30). Para ciertos autores, las diferencias sexuales en el cerebro son integrales en casi todo aspecto del funcionamiento neural, y esto tiene relevancia, debido a que también en términos psiquiátricos y terapéuticos se requieren estudios para considerar este determinante mayor que es el sexo, en la intensidad y variación de trastornos neuropsiquiátricos (Arambula & McCarthy, 2020). Mencionaremos aquí algunas diferencias anatómicas, funcionales, neurológicas asociadas (por investigadores del área) a eventos psíquicos (cognitivos, afectivos, conductuales) y en el desempeño en tareas, habilidades y conductas.

Varían en tamaño, como hemos mencionado, regiones cerebrales según el sexo. Se presentan también diferencias sexuales en el sistema neuro-inmunológico (Arambula & McCarthy, 2020). La corteza del lóbulo temporal (principalmente la del hemisferio izquierdo) presenta un dimorfismo más acentuado (Parra Gámez et al., 2019; Di Pietro, 2005). Asimismo, en el tamaño de ciertas áreas y núcleos tanto como distintas morfologías neuronales y gliales y en los patrones sinápticos en determinadas áreas (Bocchino, 2006, p. 168). Las características de la materia blanca (su microestructura) presenta diferencias en varones y mujeres al atender a la anisotropía funcional (Ristori et al., 2020). Una diferencia funcional fundamental es la ciclicidad del funcionamiento del eje hipotálamo hipófiso gonadal en la mujer –hay cambios radicales en dicho eje desde el período prenatal hasta la pubertad– (Bocchino, 2006, p. 171). Los caminos de transducción de señal que se presentan en la formación de la memoria difiere en varones y mujeres (Arambula & McCarthy, 2020).

En cuanto a la mujer, se ha encontrado que es mayor: el grosor de la corteza cortical en ciertas regiones (Ristori et al., 2020); la comisura blanca anterior y misura; el cuerpo calloso (área sagital media, istmo); la masa intermedia (Bocchino, 2006, p. 168; Di Pietro, 2005); y el hipocampo en proporción al tamaño total del cerebro (Parra Gámez et al., 2009a). En el caso del varón, el tamaño del cerebro (volumen total) es mayor (Parra Gámez et al., 2019a; Ristori et al., 2020). Asimismo, son mayores las siguientes áreas/regiones (Jorge-Rivera, 1998; Hines, 2020): la amígdala, que presenta mayores densidades de receptores de andrógeno y estrógeno, y el hipocampo (el grupo de neuronas, núcleo ventromedial, núcleo supraquiasmático) son mayores (Ristori et al., 2020); el área preóptica (cinco veces mayor, circa) (Jorge-Rivera, 1998); el componente central del núcleo basal de la estría terminalis; el segundo y tercer núcleo intersticial del hipotálamo anterior; el núcleo de Onuf de la médula espinal (Bocchino, 2006).

Al considerar las diferencias neurológicas, en el campo neuropsicológico se tiende a asociar estas diversidades a determinados eventos cognitivos, afectivos y conductuales, asegurando desigualdad entre varones y mujeres. Los siguientes son algunos ejemplos de este tipo de asociaciones realizadas en el ámbito de las neurociencias: la subdivisión central del núcleo del lego de la estría terminalis (BSNT) y el tercer núcleo intersticial del hipotálamo anterior (INAH-3) son vinculadas al desarrollo de la identidad de género (y pueden ser sometidos a cambios por tratamientos hormonales de transición de género) (Ristori et al., 2020). Al ser de importancia el hipotálamo para la regulación de varias funciones reproductivas (liberación de hormonas reguladores de la conducta sexual y la fertilidad), se asocia al deseo sexual, la excitación, el orgasmo y la preferencia sexual (Deshmukh et al., 2023). La amígdala, que procesa información emocional, participa en la regulación del deseo sexual y la excitación, a la vez que interviene en la formación de recuerdos sexuales y en la regulación de la conducta sexual. La corteza prefrontal es vinculada a la toma de decisiones, al control de impulsos y al comportamiento interpersonal, interviniendo en conductas y preferencias sexuales (junto a la ínsula). Otros procesos y elementos bioquímicos son, de hecho, otros interventores (neurotransmisores, hormonas sexuales, serotonina, dopamina, etc.) (Deshmukh et al., 2023; Jennings y de Lecea, 2020). Junto al hipotálamo, el sistema límbico (estructura límbica subcortical), la corteza prefrontal y orbitofrontal, el giro cingulado y la ínsula, el núcleo accumbens y el eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal (eje HHS) son vinculados en general al dinamismo sexual, puesto que dirigen la conducta sexual, los procesos emocionales y la información sensorial, coordinando la liberación hormonal correspondiente al funcionamiento sexual (Deshmukh et al., 2023; Calabro et al., 2019; Burgaya-Márquez, 2019). Asimismo, son regiones asociadas a los procesos hormonales, a etapas del desarrollo y a la salud neurofisiológica (Burgaya-Márquez, 2019).

Atendiendo a que se pueden observar diferencias entre los sexos, suele relacionarse la habilidad lingüística y la capacidad visuoespacial para el cuerpo calloso, y la orientación y comportamiento sexual para grupos de neuronas del hipotálamo. Ciertas divergencias “parecen emerger de lo que concierne a la organización funcional de la corteza en el control del lenguaje” (Di Pietro, 2005, p. 30). De igual manera, se vincula el manejo de las emociones al tamaño de la corteza orbitofrontal y la amígdala, y se ha observado que las mujeres activan dichas regiones de modo más selectivo al mirar rostros de ira, cuando los varones manifiestan un patrón menos discriminativo de activación (Parra Gámez et al., 2009a). La reactividad y los patrones de comportamiento frente a situaciones estresantes es diversa (Parra Gámez et al., 2009a), así como la regulación del estado de ánimo y de la conducta, los trastornos afectivos y otros patrones conductuales, siendo asociados estos eventos al hipotálamo y la corteza (Bocchino, 2006). En cierta perspectiva evolutiva, se ha asociado la diferencia de volumen del cerebro sexuado como efecto a la frecuencia e intensidad del contacto social –así como con la soledad, el tamaño de los hogares y la ayuda social– (Kiesow et al., 2020).

Los varones han sobresalido, en las investigaciones, en las capacidades visoespaciales (vinculadas al hemisferio derecho), mientras que las mujeres se desempeñan con mayor éxito en habilidades del lenguaje (Parra Gámez et al., 2009a; Ristori et al., 2020). Aunque estas diferencias tienden a cambiar según la etapa de desarrollo y la interacción con el ambiente, tornándose más similares con el desarrollo de varón y mujer, se considera que las capacidades lingüísticas y espaciales son en el varón más asimétricas (regulando el lenguaje el hemisferio izquierdo y el reconocimiento espacial, el derecho). Por su parte, la mujer demuestra una distribución más simétrica entre ambos hemisferios en las dos capacidades (Ristori et al., 2020).

Variados estudios indican diferencias en el procesamiento de la memoria emocional, enunciando que la mujer es capaz de recordar mayor número de acontecimientos emocionales y de modo más rápido e intenso –vívido– (Ristori et al., 2020). Los varones, por su parte, se muestran más interesados (proveyendo mayor respuesta) frente a la representación visual que despierta estímulos sexuales. En su perspectiva más rígida, Louann Brizendine menciona que la mujer posee mejor desempeño en la detección de conflictos y que es más temerosa al castigo, más cohibida y tiende a preocuparse de cuestiones menores, que expresa mejor sus emociones y recuerda mejor detalles de acontecimientos emocionales. Asimismo, por diversidad de procesamientos neurales sistémicos, asocia la empatía emocional a la mujer por regularidad y la empatía cognitiva, al varón (Bargas, 2015). Las mujeres padecen con menor frecuencia trastornos del desarrollo asociados con el lenguaje (hemisferio izquierdo) y parecen gozar de un tiempo más prolongado de plasticidad cerebral en la niñez (Bocchino, 2006). Las mujeres también superan el desempeño de los varones en velocidad de lectura (junto a la fluidez verbal); los varones, en su lugar, superan al desempeño femenino en razonamiento, captación de relaciones espaciales y habilidades motoras dirigidas a un objetivo –destrezas relativas al hemisferio derecho– (Bocchino, 2006).

Ciertos estudios han intentado vincular estas diferencias, por ejemplo, asociadas a la memoria emocional intensa (mayor en mujeres), como factores causales, al desarrollo de sentimientos de autodestrucción o pesimismo, buscando explicar la propensión a trastornos afectivos y a la depresión (Parra Gámez et al., 2019a). La orientación y preferencia sexuales también han sido relacionadas a influencias por estructuración y funcionamiento cerebrales, atendiendo a múltiples factores como los socioculturales, los genéticos y la experiencia vital del individuo (educación, cultura, entre otras) (Deshmukh et al., 2023; Di Pietro, 2005, p. 47). Estudios etiológicos vinculan estos últimos factores, junto a daños cerebrales, a las disfunciones sexuales o desórdenes de las funciones sexuales. Afirman, además, que aún no se ha estudiado en profundidad el impacto cerebral del consumo de fármacos según el sexo, como el impacto en la estructura y funcionamiento sexuales cerebrales que poseen las terapias hormonales para la afirmación de un género específico.

Las preferencias por interés visual en la niñez son vinculadas de igual modo a los cerebros sexuados (a veces tomándose como adaptaciones neurocognitivas evolutivas), como, por ejemplo, en la preferencia de niños a observar objetos físico-mecánicos y la preferencia de niñas a observar rostros humanos. Estas últimas han demostrado tomar más contacto visual con sus seres queridos y a detectar con menor dificultad los pasos en falso. La respuesta ante el dolor infligido con injusticia a otros es también distinta (presentando mayor deseo de venganza en el varón) y se considera que el procesamiento de información ambiental es diverso en cada sexo (Kiesow et al., 2020).

A partir de lo dicho hasta aquí, autores como Pallarés Domínguez (2011) interpretan que se da una diferencia y complementariedad en los sexos, puesto que no son tanto las estructuras cerebrales las que divergen, sino las rutas químicas (hormonas y receptores) utilizadas; también recuerda que los rendimientos y perfiles cognitivos pueden modificarse hasta incluso eliminar ciertas diferencias. Otros autores, como Ristori et al. (2020) o Hines (2020), rememoran la dificultad que conlleva inferir conductas sexuales o características psicológicas a partir del dimorfismo sexual cerebral. Por otro lado, Arambula & McCarthy (2020) señalan la relevancia de las experiencias vitales en el neurodesarrollo sexuado, mientras que Hines (2020) teoriza que la identidad sexual se conforma por neuroplasticidad en interacción con otros factores del desarrollo. Del mismo modo, Bargas (2015) señala a la cultura patriarcal, que atraviesa a la ciencia de manera normativa prescribiendo rasgos y comportamientos aceptables para varones y mujeres. Esta supone la causa del ejercicio de tales potencialidades por sobre otras, afirmando que “no son nuestros cerebros o nuestra biología los que limitan las potencialidades a desarrollar, (...) sino que es, paradójicamente, la cultura que nuestros cerebros crearon” (p. 126). Esto es, en retorno, una supresión de lo biológico por fuerza de lo cultural en un marco neurocientífico.

En último término, las investigaciones en materia de psicología y ciencias cognitivas adjudican bases neurofisiológicas a ciertos eventos psíquicos, como la cognición, la afectividad y el comportamiento diferenciales entre varones y mujeres. Sin embargo, nos preguntamos si esta concepción asociacionista psíquico-neurológica es capaz de darnos un conocimiento último acerca del sentido de la diferenciación sexual entre varón y mujer. De esta manera, debemos afirmar que el nivel neurofisiológico, es decir, biológico estructural, ya ha sido asumido en relación con un nuevo estrato de la persona humana, que es el psíquico intencional, puesto que a este último corresponde la cognición, la afección y la conducta en un primer sentido. Luego, en el estrato de la persona humana, la dimensión espiritual, esto hallará un sentido todavía superior.

 

La dimensión psicosomática intencional de la sexualidad

 

Considerando que los grados esenciales recuperan a su manera los inferiores, pero logrando trascenderlos, debemos mencionar algunos elementos fundamentales de la vida intencional del ser humano, a fin de esclarecer la vinculación entre las diferencias neurofisiológicas y las psíquicas (cognitivas, afectivas y conductuales).

Sanguineti (2014c) afirma que la sexualidad, en tanto función vital, se vincula, en el caso del ser humano, a la conducta cognitiva intencional a través de su relación con la inteligencia y la cogitativa –sentido interno– (p. 450). Con esto se quiere decir que al ser corpóreo neurovegetativo se le han añadido nuevas perfecciones (de modo análogo en el animal como en el hombre). La constitución y el despliegue del ser humano en cuanto sexuado son problematizados en este nuevo estrato, puesto que se presenta la cognición sensitiva e inteligente en la unidad del organismo que, considerada su cognición, es capaz de auto-experimentarse como sujeto o unidad subjetiva (2014b, p. 175; 2019, p. 128). Se trata de un cuerpo biológico (neurovegetativo) dotado de sensibilidad e informado por un alma intelectiva (p. 92).

La sexualidad humana, por tanto, se conforma y despliega en, por y con un ser que goza de actualizaciones (eventos, actos, operaciones) que no son propias del solo cuerpo ni de la psiquis, ni de una interacción paralela entre ambos, sino de un cuerpo animado o un alma corporizada (pp. 93; 129). Este cuerpo integra en sí tanto actos neurales como actos apreciados en primera persona por el sujeto, es decir, se trata de un único acto de un único cuerpo subjetivo (p. 94). No pueden reducirse ni deducirse los segundos de los primeros, puesto que el nuevo elemento (la conciencia) permite algo nuevo: un acceso inmediato fenoménico y realista a nuestra vida (p. 129). Así, se presentan (o representan), a este sujeto humano varón o mujer contenidos mentales o conscientes (intencionales) que hacen referencia a todo tipo de elementos extra-mentales. Hablamos aquí de una compleja conciencia perceptual-cognitiva, emotiva-afectiva, motora-conductual, que comprende los aspectos vegetativos (base genética y epigenética), pero no se reduce a ellos, aún cuando esta base natural e innata se oriente hacia potencialidades psicológicas (inclinaciones básicas psíquicas) y pueda ser modificada por medio de la memoria, la experiencia y los hábitos del individuo (pp. 132-133).

Así es que todo el conjunto de condiciones estructurales y funcionales neurovegetativos sensibilizados, que permiten y/o impulsan la realización de operaciones en el nivel intencional, pueden ser reguladas o gestionadas por la persona humana. Esto puede darse de modos distintos en varón y mujer, puesto que su base natural neurofisiológica es diversa. Así también, factores socioambientales (socialización con padres y pares, interacción con distintos valores y bienes) pueden afectarlos en su desarrollo particular, en un modo intencional, por medio de hábitos cognitivos, afectivos o conductuales (pre-conscientes o pre-operativos). Sin embargo, un modo peculiar parece establecerse acorde a la auto-organización sexuada en los niveles orgánico y, por causación upward, también psíquico (aquellas habilidades o tipologías psíquicas a las que se hace referencia en el campo neuropsicológico)[2].

Según el mismo texto de Sanguineti (2014c), que aquí intentamos aclarar con otros de sus escritos, la sexualidad se vincula en su propia dinámica funcional a la comprensión de los individuos concretos en tanto poseen de modo propio y singular lo que la inteligencia capta en un nivel metafísico universal: se relaciona con la cognición del entorno ambiental práctico y a la base cerebral requerida para una interacción etológica (p. 450). Estas afirmaciones, ligadas a lo dicho acerca del nuevo nivel intencional, profundizan en la vinculación que posee el individuo humano sexuado con aquello que existe en su entorno. Nuevamente, el ser humano es capaz de una conducta significativa (también en la sexual) que posee una actuación orgánica especializada (dinámica neurofisiológica, mencionada por los estudiosos del área) y una perfección inmanente que es el auto-experimentarse propio de la subjetividad humana (2014b, p. 175). Puede explicarse con esto, también, la intervención de factores socioambientales o experiencias de vida en el dinamismo de la diferenciación sexual: las operaciones humanas, con su materialidad orgánica (fisiológico-nerviosa) y su formalidad psíquica, se despliegan de manera única en el acto psicosomático (p. 178). Los niveles inferiores y superiores, a modo de causalidad circular, pueden influir entre sí (pp. 179-181).

La finalidad que ahora se presenta, por las capacidades humanas, es transorgánica –funciones paternales-maternales, sociales, comunicativas, entre otras– (Sanguineti, 2007, pp. 63-64), de manera que la sexualidad ya no puede ser reducida a la mera reproducción. Esta ahora se vincula, por sobre la funcionalidad vital inferior, con los contenidos significativos de los sentidos internos de la memoria y la cogitativa, es decir, con las vivencias fenomenológicas (privadas o en primera persona) de las que el ser humano tiene experiencia personal (2019, pp. 94-95; 2007, pp. 71-73). Así incluye todo el arco de actos psíquicos (imaginación, pensamiento, memoria, sentimiento, contemplación, etc.) con toda clase de contenidos (fenómenos dados en el curso vital en el mundo y representados en la mente; por ejemplo, figuras paternas y maternas, o masculinas y femeninas en general, experiencias afectivas con el sexo opuesto, experiencias sexuales en general). A estos valores se asocia la sexualidad humana, en un acto psicosomático que integra la funcionalidad neurofisiológica estructural. Por ello afirma Sanguineti que los procesos psíquicos, asociados a su base de circuitos cerebrales, que tienen por objeto cierta captación de valores (relativa a lo perceptivo, afectivo y conductual), se tornan psicosomáticamente complejos y se vuelcan a la acción según diversos sectores cerebrales.

Los dinamismos se especifican según la especificidad de estos valores. Sin embargo, se vinculan a funciones del entendimiento y el sentido interno de la cogitativa (p. 451). Esto acontece en la dualidad varón/mujer con dos modalidades complementarias que expresan a la naturaleza del ser humano (2018, p. 62).

Un hábito (disposición operativa permanente) psíquico-intencional (cognitiva, afectiva y conductual), con su respectiva base causal-estructural neurofisiológica, podría entonces ser conformada de un modo en varones y otro en mujeres, dando lugar a una diferencia psicológica como la manifestada en las neurociencias. Sanguineti afirma la existencia de la diferencia psicológica masculino-femenina en términos de, por ejemplo, sociabilidad, afectividad, modalidad de pensamiento, entre otras. Sin embargo, “han de tomarse de modo flexible y no rígido” (p. 62), es decir, no deben ser substancializadas.

Debe afirmarse, en este sentido, que las facultades humanas son elevadas por la potencialidad anímica espiritual (intelección y volición), enriqueciendo en una ulterior manera a la sexualidad humana. Se abre paso hacia los valores personales como el amor interpersonal, la donación libre de sí mismo a un otro y la libertad de la regulación personal de la funcionalidad vital estricta. También hacia la expresión corpórea, simbólica, técnica y artística de la propia sexualidad. Asimismo, la teleología que mencionamos en el nivel neurovegetativo es ahora tomada en su sentido espiritual: el desarrollo del individuo sexuado es considerado en vínculo con su desenvolvimiento libre, en un uso subjetivo de su sexualidad y en una capacidad formativa histórica sobre su propia identidad particular a lo largo de su trayecto histórico vital. Esto integra en un mismo vivir tanto potencias neurofisiológicas, como psicológicas, de experiencia y aprendizaje, etológicas, cognoscitivas, volitivas-sentimentales, comportamentales, orgánico-inmanentes y funcionales transorgánicas.

 

El nivel de la persona humana

 

“La persona humana posee una dimensión estrictamente espiritual enraizada en las capas psicobiológicas inferiores. Esto posibilita los fenómenos de la percepción inteligente, los deseos y los sentimientos específicamente humanos” (Sanguineti, 2019, p. 135). La sexualidad es así elevada al nivel de la persona. Según el filósofo bonaerense, la razón humana puede perfeccionar la percepción, ascendiéndola hacia un conocimiento intelectivo, superando la animalidad en el ser humano hasta un estrato personal con perfecciones espirituales. Del mismo modo, “la sexualidad puede ser intrínsecamente elevada al plano espiritual y personal, para lo que la mediación de las virtudes entra en juego” (2014a, p. 457). La sexualidad, en cuanto tendencia sensitivo-vegetativa asociada a la base genética y epigenética de la persona humana, acontece como elemento humano fundamental en la dinámica interactiva causal compleja propia del viviente. Es propio de ella el ser coordinada, integrada, estructurada, reorganizada, regulada, seleccionada o inhibida, como fuerza inferior, por parte de un todo superior (2014b, pp. 219-220).

Se trata de una formalización por parte del estrato espiritual (mente inmaterial intelectivo-volitiva), tal como hemos mencionado respecto del nivel sensitivo intencional por sobre (o a través de) la totalidad de la causalidad material, es decir, los órganos en tanto dispuestos para desplegar su capacidad estesiológica. Del mismo modo, la interacción personal amorosa sobreviene a la mera interacción sexuada (p. 250) y, podemos afirmar, el gozo sexual personal al placer neuro-sentido[3].

La subjetividad personal es de naturaleza racional, voluntaria y libre, estando ordenada hacia la verdad y el bien universales. Es decir, se orienta hacia una nueva relación con el mundo y todo lo que existe en su valor ontológico, implicando esto el reconocer a los demás seres humanos en tanto personas (2019, p. 135). Radicando la sexualidad personal en los anteriores niveles psicobiológicos, esta se dispone hacia la percepción inteligente y los deseos y sentimientos humanos.

La relación esencial de cuerpo y mente supone que la corporalidad pueda suscitar condiciones antropológicas características de la humanidad, como lo son la existencia histórica, la dimensión lingüística y la sexualidad. Los hábitos asociados a la sexualidad como el amor conyugal se conforman de este modo, como ligados a la interacción personal, a la cultura, el lenguaje, la comunicatividad simbólica y otros hábitos y virtudes. En este marco antropológico nace la sexualidad libre, es decir, aquella que es desplegada en y con la compleja plataforma espiritual y psicosomática a partir de la que nacen las decisiones –conciencia, voluntariedad–. Diversos condicionamientos limitan y obstaculizan nuestro desenvolvimiento personal en este ámbito –físicos, neurofisiológicos, psicológicos, sociológicos, morales–, volviendo a nuestra sexualidad aún más asociada a nuestra propia historia personal –identidad sexual– (p. 135).

Nuestros conocimientos y deseos-afectos, en toda su amplitud y con todos sus estratos y elementos, con sus bases neurovegetativas, psicológicas y sus fines vitales y trascendentes, intervienen en nuestro desenvolvimiento como seres bajo condición sexual. Así como la sexualidad es auto-organizada en un proceso neuropsicológico, es también luego re-organizada por la vida personal según las diversas operaciones intelectivas, volitivas y libres (comportamentales). Esto comprende nuestro autoconocimiento y nuestra autoconciencia personal que “es imperfecta si no está acompañada y en cierto modo se fusiona con la conciencia de la propia corporalidad” (p. 115). Se debe a que “nuestra mente inmaterial está como materializada en el cuerpo” (p. 115), por lo que podemos afirmar poseer un cerebro masculino o femenino, a la vez que una mente masculina o femenina. Por tanto, toda la base orgánica plástica de la sexualidad (dimorfismo sexual en sentido amplio) halla aquí su significado personal: “se orienta principalmente al servicio de los fines racionales de la vida humana” (2007, p. 106).

Nuestro desarrollo y maduración personales implican nuestro crecimiento en la sexualidad y no únicamente en términos anatómicos. Las operaciones espirituales de las que somos capaces pueden formalizar la base psicobiológica previa, pero, a la vez, estas últimas pueden también proveer de limitaciones o dificultades (por ejemplo, enfermedades, patologías). Por ello, los bienes a los que accedemos y que asimilamos pueden mejorar nuestra vida bajo la condición sexual que poseamos. La maduración y la educación de la sexualidad no sólo exige el desenvolvimiento intelectual y voluntario, sino la intelección de la propia sexualidad, la aceptación de la propia condición sexuada, el reconocimiento de su valor como masculinidad o feminidad, el adecuado autoconcepto y autoestima, el autodominio y la apertura a un proyecto vital, la salud neuropsicológica, la valoración de la procreación, la vida y la familia. Se trata de una formación personal permanente en términos intelectuales y, aún más, en todo el terreno de lo volitivo, lo emocional, lo sentimental, a fin de lograr una maduración en la vida afectivo-sexual, por medio de la práctica de las virtudes (Di Pietro, 2005, p. 27).

Nuestra corporalidad animada personal es potencialmente más expresiva a partir de su praxis libre. En este sentido, la totalidad subjetiva (que comprende los diversos grados de la vida), manifiesta una mayor interioridad (Sanguineti, 2019, p. 136), tornándose a la vez capaz de mayor trascendencia intencional (cognoscitiva, libre). Esta trascendencia la puede obrar el Yo (sí mismo intencional) sobre la base natural multi-estratificada (constitución psicobiológica inconsciente), de manera que eleva su sexualidad orgánica a una dimensión transorgánica y trascendente (p. 137). Así, podemos ser causa, en cierto sentido, de nosotros mismos y nuestra propia sexualidad, por nuestra propia autodeterminación, esto es, el libre poder causal del sí mismo intencional según sus propios límites y condiciones específicas. En este ámbito, sexualidad orgánica y sexualidad intencional interactúan de diversos modos y, también, en un modo circular (feedback entre sexualidad natural neurofisiológica y sexualidad experimentada, gestionada y vivida en el nivel de la persona). Así, se conforma la propia identidad personal sexuada, en que nos experimentamos como persona-varón o persona-mujer, puesto que, como hemos visto, desde la parte al todo, como viceversa, somos sexuados al punto de no poder pensarnos a nosotros mismos sin nuestra especificidad sexual (masculina o femenina).

En relación con nuestra praxis libre, es debido hacer ciertas distinciones a fin de esclarecer su relación con ciertos factores psicológicos, socioculturales, históricos y ambientales. Ciertos posicionamientos constructivistas, (post)estructuralistas y existencialistas, nacidos de una posición gnoseológica idealista (2014b, p. 368), tienden de modo excesivo a sobreponer, desacreditando en mayor o menor medida los factores neurofisiológicos, a la autoconciencia, las experiencias vitales, la praxis libre (ética, política, intersubjetiva) y la interacción con la comunidad política.

Rechazando la naturaleza humana en diversos grados, suelen enfatizar en ciertas capacidades y contextos de la persona humana al punto de desprenderlos de su esencia. Esto es utilizado, por ejemplo, en la perspectiva existencialista de Simone de Beauvoir, que inscribe la sexualidad únicamente en el terreno del obrar, de modo que la identidad sexual se conforma a partir de su realización práctica al modo de un proyecto. La identidad femenina, por ejemplo, es para de Beauvoir, fruto de un proceso cultural o, que es lo mismo, de factores sociales (Di Pietro, 2005, pp. 52-53); sin duda, este enfoque antropológico que sólo tiene sentido asumiendo a priori los principios del existencialismo sin crítica alguna, no da cuenta de todo el complejo sistema psicosomático al que hemos hecho referencia. Por el contrario, hunde la riqueza de la sexualidad en la oscuridad de un sinsentido existencial, debido a que, aun cuando de Beauvoir no niega las diferencias biológicas de sexo, afirma una neutralidad en el nivel personal (pp. 52-53).

Igual o aún más radical es la posición de Judith Butler, que teoriza al género (gender) como construcción del todo independiente del sexo, siendo por tanto un mero artificio (p. 44). En diversos modos, las teorías de género han negado la diferencia sexual tanto como su fundamento (la naturaleza humana), afirmando una neutralidad (o androginismo) natural del ser humano que se conforma a sí mismo con otros como resultado de un proceso social (p. 48). Del mismo modo, la teoría de la construcción social-dialéctica de los sexos y la dialéctica frente a la institución familiar (Engels, post-marxismo) ha derivado en un negacionismo anticientífico. No hay duda de que la corporalidad propia y otros aspectos de nuestra vida, como nuestra conducta, pueden sufrir modificaciones a partir de la vinculación social; sin embargo, no se infiere de ello que estos sean meros productos culturales (ni coevolutivos), es decir, el sexo como diferencia masculino-femenina y la sexualidad como tendencia y práctica no son efectos de la cultura, aun cuando no son fijos en sentido fuerte.

La dimensión humana neurofisiológica no es el resultado de un mero discurso lingüístico de corte científico, como la interpretación extrema de Butler pretende sostener (pp. 53-54). Por el contrario, podríamos afirmar que el mismo concepto de género desarraigado de la condición sexual, que nace desde las dimensiones ontológicas inferiores del ser humano, se torna discurso manipulable a nivel educativo o formativo (Sanguineti, 2018, p. 62). Estas perspectivas son rechazables, pues carecen de fundamento no únicamente científico, sino también filosófico. Asimismo, son rechazables las teorías que hacen depender a la sexualidad únicamente de la autoconciencia. La autopercepción del propio cuerpo sexuado comporta una parte importante, mas no exclusiva, de la autopercepción de la persona como un yo: esta es la conciencia intelectual de la propia identidad personal y sexuada (2014b, p. 366). La autoconciencia incluye la captación del propio yo en cuanto persona corpórea-sexuada, “abierta comprensivamente al mundo y a los demás, con una actitud volitiva fundamental que es la raíz de la afectividad más personal -amor- y también con una dimensión narrativa” (p. 366).

En el caso de la sexualidad, la identidad sexuada es fundamental en tanto indica, entre otras cosas, el papel actual o potencial de cada individuo en el ámbito familiar (padre/madre, esposa/esposo, hermana/hermano, hijo/hija). No es primariamente lo social lo que es indicado por la condición sexuada, aunque también lo sea (tendencias psíquicas generales en cada sexo hacia ciertas labores), sino que lo es la familia, puesto que esta clase de vínculos son más fuertes y fundamentales, cubriendo más aspectos de la persona humana y posibilitando esencialmente la vida social –política, comunitaria– (p. 367).

En tanto la conciencia de la propia identidad sexuada se toma como conciencia de género, esto también implica la relación de la propia especificidad sexual con las características personales particulares (cualidades, hábitos, etc.), incluyendo la autocomprensión psicológica y el correlativo comportamiento social (que da origen al rol social). Esta autocomprensión no es aleatoria, sino que posee una base biológica natural fundamental, a la que se le añaden posteriormente “los aspectos culturales debidos a cómo percibe cada uno su propio carácter sexuado y cómo percibe que lo captan los demás, con expectativas y valoraciones” (p. 368). No debe olvidarse la contingencia y variabilidad cultural de estos aspectos, mientras que debe enfatizarse su importancia acorde al bien común de toda persona humana y según su grado esencial, como el matrimonio y la familia –es decir, que toda contingencia más accidental es mutable sin mayor inconveniente–.

La sexualidad se halla elevada al nivel espiritual personal, siendo un aspecto de la vida humana en que también se encarnan la vida moral, la religión, el amor conyugal, familiar o amical en la unidad psicosomática de la persona y su despliegue práctico (2014c; 2019, p. 147). Mujer y varón son, tomados en este estrato, “dos modalidades fundamentales en las que la especie humana [es distribuida], y que están llamados a convivir socialmente para perfeccionarse en reciprocidad” (2018, p. 64). Para este autor, las modalidades de la inteligencia, del amor de donación, de la coexistencia (entre otros trascendentales personales), reciben una forma característica de varón y de mujer. Esto permite la esponsalidad y donación completa a la otra persona, que se expresa personal y espiritualmente en el amor conyugal, pero que puede asimismo “proyectarse de modo radical, trascendiendo del todo a la sexualidad, en el amor de donación de la persona humana a Dios” (p. 134).

En el caso de la esponsalidad, la amistad conyugal se encuentra preparada desde y a través de la diferencia neurofisiológica, de modo que la apertura biológica al otro (en la atracción afectiva intencional hacia el otro y en el enamoramiento masculino/femenino) comprende la dimensión sexual en diversos sentidos[4]. Se orienta la sexualidad a un horizonte de sentido interpersonal, esto es, el amor entre personas humanas (p. 132). El amor varón/mujer, potencialmente dirigido hacia la vida matrimonial/familiar, comporta un compartir la vida total, aunque este total sea, en verdad, parcial, puesto que “no cubre todas las dimensiones de la vida humana” (p. 133). Aquí se expresa en modo espiritual y libre la complementariedad que, en un nivel inferior, solo gozaba de un significado psicobiológico, pero que es a la vez requerimiento para ser experimentada en un modo personal. Frente a esto último, el amor conyugal se vincula, en una dimensión superior, con la familia y, luego, con el bien común social (en sentido ético e interpersonal más amplio).

De la misma manera se halla en la diferencia de sexo una potencial “proyección sobre el rol y la posición en la familia, constituida por la unión conyugal del varón y la mujer. La mujer es potencialmente esposa y madre, y el hombre es potencialmente esposo y padre” (p. 62)[5]. Estas distinciones son fundamentales en la estructura familiar, esclareciendo un sentido superior, esto es, que trasciende a la distinción biológica entre varón y mujer, e incluso las diferencias culturales. En cierto sentido, debe afirmarse que la estructuración de la identidad sexual de la persona es independiente de estos roles, que pueden ser asumidos en la sociedad; si el término rol quiere decir una conducta que indique a la sociedad la pertenencia a una cierta especificidad sexual conforme a pretensiones culturales (varón, mujer), hallamos entonces en este concepto una dependencia contextual histórico-cultural modificable y variable (Di Pietro, 2005, p. 47). Es en el ámbito amoroso, orientado hacia la trascendencia personal, que la unión entre las personas humanas diversamente sexuadas ejerce un perfeccionamiento de los individuos, en una dinámica de mutuo completamiento psicosomático en la recíproca donación plena en vistas al horizonte último de sentido de la vida humana (p. 61). Mas, no en el cumplimiento de ciertos ordenamientos prácticos estructurados al margen de las condiciones naturales de cada especificidad sexual.

La sexualidad, diferenciada entre varón y mujer, es “riqueza de toda la persona” (p. 20), con una función personalizante y socializante, que interviene en nuestra constitución neuropsicológica y con la que nosotros libremente intervenimos en ella. Así lo hacemos al ejercer fuerza causal sobre nosotros al observar de manera directa o de modo representativo mental el significado de la masculinidad o feminidad para asemejarnos a ello, tanto como cuando asumimos o no nuestra propia identidad sexual desde su auto-organización biológico estructural (sexualidad orgánica). Del mismo modo, como causación multiestratificada y pluridireccional, la sexualidad nos impulsa a salir de nosotros mismos para introducirnos en la comunicación y común-unión con los demás. Es de este modo que la sexualidad humana expresa y realiza la necesidad de otros, como signo y fruto de nuestra riqueza humana (p. 21) que descubrimos en interacción recíproca entre sexos, esto es, en el diálogo y, aún más, en el diálogo amoroso madurativo del que somos capaces en el itinerario de un vivir compartido (pp. 22-23).

 

Conclusión

 

Como hemos podido evidenciar, la sexualidad humana contempla un aspecto del complejo sistema multiestratificado y pluridireccional (causalidades de diverso tipo) del desarrollo y desenvolvimiento psicosomático de la persona humana. Frente a los diversos reduccionismos, esta dimensión del vivir humano exige una observación profunda y detallada que exige una interacción interdisciplinar capaz de ahondar en las diversas facetas del fenómeno tratado. Sin lugar a duda, esta complejidad se ve también presente en lo cotidiano al atender a las variadas formas de injusticia social que recaen en iniquidades entre los sexos. No solo las perspectivas constructivistas (o estructuralistas, como la teoría de género) suponen enfoques reductivos para la comprensión de estas problemáticas, sino que también ciertos posicionamientos biologicistas no son capaces de brindar explicaciones que sobrepasen lo estrictamente neurofisiológico.

Nuestra experiencia como sujetos sexuados exige una comprensión mayor de estas problemáticas, que no pueden ser esclarecidas sino bajo el tratamiento de sus causas últimas, esto es, las razones de la presencia de diferencias sexuales en las personas humanas. Se trata de concebir al ser humano en su compleja completitud o en su totalidad unitaria, es decir, una tarea de gran dificultad que nos ha conllevado realizar distinciones y vinculaciones referentes a los distintos niveles ontológicos de la persona humana a fin de realizar un primer acercamiento a un enfoque ontológico y antropológico de su sexualidad. Diversos valores neurofisiológicos (neurales, biológicos, fisiológicos), psíquicos (cognitivos, afectivos, conductuales) y personales (espirituales, morales, interpersonales-comunitarios) han sido subrayados en orden a evidenciar las significancias de la sexualidad, que hemos asociado, desde el estrato neurovegetativo hasta el personal, a la apertura a los demás seres humanos, a la comunicación vincular afectiva, a la procreación y la vida familiar y, en última o primera instancia, al amor interpersonal en la complementariedad recíproca o completitud mutua entre los sexos en una multitud de modos vinculares.

Consideramos que mayores estudios y profundizaciones deben realizarse en estos términos, de manera que el diálogo interdisciplinar siga fructificando en el tratamiento que la filosofía de la mente y las ciencias cognitivas puede hacer respecto de la materia trabajada. Por otro parte, creemos haber desarrollado una elaboración filosófica original siguiendo las contribuciones previas que el filósofo argentino, Sanguineti, ha brindado, tanto en términos de aportes materiales (tratamiento filosófico de la sexualidad, los niveles ontológicos de la persona, distinciones epistemológicas) como en términos metodológicos y de principios filosóficos (enfoque realista, hilemórfico y holístico de la filosofía de la mente y las neurociencias).

Para concluir, nos parece oportuno y necesario el ahondamiento filosófico (ontológico, ético, etc.), e incluso teológico, en este aspecto de la vida humana que tanta relevancia posee en nuestros tiempos. Esto comporta un servicio a la cultura de la vida, del encuentro y del amor en vistas a la comunión entre las personas humanas, a la vida en libertad de todas ellas y a proyectos saludables que no vuelvan a la sexualidad contra la persona, sino que la orienten hacia ella, hacia su bien y su felicidad.

 

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[1]  Sostener que la sexualidad es un componente estructural y esencial (en los términos mencionados) de la persona humana no es equivalente a considerarla como única dignidad del ser humano (pansexualismo freudiano), sino que la persona humana como tal supera y excede la sexualidad trascendiéndola (Di Pietro, 2005, p. 20).

[2]  A este respecto, nos parece de gran provecho la filosofía de la especificidad sexual elaborada por la filósofa alemana Edith Stein (1891-1942), a partir de sus disquisiciones fenomenológicas y en un marco interpretativo ontológico neoescolástico. Ha ofrecido una concepción acerca de la peculiaridad sexual individual en términos de accidente, que configura en un modo específico tanto el conjunto de las potencias de la persona humana, como su conducta subjetiva e intersubjetiva. De acuerdo con esto, realizó tipificaciones psicológicas que caracterizan de modo general, pero profundo, a la feminidad y la masculinidad (Salinas, 2019; 2020; 2022). Estos aportes pueden ser asociados a los de Sanguineti, atendiendo a los nuevos conocimientos de la filosofía de la mente y de las neurociencias.

[3]  En este sentido, el placer psicológico, entendido en sentido freudiano, es también reductivo e inferior respecto del gozo personal, puesto que aquel primero se vincula al principio del placer y displacer por el que el fondo psíquico humano (Ello) tiende a la obtención del placer y a rehuir del displacer. Si bien estas pulsiones (Trieb) son moderadas por el yo-consciente acorde al principio de realidad, todo esto acontece en una dinámica unilateralmente sexual, que se conforma como fin en sí mismo y existe al margen de sus objetos intencionales. Esta perspectiva es antropológicamente reductiva y deficiente (Sanguineti, 2014c).

[4]  La tendencia sexual, que está a la base de la atracción sexual humana, muestra una compulsividad especial en sus activaciones, de manera especial ante la presencia de su objeto intencional. Esta, que no es necesidad conservativa ni produce daños psicosomáticos en caso de no ser atendida en términos fisiológicos, está naturalmente ordenada al amor conyugal (potencia procreativa) y debe ser integrada de esta manera con el nivel personal (amor personal, racionalidad, afectividad). Así, es asumida para la elección y la vida matrimonial recta. Por el contrario, el hedonismo sexual consiste en una búsqueda de auto-complacencia de la activación sexual fuera de dicha ordenación personal –por ejemplo, el extremo y significativo de esto es el caso de la pornografía– (Sanguineti, 2014c). De aquí la relevancia de la asunción de la propia sexualidad y la actividad responsable y madura (ética sexual).

[5]  Esta relación de la sexualidad (desde su base biológica como causa estructural hasta su dimensión personal) con el amor personal en tanto don de sí entre varón y mujer, realiza el valor de la reproducción superando su sentido biológico estricto. La dinámica intrínseca del amor conyugal (en cuanto orientado a la vida, esto es, procreación) se abre a la fecundidad en que el origen del ser humano puede considerarse signo y fruto de la unión física, afectiva y espiritual de los padres, cuyo derecho y deber es la garantía del crecimiento y educación de su hijo. Se expande la fecundidad intra-conyugal hacia la fecundidad de parentela, expresando la sexualidad a la persona en cuanto orientada al amor y al don de sí mismo (Di Pietro, 2005, pp. 23-24).